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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (73 page)

BOOK: Ana Karenina
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Karenin, nombrado gobernador de provincia, trabó conocimiento con una tía de Anna, mujer muy rica, que influyó para que su sobrina hiciese conocimiento con aquel gobernador, joven aún, sino por su edad, al menos desde el punto de vista de su posición social. Alexiéi Alexándrovich se vio un día en la alternativa de elegir entre una demanda de matrimonio o una dimisión, y vaciló largo tiempo, hallando tantas razones en pro como en contra del matrimonio; pero no pudo aplicarse aquella vez su máxima favorita: «En la duda, abstente». Un amigo de la tía de Anna le hizo entender que sus asiduidades habían comprometido a la joven, y que, como hombre de honor, debía declararse a ella.

Lo hizo así, y desde entonces consagró a su prometida primero y después a su esposa la suma de cariño de que su carácter era capaz.

Aquel afecto le retrajo de contraer ninguna otra intimidad: tenía numerosas relaciones, podía invitar a comer a grandes personajes, pedirles un servicio o protección para algún solicitante; y hasta discutir y criticar libremente los actos del gobierno ante cierto número de oyentes; pero a esto se limitaban sus relaciones de cordialidad.

Las personas a quienes trataba más íntimamente en San Petersburgo eran el jefe de sección y su médico: el primero, Mijaíl Vasílievich Sliudin, hombre muy amable, sencillo, bueno e inteligente, profesaba, al parecer, mucha simpatía a Karenin; pero la jerarquía en el servicio elevaba entre ambos una barrera que no permitía las confidencias. He aquí por qué, después de firmar los papeles que le llevaba, Alexiéi Alexándrovich juzgó imposible expansionarse con él; ya estaba en sus labios la frase «Conoce usted mi desgracia», mas no pudo pronunciarla, y al despedir al jefe, se limitó a la fórmula habitual: «Tendrá usted la bondad de preparar este trabajo…».

El doctor, cuyos sentimientos benévolos eran bien conocidos por Karenin, estaba siempre ocupado, y no parecía sino que entre aquellos dos hombres mediaba un pacto en virtud del cual ambos se suponían sobrecargados de ocupación, siéndoles forzoso abreviar sus entrevistas.

En cuanto a las amigas, y a la principal de todas, la condesa Lidia, Karenin no pensaba siquiera en ellas; las mujeres le daban miedo, y se mantenía tan apartado de ellas como le era posible.

XXII

P
ERO
si Alexiéi Alexándrovich había olvidado a la condesa Lidia, esta pensaba en él; y llegó precisamente en una hora de solitaria desesperación, en que, con la cabeza entre las manos, Karenin se sentía aniquilado y sin fuerzas. La condesa, sin esperar a que la anunciaran, penetró en el despacho.

—He forzado la consigna —dijo, entrando con paso rápido, agitada por la emoción—. ¡Todo lo sé, amigo Alexiéi Alexándrovich!

Y le estrechó la mano entre las suyas, mirándolo con sus hermosos ojos, de penetrante mirada.

Karenin se levantó, retiró su mano frunciendo el ceño y adelantó una silla.

—Sírvase usted sentarse —dijo—; no recibo a nadie porque me siento mal, condesa.

—¡Pobre amigo mío! —murmuró la dama, y sus cejas se elevaron hasta formar un triángulo en la frente, gesto que afeaba más aún su rostro amarillento, desagradable de por sí.

Karenin comprendió que iba a llorar, y enterneciéndose de pronto, cogió la mano de la condesa y la besó.

—Amigo mío —dijo la dama, con voz entrecortada por la emoción—, no debe usted entregarse así a su dolor; es muy sensible, pero se ha de buscar el medio de calmarlo.

—¡Estoy aniquilado, muerto, y ya no soy un hombre! —repuso Karenin, dejando la mano de la condesa, cuyos ojos estaban preñados de lágrimas—. Y mi situación es tanto más terrible cuanto que no encuentro, ni en mí ni fuera de mí, apoyo para sostenerme.

—Ya lo encontrará usted —replicó la condesa, suspirando—, no en mí, aunque le ruego crea en mi amistad, sino en él. Nuestro apoyo está en su amor; y su yugo es ligero —añadió la condesa, con la mirada de exaltación que le era familiar—; le oirá a usted y le ayudará.

Estas palabras fueron dulces para Karenin, aunque revelaban una exaltación mística, nuevamente introducida en San Petersburgo.

—¡Soy débil y estoy agobiado! ¡Esto no lo había previsto, y ahora nada comprendo!

—¡Amigo mío!

—No es mi pérdida lo que lloro —continuó Alexiéi Alexándrovich—, ¡oh, no!, pero no puedo menos de avergonzarme a los ojos del mundo por la posición en que se me pone. Y nada puedo…

—No es usted quien ha perdonado, con una nobleza que admiro —dijo la condesa, levantando la vista con entusiasmo—; es él, y por tanto no hay motivo para que usted se sonroje.

Karenin se entristecía, y estrechando sus manos una contra otra, hizo crujir sus articulaciones.

—¡Si supiera usted todos los detalles! —dijo con su voz penetrante—. Las fuerzas del hombre tienen sus límites, y yo he hallado el de las mías, condesa. He pasado todo el día ocupado en arreglos domésticos, resultantes —y recalcó esta palabra— de mi situación aislada; los criados, el ama de gobierno, las cuentas y todas esas mezquindades me consumen a fuego lento. Ayer, a la hora de comer…, apenas pude contenerme; no me era posible soportar la mirada de mi hijo; él no se atrevía a preguntarme nada, sin duda porque tenía miedo de mí, y yo no osaba mirarlo… Pero no se reduce todo a esto…

Karenin quiso hablar de la factura que le habían llevado, pero se contuvo; aquella factura, en papel azul, en la cual se consignaba el importe de un sombrero y varias cintas, era un recuerdo angustioso para Alexiéi Alexándrovich.

—Todo lo comprendo —dijo la condesa—. No hallará usted en mí el auxilio y el consuelo; pero he venido para ofrecerle mis servicios y procurar librarle de esas pequeñeces a que no debe descender. Lo que necesita aquí es una mano de mujer. ¿Quiere usted que yo me encargue de todo?

Karenin calló y estrechó la mano de su amiga con agradecimiento.

—Los dos nos cuidaremos de Seriozha; yo no soy mujer entendida en las cosas de la vida práctica; pero me comprometo a ser su ama de gobierno. No me dé usted gracias, pues no hago esto por mí sola…

—¡Cómo no he de estar agradecido!

—Lo que usted quiera; con tal que no ceda al sentimiento de que hablaba ahora. Usted no puede sonrojarse de lo que ha sido el más alto grado de la perfección cristiana. «El que se humilla será ensalzado.» Y no me dé usted gracias a mí, sino a aquel a quien debemos dirigir nuestras oraciones, porque solo en él hallaremos la paz, el consuelo, la salvación y el amor.

Y como elevase la vista al cielo, Alexiéi Alexándrovich comprendió que la condesa oraba.

Aquella fraseología, que en otro tiempo lo desagradaba, le parecía en aquel momento natural y dulcificante. No aprobaba la exaltación que estaba de moda; pero, creyente, la religión le interesaba sobre todo desde el punto de vista político, y he aquí por qué las nuevas enseñanzas le eran antipáticas por principio. La condesa, a quien estas nuevas doctrinas entusiasmaban, no merecía su aprobación, y en vez de discutir sobre este asunto, le eludía siempre y no contestaba; pero esta vez la dejó hablar con gusto, sin hacer oposición ni aun interiormente.

—Le agradezco a usted mucho sus palabras y promesas —dijo Karenin cuando su amiga hubo terminado la oración.

La condesa estrechó la mano de Karenin.

—Ahora —dijo— voy a poner manos a la obra; veré por lo pronto a Seriozha, y no consultaré a usted sino en los casos graves.

La condesa Lidia se levantó y fue en busca del niño, a quien aseguró, bañando sus mejillas en lágrimas, que su padre era un santo y que su madre había muerto.

* * *

La condesa cumplió lo prometido, y se encargó efectivamente de los detalles de la casa; pero no había exagerado al confesar su incapacidad práctica; sus órdenes no podían ejecutarse razonablemente, por lo cual no fueron atendidas; y el gobierno de la casa quedó poco a poco en manos del ayuda de cámara, Korniéi, que acostumbró a su amo a escuchar, mientras se vestía, los informes que tenía por oportuno darle. La intervención de la condesa no fue por eso menos útil; su aprecio y su afecto eran para Karenin un apoyo moral, y con gran satisfacción suya, consiguió casi convertirlo, o por lo menos cambió su tibieza en una sincera simpatía a la enseñanza cristiana, tal como se practicaba entonces en San Petersburgo; esta conversión no fue difícil.

Karenin, así como la condesa y todos aquellos que preconizaban las nuevas ideas, no tenía una imaginación profunda, o mejor dicho, carecía de esa facultad del alma gracias a la cual los espejismos del espíritu mismo exigen, para ser aceptados, cierta conformidad con lo verdadero. Por eso no veía nada de imposible ni de inverosímil en el hecho de que la muerte existiera para los incrédulos y no para él; de que el pecado se excluyera de su alma porque tenía una completa fe, de la que era el único juez; y de que desde este mundo pudiera ya considerar su salvación como cierta.

La ligereza y el error de estas doctrinas, sin embargo, le llamaban la atención a veces, y entonces comprendía hasta qué punto la alegría causada por el irresistible sentimiento que le impulsó a perdonar difería de aquel que experimentaba ahora, hallándose dominado por su amor a Cristo. No obstante, por ilusoria que fuera esta grandeza moral, le era indispensable en su humillación del momento; sentía la imperiosa necesidad de mirar con desdén, desde su imaginaria altura, a los que le despreciaban, y aferrarse a sus nuevas convicciones como una tabla de salvación.

XXIII

L
A
condesa Lidia se había casado muy joven. De carácter exaltado, le pareció su esposo un buen muchacho, muy rico, de elevada posición, pero bastante disoluto. Llegado el segundo mes de su matrimonio, su marido la abandonó ya, respondiendo a sus efusiones de ternura con una sonrisa irónica, casi maligna, que nadie consiguió explicar, pues el conde era bien conocido por su bondad y la romántica Lidia no daba motivos para que se la criticase. Desde entonces, los esposos, sin estar separados, vivían cada cual por su lado, y el conde no veía nunca a su mujer sin saludarla con una sonrisa por demás enigmática.

La condesa había renunciado hacía largo tiempo a querer a su esposo; pero siempre estaba enamorada de alguno, y hasta de varias personas a la vez, hombres y mujeres, generalmente aquellos que llamaban su atención por una causa cualquiera. Así, por ejemplo, se enamoró de todos los nuevos príncipes o princesas que se aliaban con la familia imperial; después amó sucesivamente a un metropolitano, a un vicario notable y a un simple oficiante; luego se encaprichó de un periodista, tres oficiales, Komisárov, un ministro, un doctor, un misionero inglés y, por último, se enamoró de Karenin.

Estos amores múltiples y sus diversas fases de calor o de enfriamiento no impidieron en modo alguno a la condesa Lidia mantener las relaciones más complicadas, así en la corte como en la sociedad; pero desde el día en que tomó a Karenin bajo su protección, ocupándose de sus asuntos domésticos y de dirigir su alma, comprendió que nunca había amado sinceramente más que a él; las demás pasiones perdieron todo valor a sus ojos. Por otra parte, analizando sus sentimientos pasados y comparándolos con el que experimentaba entonces, no podía menos de reconocer que jamás se hubiera enamorado de Komisárov si no hubiese salvado la vida al emperador, ni de Rístich-Kudzhitski si no hubiera existido la cuestión eslava; mientras que amaba a Karenin por su persona, por la grandeza de su alma, que otros no comprendían; por su carácter, por el sonido de su voz, por su modo de hablar con lentitud, por su mirada de fatiga y por sus manos blancas y suaves, de venas dilatadas. No solo se regocijaba con la idea de verlo, sino que buscaba en el rostro de su amigo una impresión análoga a la suya; se empeñaba en agradarle tanto por su persona como por su conversación; y nunca se había emperejilado tanto. Más de una vez reflexionó sobre lo que hubiera podido suceder si ambos hubieran sido libres. Cuando entraba en el aposento de Karenin se ruborizaba por efecto de su emoción, y no podía reprimir una sonrisa de contento cuando él le dirigía alguna palabra amistosa. Hacía algunos días que la condesa estaba muy inquieta, pues acababa de saber el regreso de Anna y de Vronski. ¿Cómo libraría a su amigo Alexiéi Alexándrovich del tormento de ver otra vez a su mujer? ¿Cómo alejar de él la odiosa idea de que la culpable Anna respiraba en la misma ciudad y podía encontrarla de un momento a otro?

Lidia Ivánovna mandó practicar indagaciones sobre los proyectos de aquella «gente repugnante», según llamaba a Anna y a Vronski. El joven ayudante de campo amigo de aquel, encargado de esta misión, y que necesitaba el apoyo de la condesa para cierto asunto, practicó la diligencia, y se presentó muy pronto a su protectora para anunciar que Vronski y su amante pensaban marchar el día siguiente, después de arreglar algunas cosas. Lidia Ivánovna comenzaba a tranquilizarse, cuando le llevaron una carta, cuya letra reconoció enseguida: era de Anna Karénina. El sobre, de papel inglés, del grueso de una corteza de árbol, contenía una hoja de papel oblonga y amarilla, adornada con un inmenso monograma; la carta exhalaba un delicioso perfume.

—¿Quién la ha traído? —preguntó.

—Un lacayo del hotel.

La condesa permaneció en pie, sin tener valor para sentarse y leer, pues la emoción producía casi siempre en ella uno de sus accesos de asma; pero calmándose al fin, abrió la carta, cuyo contenido, en francés, decía lo siguiente:

Señora condesa:

Conociendo los cristianos sentimientos de que su alma está llena, me atrevo a tener la imperdonable audacia, bien lo comprendo, de dirigirme a usted. Es para mí una desgracia estar separada de mi hijo, y, por tanto, le suplicaré que me permita verlo una vez antes de mi marcha. Si no escribo directamente a Alexiéi Alexándrovich es para no ocasionar a este hombre generoso el sentimiento de ocuparse de mí. Como conozco la amistad que usted le profesa, he pensado que me comprendería. ¿Quiere usted enviarme a Seriozha a casa, o prefiere que vaya yo al punto que me indique y a la hora que tenga por conveniente? La negativa me parece imposible cuando pienso en la grandeza de alma de aquel a quien corresponde resolver. No puede usted imaginarse cuán ardientemente anhelo ver otra vez a mi hijo, ni comprenderá tampoco la extensión de mi agradecimiento por el apoyo que tenga a bien prestarme en esta circunstancia.

Anna

Todo lo que decía irritó a la condesa Lidia: su contenido, las alusiones a la grandeza de alma de Karenin y particularmente su tono y su estilo de suficiencia.

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