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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (76 page)

BOOK: Ana Karenina
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Una de las primeras mujeres de la alta sociedad a quien encontró fue a su prima Betsi.

—¡Al fin! —exclamó esta alegremente—. ¿Y Anna? ¿Dónde os habéis alojado? Imagino fácilmente el mal efecto que os producirá San Petersburgo después de un viaje como el que acabáis de hacer. ¿Está ya arreglado lo del divorcio?

El entusiasmo de Betsi desapareció cuando supo que aún no se había obtenido aquel, y Vronski lo notó bien pronto.

—Ya sé que me tirarán piedras —dijo—, pero visitaré a Anna, sobre todo si no habéis de estar aquí mucho tiempo.

La princesa fue, en efecto, el mismo día, pero había cambiado de tono; habló repetidas veces sobre su valor y la prueba de amistad que daba a Anna, y después de hablar de las noticias del día, se levantó a los diez minutos y dijo al marcharse:

—No me han dicho ustedes cuándo se efectuará el divorcio. En cuanto a mí, paso por todo, pero les prevengo que otros no harán como yo, y que encontrarán ustedes muchos que les volverán la espalda. ¡Es tan fácil esto ahora!
Ça se fait
.¿Conque se van el viernes? Siento mucho que no podamos vernos de aquí a entonces.

El tono de Betsi debía haber bastado para hacer comprender a Vronski la acogida que se les reservaba; pero quiso hacer otra tentativa en su familia. Pensaba que su madre, a quien tanto agradó Anna en su primer encuentro, sería inexorable para aquella que había arruinado la carrera de su hijo; pero Vronski fundaba las mayores esperanzas en Varia, su cuñada; esta no desecharía seguramente a Anna, e iría a verla como si nada hubiese sucedido.

Al día siguiente, habiéndola encontrado sola, le habló con toda franqueza.

—Ya sabes, Alexiéi —contestó Varia, después de haberle escuchado—, cuánto cariño te profeso, y hasta qué punto me sacrificaría por ti; pero si ahora me mantengo separada es porque ya no puedo ser útil a Anna Arkádievna —y recalcó estos dos nombres—. No creas que me permito juzgarla, pues yo tal vez habría obrado como ella en su lugar; tampoco entraré en detalle alguno —añadió tímidamente al ver que la frente de su cuñado se nublaba—; pero es preciso dar a las cosas su verdadero nombre. Tú quisieras que yo fuese a verla para recibirla después en mi casa, a fin de rehabilitarla en la sociedad; pero yo no puedo hacerlo. Mis hijas son ya crecidas, y a causa de mi esposo me es preciso vivir en la sociedad. Si yo fuese a casa de Anna Arkádievna, no podría invitarla a venir a la mía, por temor de que encontrase en mi salón personas que no piensan como yo. ¿No se resentiría de todos modos?… Yo no puedo rehabilitarla.

—¡Pero si no admito un solo instante que se haya rebajado, ni la compararía tampoco con centenares de mujeres a quienes recibes aquí! —interrumpió Vronski, levantándose, persuadido de que su cuñada no cedería.

—Alexiéi, te ruego que no te incomodes —repuso Varia con tímida sonrisa—; esto no es culpa mía.

—No he de tenerte por eso mala voluntad —replicó Vronski, entristeciéndose cada vez más—; pero sufro doblemente, porque así quedará rota nuestra amistad o, por lo menos, muy resentida, pues debes comprender que tal será para nosotros el inevitable resultado.

Después, Vronski se retiró. Persuadido al fin de la inutilidad de hacer nuevas tentativas, resolvió considerarse como en una ciudad extranjera y evitar toda ocasión de nuevos choques.

Una de las cosas que más sintió fue oír pronunciar en todas partes su nombre asociado con el de Alexiéi Alexándrovich; en cada conversación se acababa hablando de Karenin; y si salía, siempre encontraba a este, o por lo menos se lo figuraba, como una persona que tiene un dedo dañado cree tropezar con él en todos los objetos.

Por otra parte, la actitud de Anna lo entristecía; la veía en una disposición moral tan extraña como incomprensible, que nunca le había conocido antes; sucesivamente cariñosa y fría, se mostraba siempre irritable y enigmática; evidentemente, la atormentaba alguna cosa, pero en vez de mostrarse sensible a los desaires que tanto hacían sufrir a Vronski, y que con su fina percepción debía adivinar, solo parecía cuidarse de disimular sus disgustos, mostrándose del todo indiferente a lo demás.

XXIX

A
L
volver a San Petersburgo, el pensamiento dominante de Anna fue ver a su hijo; poseída de esta idea desde el día que salió de Italia, su alegría iba en aumento a medida que se acercaba a la capital; le parecía a ella cosa muy sencilla ver al niño, hallándose en la misma ciudad que él; pero desde que llegó pudo comprender que no sería tan fácil una entrevista.

¿Cómo arreglarse? Ir a casa de su esposo, exponiéndose a no ser admitida o a recibir una afrenta, o dirigirse por escrito a Karenin, no era posible; y, sin embargo, no se contentaría con ver a su hijo en el paseo, pues debía darle muchos besos y acariciarlo largo tiempo para quedar satisfecha. La anciana criada de Seriozha hubiera podido serle útil en aquel caso, mas ya no estaba en casa de Karenin. Dos días transcurrieron así en la incertidumbre; y al tercero, habiendo sabido las relaciones de Alexiéi Alexándrovich con la condesa Lidia, resolvió escribir a esa última. Le costó mucho trabajo componer la carta, donde recurría a propósito a la generosidad de su marido, del cual dependía el permiso de ver a su hijo. Sabía que, si Karenin llegase a ver la carta, no se lo negaría, lo que correspondía a su papel del hombre bondadoso.

Cruel decepción fue para Anna ver al mensajero regresar sin contestación; jamás se había creído tan ofendida y humillada, y, sin embargo, comprendía que la condesa podía tener razón: su dolor fue tanto más vivo cuanto que no podía confiárselo a nadie.

Ni aun el mismo Vronski sabría apreciarlo, pues trataría el hecho como de poca importancia, y solo la idea de su frialdad en este punto le parecía odiosa; el temor de aborrecer a su amante era la causa de todo, y, por tanto, resolvió ocultarle cuidadosamente sus pasos respecto al niño.

Durante todo el día se las ingenió para imaginar otros medios de ver a su hijo, y al fin se decidió por el más penoso de todos: escribir directamente a Karenin. En el momento de comenzar su carta, recibió la contestación de la condesa Lidia; se había resignado al silencio, pero la animosidad y el sarcasmo que le revelaban las líneas de aquella carta irritáronla en alto grado.

«¡Qué crueldad y qué hipocresía! —pensó—. Quieren resentirme y atormentar al niño, pero yo no lo permitiré. Esa mujer es peor que yo; por lo menos, no miento.»

Anna resolvió al punto ir a casa de su esposo al día siguiente, aniversario del nacimiento de Seriozha; sobornar a los criados costase lo que costase, ver al niño y poner término a las absurdas mentiras con que lo inquietaban.

Al efecto comenzó por ir a comprar juguetes, y después trazó su plan: iría por la mañana temprano, antes de que Alexiéi Alexándrovich se levantara; llevaría el dinero dispuesto para el conserje y el criado, y solicitaría que la dejasen subir sin levantar el velo, para depositar en la cama de Seriozha los regalos enviados por su padrino. En cuanto a lo que diría a su hijo, aún no lo había pensado.

A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Anna se apeó del coche y llamó a la puerta de la antigua casa.

—Ve a ver quién es; parece una señora —dijo Kapitónych a su ayudante, joven que Anna no conocía, al ver a la puerta una dama con velo.

El conserje no estaba vestido aún para recibir, y Anna, apenas estuvo dentro, deslizó un billete de tres rublos en la mano del muchacho, murmurando.

— Seriozha, Serguiéi Alexiéich…

Y avanzó algunos pasos.

El sustituto del conserje examinó el billete, y detuvo a la visitante en la segunda puerta.

—¿A quién busca usted? —le preguntó.

Anna no oyó ni contestó nada. Kapitónych, observando la turbación de la desconocida, acudió presuroso para preguntar qué deseaba.

—Vengo de parte del príncipe Skorodúmov para ver a Serguiéi Alexiéich.

—Aún no está levantado —contestó el conserje, examinando con atención a la dama velada.

Anna no hubiera creído nunca que pudiera sentir tal turbación en aquella casa donde había vivido nueve años; en su alma se despertaron recuerdos dulces y crueles, y durante un momento olvidó por qué estaba allí.

—Sírvase usted esperar —dijo el conserje, despojándola de su abrigo.

Y como la reconociese en el mismo instante, la saludó profundamente.

—Tenga vuecencia la bondad de entrar —dijo.

Anna quiso hablar, pero le faltó la voz, y dirigiendo al anciano una mirada suplicante, subió la escalera con rapidez. Kapitónych trató de alcanzarla, corriendo detrás, pero sus zapatillas se enganchaban en cada peldaño.

—El preceptor no estará vestido aún —decía—; permítame vuecencia avisarlo.

Anna siguió subiendo por la tan conocida escalera, sin comprender lo que el anciano decía.

—Por aquí, a la izquierda; todo está en desorden, pues ha cambiado de habitación —decía el conserje, casi sin aliento—. Sírvase vuecencia esperar un momento; voy a ver —y abriendo una gran puerta, desapareció.

Anna se detuvo, esperando.

—Acaba de despertarse —dijo el conserje, presentándose a poco.

En el mismo instante, Anna oyó como un bostezo de niño, bastándole esto para reconocer que estaba allí.

—¡Déjeme usted entrar, déjeme usted! —balbució, penetrando en la habitación precipitadamente.

A la derecha de la puerta, Anna vio el lecho, y en él un niño, con su camisita de noche, que se estiraba; sus labios se entreabrieron esbozando una sonrisa, y volvió a reclinar su cabeza sobre la almohada.

—¡Hijo mío! —murmuró Anna, acercándose al lecho sin ser oída.

Desde que estaban separados, y en sus efusiones de ternura para el ausente, Anna creía ver siempre a su hijo a los cuatro años, a la edad en que fue más hermoso. Ahora no se parecía ya al que ella dejó, era más alto y delgado, y su cara le pareció más larga, a causa de tener el cabello corto. Había cambiado mucho, pero siempre era él; la forma de su cabeza, los labios, el pequeño cuello y los anchos hombros eran los mismos.

—¡Seriozha mío! —repitió Anna al oído del niño.

Este se incorporó, apoyándose en un codo; volvió su cabeza desgreñada, tratando de comprender, y abrió los ojos. En el primer instante fijó una mirada interrogadora en su madre, inmóvil junto a él; sonrió de contento, y con los ojos medio cerrados aún por el sueño, se precipitó en sus brazos.

—¡Seriozha, hijo mío! —balbució la madre, sofocada por las lágrimas y estrechando aquel pequeño cuerpo.

—¡Mamá! —murmuró el niño, revolviéndose entre las manos de su madre como para sentir mejor la presión.

Seriozha se cogió a la cabecera de la cama con una mano, y con la otra al hombro de su madre, y comenzó a frotar su rostro contra el cuello y el pecho de Anna, a quien parecía embriagar aquel cálido perfume de su hijo.

—Bien sabía yo —dijo este, entreabriendo los ojos—, bien sabía yo que vendrías el día de mi cumpleaños; voy a levantarme enseguida.

Y hablando así volvió a quedar adormecido.

Anna lo devoraba con la vista, observando los cambios ocurridos durante su ausencia, costándole algo reconocer aquellas piernas tan largas, aquellas flacas mejillas y aquellos cabellos que formaban rizos sobre la nuca. Estrechaba a Seriozha contra su corazón, y las lágrimas le impedían hablar.

—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó, despierto ya del todo y dispuesto a llorar también.

—¿Yo? No lloraré más…; es de alegría, porque hace mucho tiempo que no te he visto. Vamos —añadió, reprimiendo sus lágrimas y volviéndose—, ahora debes vestirte…

Y sin dejar la mano de Seriozha, se sentó junto a la cama, en la silla en que estaba la ropa del niño.

—¿Cómo te vistes sin mí? —preguntó Anna—. ¿Cómo…?

Anna quiso hablar alegremente, mas no pudo, y volvió de nuevo la cabeza.

—Ya no me lavo con agua fría —dijo Seriozha—, porque papá lo ha prohibido. ¿Has visto a Vasili Lukich? Ahora vendrá. ¡Mira, te has sentado sobre mi ropa!…

Y Seriozha soltó la carcajada, haciendo sonreír a su madre.

—¡Querida mamá! —exclamó el niño, precipitándose de nuevo en brazos de Anna, como si comprendiera mejor lo que le sucedía—. ¡Quítate eso! —añadió, despojándola de su sombrero.

Y al verla con la cabeza desnuda, la abrazó otra vez.

—¿Qué has pensado de mí? —preguntó Anna—. ¿Creíste que me había muerto?

—Nunca lo creí.

—¿De veras, hijo mío?

—Ya lo sabía, ya lo sabía —repuso Seriozha, repitiendo su frase favorita, y apoderándose de la mano que acariciaba su cabello, la cual comenzó a besar, apoyando la palma en su pequeña boca.

XXX

E
NTRETANTO
, Vasili Lukich estaba muy apurado; acababan de anunciarle que la dama cuya visita le había parecido tan extraordinaria era la madre de Seriozha, aquella mujer que abandonó a su esposo y a quien no conocía, puesto que él no entró en la casa hasta que ella estuvo fuera. ¿Debería avisar al señor Karenin? Después de madura reflexión, resolvió cumplir estrictamente sus deberes, yendo a la habitación de Seriozha a la hora de costumbre, sin cuidarse de la presencia de tercera persona, aunque fuese la madre. Sin embargo, al ver las caricias de esta y del niño, y al oír sus palabras, cambió de parecer; se encogió de hombros, suspiró y cerró suavemente la puerta. «Esperaré diez minutos más», se dijo, tosiendo ligeramente y secándose los ojos.

Los criados estaban poseídos de una viva inquietud, pues todos sabían que el conserje había dejado entrar a la señora y que esta se hallaba en la habitación del niño; también sabían que el amo solía ir todas las mañanas a ver a Seriozha a eso de las nueve, y todos comprendían que los esposos no debían encontrarse: era preciso evitarlo a toda costa.

Korniéi, el ayuda de cámara, bajó a la portería para preguntar por qué se había permitido la entrada a la señora, y al saber que el mismo Kapitónych la había acompañado hasta arriba, lo reprendió severamente. El conserje guardó un silencio obstinado; pero cuando el ayuda de cámara añadió que merecía ser despedido, el anciano dio un salto y se acercó a Korniéi con ademán enérgico.

—¡Bah —exclamó—, como si no la hubieras dejado entrar tú también! Después de no haber oído más que buenas palabras de su boca durante diez años que la has servido, ¿le hubieras dicho tú que tuviera la bondad de salir? Tú comprendes muy bien la política, tanto como lo de robar al amo y gastar sus abrigos.

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