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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (36 page)

BOOK: Ana Karenina
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Esta última experimentaba cierta agitación interior, pues, sin quererlo, su padre acababa de plantear ante ella un problema que no le era posible resolver; y se agregaba a esto su preocupación sobre el cambio de relaciones con los Petrov. Kiti no podía estar alegre, y por eso la alegría de los demás la torturaba. Experimentaba una sensación parecida a la que había sentido en la infancia cuando, encerrada en una habitación por haber cometido alguna falta, oía la alegre risa de sus hermanos.

—¿Con qué objeto has comprado todas esas cosas? —preguntó la princesa a su esposo, sonriendo y ofreciéndole una taza de café.

—¿Qué quieres que haga? Cuando voy a pasear me acerco a todas las tiendas o se me presenta un vendedor acá y allá, y no sé resistir.

—Sin duda lo haces solo para no aburrirte tanto —dijo la princesa.

—Ciertamente, amiga mía, pues no sé en qué matar el tiempo.

—¿Cómo es posible que se aburra usted cuando tantas cosas hay que ver ahora en Alemania? —preguntó María Ievguiénievna.

—Ya conozco todo lo que hay interesante; sé lo que es la sopa de ciruelas, el embutido de guisantes; en fin, todo.

—Por más que diga usted, príncipe, las instituciones son interesantes —replicó el coronel.

—¿En qué? Los alemanes pueden haber vencido al mundo entero, pero esto no es nada satisfactorio para mí. Yo no he vencido a nadie, y por eso debo descalzarme yo mismo, y lo que es peor, poner las botas a la puerta para que me las limpien; en fin, por la mañana, apenas levantado, debo vestirme, para ir a beber al salón un té detestable. En nuestro país tenemos derecho a despertarnos a cualquier hora; si estamos de mal humor, nada se opone a que lo manifestemos; se tiene tiempo para todo, y cada cual despacha sus asuntos sin apresurarse inútilmente.

—Pero no olvide usted que el tiempo es dinero —dijo el coronel.

—Según y cómo; hay meses enteros que se darían por cincuenta
copecs
, y cuartos de hora que no se cederían por ningún tesoro, ¿no es verdad, Káteñka? Pero ¿qué tienes? Parece que te aburres.

—No es nada, papá.

—¿Adónde va usted tan pronto? —dijo el príncipe, dirigiéndose a Váreñka.

—Debo retirarme —contestó la joven, sin poder reprimir un nuevo acceso de hilaridad.

Se despidió de todos y entró en casa para recoger su sombrero.

Kiti la siguió; le parecía que Váreñka había cambiado también; no era menos buena, pero difería de lo que ella imaginó en un principio.

—Hace mucho tiempo que no me he reído de tan buena gana —dijo la joven, buscando su sombrilla y su saco. ¡Qué agradable persona es el padre de usted! Vaya, ¿cuándo volveremos a vernos?

—Mamá quería ir a ver a los Petrov. ¿Estará usted? —preguntó Kiti, para escudriñar el pensamiento de su amiga.

—Sí; pensaban marchar, y he prometido ayudarlos a preparar el equipaje.

—Pues yo también iré.

—No, ¿para qué va a ir?

—¿Por qué? —exclamó Kiti, deteniendo a Váreñka y mirándola con asombro—. Espere usted un momento y explíqueme esa palabra.

—Lo digo porque habrá usted de estar con su padre, y porque esa gente no parece hallarse a su gusto en presencia de usted.

—No es eso; dígame qué razón hay para que yo no vaya a menudo a casa de Petrov. ¿Es que usted se opone?

—Yo no he dicho eso —contestó tranquilamente Váreñka.

—Le ruego a usted que me hable con franqueza.

—¿Será preciso decírselo todo?

—¡Todo! —contestó Kiti.

—En el fondo no hay nada grave, todo se reduce a que Petrov consentía antes en marchar tan pronto como se terminase la curación, y ahora ya no quiere.

—¿Y qué más? —preguntó Kiti vivamente, con aire sombrío.

—Pues bien, Anna Pávlovna supone que si su esposo no quiere marcharse ya es porque usted permanece aquí. Esto es una torpeza, pero involuntariamente ha sido usted la causa de una cuestión doméstica, y ya sabe usted hasta qué punto los enfermos se irritan fácilmente.

Kiti, siempre sombría, guardaba silencio, mientras que Váreñka procuraba calmarla, previendo una próxima perturbación, lágrimas y reprensiones.

—Por eso será mejor no ir; debe usted comprenderlo así y no incomodarse…

—Yo tengo la culpa de esto —repuso vivamente Kiti, cogiendo la sombrilla de Váreñka y sin mirar a esta.

Al observar aquella cólera infantil la joven reprimió una sonrisa para no resentir a Kiti.

—¿Por qué tiene usted la culpa? —preguntó—. No la comprendo.

—Porque todo eso era hipocresía y no emanaba del corazón. ¿Qué tenía yo que ver con un extraño, y para qué había de mezclarme yo en lo que no me importaba? Por eso he sido causa de la cuestión entre ellos; y repito que todo es hipocresía —añadió Kiti, cerrando maquinalmente la sombrilla.

—¿Con qué objeto?

—Para parecer mejor a los otros, a mí misma y a Dios; para engañar a todo el mundo. No, no me volverá a suceder esto; prefiero ser mala a mentir y engañar.

—¿Quién la ha engañado? —replicó Váreñka en tono de reprensión—. Habla usted como si…

Kiti estaba en uno de los accesos de cólera y no dejó a su amiga concluir.

—No se trata de usted, porque es una perfección; mientras que yo soy mala sin poder remediarlo; si no lo hubiese sido, no sucedería nada de esto. Tanto peor; seguiré siendo lo que soy, y no lo disimularé. ¿Qué tengo yo que ver con Anna Pávlovna? Vivan ellos como quieran, y yo haré lo mismo, no puedo cambiar. Por lo demás, no es eso…

—¿El qué? —preguntó Váreñka con expresión de curiosidad.

—Quiero decir que ya no viviré sino por el corazón; mientras usted se guía por sus principios. Yo la he querido con el alma, y usted no se ha propuesto otra cosa conmigo sino salvarme y enseñarme.

—No es usted justa —repuso Váreñka.

—Yo no hablo por los otros y sí solo por mí.

—¡Kiti!, ven aquí —gritó en aquel momento la voz de la princesa—; ven a enseñar tus corales a papá.

Kiti cogió una cajita que estaba sobre la mesa y se la llevó a su madre sin reconciliarse con su amiga.

—¿Qué tienes? ¿Por qué estás tan acalorada? —preguntaron a la vez el padre y la madre.

—Nada; ahora volveré.

«Aún está allí —se dijo Kiti—. ¡Dios mío, qué he hecho, qué le he dicho! ¿Por qué la habré ofendido?»

Váreñka, con el sombrero puesto, estaba sentada junto a la mesa examinando los pedazos de su sombrilla, que Kiti había roto.

—Váreñka —murmuró la señorita Scherbatski, acercándose a la joven—, perdóneme usted; no sé lo que he dicho; yo…

—Seguramente no tenía intención de causarle a usted el menor pesar —dijo Váreñka, sonriendo.

* * *

La paz quedaba hecha; pero la llegada del príncipe había cambiado completamente para Kiti el mundo en que vivía. Sin renunciar a lo que había aprendido, se confesó que se hacía ilusiones al pensar que llegaría a ser lo que ella soñaba; aquello fue como si despertase de una pesadilla. Comprendió, desde luego que sin ser hipócrita no alcanzaría nunca la altura que imaginara; y sintiendo más vivamente el peso de las desgracias, de las enfermedades y de las agonías que la rodeaban, le pareció cruel prolongar los esfuerzos que hacía para interesarse en ellas. También experimentó la necesidad de respirar un aire verdaderamente puro y sano en Rusia, en Yergushovo, donde Dolli y los niños se hallaban ya, según le notificaba una carta que había recibido.

Sin embargo, su afecto a Váreñka no era menor que antes, y al marchar le suplicó que fuese a visitarla en Rusia.

—Iré cuando esté usted casada —contestó la joven.

—Yo no me casaré nunca.

—Pues entonces no iré jamás.

—En tal caso, solo me casaré para que usted vaya; pero no olvide su promesa.

Las previsiones del doctor se habían realizado, pues Kiti volvió a Rusia curada; tal vez no estuviera tan alegre como en otra época, pero disfrutaba de tranquilidad; los dolores del pasado no eran más que un recuerdo.

Tercera Parte
I

S
ERGUIÉI
Ivánovich Koznishov, en vez de ir como de costumbre al extranjero para descansar de sus trabajos intelectuales, llegó hacia fines de mayo a Pokróvskoie. Según él, nada era comparable con la vida del campo, e iba a disfrutar allí de algún solaz junto a su hermano, quien lo recibió con tanto mayor gusto cuanto que no esperaba aquel año a Nikolái.

A pesar de su cariño y respeto a Serguiéi, Konstantín experimentaba cierto malestar cuando iba a visitarlo al campo, porque su manera de comprenderlo difería de la suya. Para Konstantín el campo tenía por objeto realizar trabajos de incontestable utilidad; a sus ojos era el teatro mismo de la vida, de sus alegrías, de sus pesares y de sus labores. Serguiéi Ivánovich, por el contrario, solo veía allí un lugar de reposo, un antídoto contra las corrupciones de la ciudad y el derecho de no hacer nada. Su modo de ver respecto a los campesinos era también opuesto; Serguiéi Ivánovich pretendía conocerlos y quererlos; se complacía en hablar con ellos, lo sabía hacer muy bien sin fingir ni adoptar las actitudes de superioridad; después de cada conversación sacaba una conclusión muy general a favor de los campesinos, y con ello pretendía demostrar que los entendía bien. Este juicio superficial resentía a Lievin, que respetaba a los campesinos, diciendo siempre que había mamado el cariño que les profesaba; como coparticipe en el trabajo común, él a veces admiraba la fuerza, la bondad, el sentido de la justicia de aquella gente; sin embargo, muy a menudo, cuando el trabajo requería cualidades distintas, de ellos lo exasperaba su despreocupación, su dejadez, sus borracheras y sus mentiras. El pueblo representaba para él el asociado principal de un trabajo común, y, como tal, no establecía distinción alguna entre las buenas cualidades, los defectos, los intereses de ese asociado y los del resto de los hombres. Lievin no hubiera sabido qué responder si le preguntaran si amaba al pueblo. Amaba y no amaba al pueblo, como en general a los hombres. De naturaleza bondadosa, quería en general a los hombres y, por tanto, al pueblo. Pero no podía amar o dejar de amar al pueblo como algo especial, porque no solo vivía con el pueblo, no solo estaban todos sus intereses en el pueblo, sino que además se consideraba parte integrante de este; Lievin no veía en el pueblo ninguna virtud o defecto especial y, por tanto, no podía sentirse opuesto a él. Además, a pesar de sus relaciones con los campesinos, como dueño, como intermediario y, sobre todo, como consejero —venían a pedirle consejo de unas cuantas
verstas
alrededor— no tenía una opinión definida acerca del pueblo, y no hubiera sabido responder a la pregunta de si conocía al pueblo. Decir que conocía al pueblo hubiera sido lo mismo que decir que conocía a la gente en general. Observaba constantemente a la gente, incluidos los campesinos, a los que consideraba interesantes y buenos. Veía rasgos nuevos, desconocidos para él, y modificaba sus opiniones sobre ellos. Serguiéi Ivánovich era todo lo contrario. Gustaba y ensalzaba la vida del campo, en oposición a la vida de la ciudad, que a él lo desagradaba. Del mismo modo, amaba al pueblo, oponiéndolo a la clase de gentes, que no soportaba. En su mente, el campesino era algo distinto a los demás hombres. Su inteligencia metódica y clara había creado unas formas bien definidas de la vida popular, formas extraídas en parte de la observación, en parte de la oposición campesinos-resto de los hombres. Nunca cambiaba su opinión y su simpatía hacia el pueblo.

La victoria era siempre para Serguiéi Ivánovich en las disensiones suscitadas entre los dos hermanos a causa de sus divergencias de opinión, y esto porque persistía siempre en el mismo modo de ver, mientras que Konstantín modificaba sin cesar el suyo, reconociendo sin dificultad una contradicción consigo mismo. Serguiéi Ivánovich consideraba a su hermano como un buen muchacho, que tenía el corazón «bien puesto», según una expresión francesa, pero el espíritu demasiado impresionable y, por tanto, lleno de contradicciones. A menudo procuraba, con la condescendencia de un hermano mayor, explicarle el verdadero sentido de las cosas, pero discutía sin gusto contra un interlocutor tan fácil de vencer.

Konstantín, por su parte, admiraba la vasta inteligencia de su hermano, su espíritu noble en el más elevado sentido de la palabra, así como su talento superior, y veía en él un hombre dotado de las más envidiables facultades, sumamente útiles para el bien general. Pero en su fuero interno, a medida que, con los años, iba conociendo mejor a su hermano mayor, cada vez se convencía más y más de que esa facultad de actuar para el bien material —facultad de la cual él mismo se sentía totalmente desprovisto— no era tanta virtud, sino, por el contrario, un defecto que reflejaba la falta, no de bondad, de honradez o nobleza, sino de vigor, de lo que se ha dado en llamar corazón, esa aspiración que obliga al hombre a elegir y desear entre los numerosos caminos de la vida uno solo. Cuanto más conocía a su hermano, Lievin comprendía mejor que a Serguiéi Ivánovich lo había llevado a dedicarse a los demás no el corazón, sino la inteligencia. Su suposición se veía confirmada en el hecho de que a Serguiéi Ivánovich los problemas del pueblo o la inmortalidad del alma lo preocupaban no más que la solución de un problema de ajedrez o la construcción de una nueva máquina.

Otra cosa molestaba a Lievin cuando su hermano iba a pasar con él una temporada. Los días le parecían siempre demasiado cortos para todo lo que tenía que hacer; mientras que Serguiéi Ivánovich no pensaba sino en descansar. Aunque no escribiese, la actividad de su espíritu era demasiado interesante para que no necesitara hablar con alguno expresándole en una forma concisa y elegante las ideas que le preocupaban, y Konstantín era su más asiduo oyente. Por tanto, a pesar de la sencillez amistosa de su relación, no se sentía bien dejando solo a su hermano.

Serguiéi Ivánovich se echaba sobre la hierba, y calentándose al sol, hablaba con todos.

—No podrías imaginarte —decía— cuánto disfruto de mi pereza; no tengo una sola idea en el magín, y me parece que mi cerebro está vacío.

Pero Konstantín se cansaba muy pronto de estar parado y escucharlo, sabiendo que durante su ausencia tal vez se distribuyera mal el estiércol en los campos, e inquieto porque no podía vigilar todas las operaciones.

—¿No te cansas de correr con este calor? —preguntaba Serguiéi Ivánovich.

—Solo te dejo un instante —contestaba Lievin—. Voy a ver lo que hacen en la oficina.

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