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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (59 page)

—Ya sabía yo —dijo— que esto acabaría así; en el fondo del alma estaba persuadido de ello, sin haber osado nunca esperarlo.

—Y yo —repuso Kiti—, aun cuando…

Aquí se detuvo, fijando en Lievin su franca mirada.

—Aun cuando —añadió— rechazase entonces mi felicidad. Solo a usted he amado, pero entonces me sentía atraída por el otro; y ahora quiero preguntarle de nuevo si podrá olvidar lo pasado.

—Tal vez sea mejor que haya sucedido así; usted también ha de perdonar, pues debo confesar…

Lievin había resuelto descargar su conciencia desde el principio, diciendo que no era tan puro como ella, ni tampoco creyente; juzgaba indispensable esta confesión, por penosa que fuese.

—No confesaré ahora, sino más tarde —añadió.

—Dígamelo usted todo, pues no temo nada, y quiero saber de qué se trata. Queda entendido…

—Lo que está entendido —interrumpió Lievin— es que usted me toma tal como soy, y que no me rechazará más.

—No, no.

La conversación fue interrumpida por la señora Linon, que entró para felicitar a su discípula favorita; y aún no había salido del salón cuando los criados quisieron también felicitar a los futuros cónyuges. Los padres y amigos llegaron después, y este fue el principio de aquel periodo de felicidad y nerviosismo que no terminaría hasta el día siguiente del matrimonio.

Aunque se sintiese incomodo y aburrido, su felicidad se hacía cada vez mayor. Tenía la impresión constante de que exigían de él muchas cosas que no sabía, pero hacía cuanto le pedían y el hacerlo le llenaba de alegria. Creía que su boda no habría de parecerse en nada a las otras, que el hecho de ser una boda tradicional habría de estorbar a su felicidad. Pero, a pesar de haberse hecho exactamente lo que se hacía en todas las bodas, su felicidad no hizo con ello sino crecer, convirtiéndose en más especial, y, sin duda, en nada parecida a la experimentada por otros novios.

—Ahora —decía la señora Linon— deberíamos comer los bombones.

Esto bastó para que Lievin fuese a comprarlos corriendo.

—Le aconsejo a usted que compre las flores en casa de Fomín —decía Sviyazhski.

Y Lievin iba a comprarlos al punto.

Su hermano le aconsejaba que debía pedir dinero a préstamo para los regalos y demás gastos del momento.

No necesitó más Lievin para correr al establecimiento de Foulde a comprar alhajas; y así en la confitería como en las demás tiendas, todos parecían esperarlo alegremente. ¡Cosas extrañas! De su entusiasmo parecían participar aun aquellos que en otra época se mostraban fríos e indiferentes; le aprobaban en todo, se consideraban sus sentimientos con la mayor delicadeza, y se hubiera dicho que cada cual abrigaba la convicción de que Lievin era el hombre más feliz de la tierra, porque su prometida era la más perfecta del mundo. Las impresiones de Kiti eran análogas.

Habiéndose permitido la condesa de Nordston algunas alusiones respecto a las más brillantes esperanzas que había concebido por su amiga, Kiti se encolerizó de tal modo y protestó tan vivamente de la imposibilidad de preferir a otros a Lievin, que la condesa convino en que tenía razón; y desde entonces, siempre que encontraba al prometido de Kiti, lo saludaba con benévola sonrisa.

Uno de los incidentes más penosos de aquel periodo de la vida de los prometidos fue el que tuvo lugar con motivo de las explicaciones prometidas. Por consejo del anciano príncipe, Lievin entregó a Kiti un diario que contenía sus confesiones, escritas para su futura esposa. De los dos puntos más delicados, el que se refería a sus creencias pasó casi inadvertido, pues Kiti, incapaz de dudar de su religión, miró con indiferencia la falta de fe de su prometido, tanto más cuanto que en el corazón de este estaba segura de hallar lo que le apetecía; pero la segunda confesión la hizo verter amargas lágrimas.

No sin gran esfuerzo, Lievin se había decidido al fin a hacer semejante declaración, principalmente porque no quería que hubiera secretos entre los dos; pero no se había identificado con las impresiones que produciría en la joven semejante locura. El abismo que separaba su mísero pasado de aquella pureza de paloma fue más potente para Lievin al entrar cierta noche en la habitación de Kiti, antes de ir al teatro, y al verla anegada en lágrimas; entonces comprendió que era el causante de aquello y tuvo miedo.

—Recoja usted ese terrible diario —dijo Kiti, desviando de sí el cuaderno, que estaba sobre la mesa—. ¿Por qué me lo ha enseñado usted? En fin —añadió al ver la desesperación en su rostro—, tal vez sea mejor; pero me parece verdaderamente espantoso.

Lievin bajó la cabeza, sin atreverse a contestar.

—¿No me perdonará usted? —murmuró al fin.

—Sí, ya lo he perdonado; pero es horroroso.

Sin embargo, la felicidad de Lievin era tan grande, que esa confesión no lo afectó, sino le dio un matiz nuevo. Ella lo perdonó, pero desde aquel entonces se consideraba todavía menos digno de su amor, se inclinaba más y más ante ella y apreciaba todavía más su felicidad inmerecida.

XVII

A
L
entrar en su solitaria habitación, Alexiéi Alexándrovich recordó involuntariamente una por una las conversaciones que mediaron durante la comida y por la noche. Las palabras de Dolli no habían servido más que para irritarle los nervios; aplicar los preceptos del evangelio a una situación como la suya era cosa demasiado difícil para tratarla tan ligeramente, sin contar que él había juzgado ya la cuestión en sentido negativo. De todo cuanto se dijo aquel día, las palabras del bueno de Turovtsin eran las que más vivamente se habían grabado en su imaginación: «Se ha conducido valerosamente, pues provocó a su rival y le dio muerte».

Era indudable que todos aprobaban semejante conducta, y si no se le dijo así abiertamente, fue por pura educación.

«¿A qué pensar en ello estando ya resuelta la cuestión?» Y sin ocuparse más del asunto, hizo sus preparativos de marcha para continuar su visita de inspección.

Pidió una taza de té y una guía del ferrocarril, y buscó las horas para organizar su viaje.

En aquel momento el criado entró para entregarle dos telegramas. Alexiéi Alexándrovich los abrió al punto; el primero de ellos le anunciaba el nombramiento de Striómov para el cargo que él había querido obtener. Karenin se sonrojó, y arrojando el telegrama lejos de sí, comenzó a pasear por la habitación. «
Quos vult perdere Jupiter dementat»
[45]
, se dijo, aplicando el
quos
a todos aquellos que habían contribuido al nombramiento, el cual lo enojaba más por haber recaído en favor de Striómov, aquel charlatán y enredador. «¿No comprenden —pensó— que van a comprometer su prestigio con semejante elección? ¿Será del mismo tipo este otro?», se preguntó con amargura, abriendo el segundo telegrama. Era de su esposa; el nombre de «Anna» escrito con lápiz azul le saltó a la vista, y leyó las siguientes palabras:

Me muero; le suplico a usted que venga, porque moriré más tranquila si obtengo su perdón.

Karenin leyó estas palabras con una sonrisa de desprecio, y arrojó el papel al suelo. «Alguna nueva astucia —pensó—, pues no hay superchería de que no sea capaz; el parto debe de estar próximo, y solo se trata de eso… Pero ¿qué se propondrá? ¿Legalizar el nacimiento de la criatura? ¿Comprometerme e impedir el divorcio? El telegrama dice «me muero»… Volvió a leer, y esta vez llamó la atención el sentido exacto de las palabras. «¿Y si fuese verdad? —se preguntó—. ¿Y si el sufrimiento o la aproximación de la muerte la condujesen a un arrepentimiento sincero? ¿Y si al acusarla de querer engañarme rehusase ir? Esto sería no solo cruel, sino imprudente, y daría motivo para que me juzgasen con severidad.»

—Piotr, pide un coche; marcho a San Petersburgo —gritó a su criado.

Karenin resolvió ir a ver a su esposa con la firme intención de volverse al punto si la enfermedad era fingida; en caso contrario, perdonaría, y si llegase demasiado tarde, al menos podría cumplir con los últimos deberes.

Resuelto así, ya no pensó más en el asunto durante el viaje.

Karenin entró en San Petersburgo rendido, por haber pasado la noche en el camino, y cruzó rápidamente Nevsky Prospekt
[46]
desierta a través de la niebla matinal, sin querer preocuparse de lo que le esperaba en su casa, pero con la idea de que aquella muerte pondría fin a todas las dificultades. A su paso encontraba mozos de tahona, cocheros nocturnos y barrenderos, y muy pocas tiendas estaban abiertas; Karenin lo observaba todo, procurando desechar una esperanza que se recriminaba haber concebido. Llegado a su casa, vio a la puerta un coche parado, y al penetrar en el vestíbulo hizo un esfuerzo para precisar su pensamiento, que se podía traducir así: «Si me engaña, me mostraré tranquilo, retirándome al punto; y si ha dicho verdad, respetaré las conveniencias».

Antes que Karenin llamara, el portero abrió la puerta; aquel hombre, sin corbata, con una levita vieja y calzando zapatillas en vez de botas, tenía un aspecto extraño.

—¿Cómo está la señora? —preguntó Karenin.

—Ayer tuvo un feliz alumbramiento.

Alexiéi Alexándrovich se detuvo, pálido; comprendió entonces cuánto había deseado aquella muerte.

Korniéi, el criado, bajaba presuroso por la escalera con traje de mañana.

—La señora está muy débil —dijo—. Ayer hubo consulta de médicos y el doctor se halla aquí en este momento.

—Recoge mis objetos —dijo Alexiéi Alexándrovich, un poco aliviado al saber que no se había perdido toda esperanza de muerte, mientras se dirigía a la antecámara.

En la percha vio pendiente un capote militar, y al observarlo, Karenin preguntó:

—¿Quién está aquí?…

—El doctor, la comadrona y el conde Vronski.

Karenin penetró en la estancia sin ver a nadie en el salón; al entrar, el rumor de sus pasos hizo salir del gabinete a la comadrona, que, acercándose a Alexiéi Alexándrovich y cogiéndole de la mano con la familiaridad que comunica la proximidad de la muerte, lo condujo a la alcoba.

—A Dios gracias —dijo—, ya está usted aquí; solo de usted habla.

—¡Traed pronto hielo! —gritaba una voz imperiosa, que era la del doctor.

En el gabinete, Alexiéi Alexándrovich vio sentado en una silla baja al conde Vronski, que lloraba con el rostro entre las manos; se estremeció al oír la voz del doctor, levantó la cabeza y vio a Karenin. Su presencia pareció turbarlo de tal modo que se hundió en el asiento, cual si hubiera querido desaparecer; pero se levantó después, y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, dijo:

—Se muere; los médicos aseguran que no queda la menor esperanza. Usted tiene todos los derechos, pero le ruego que me permita permanecer aquí. De todos modos, me conformaré con su voluntad.

Al ver a Vronski llorar, Alexiéi Alexándrovich experimentó el enternecimiento involuntario que le producían siempre los sufrimientos de otros; y volviendo la cabeza sin contestar se acercó a la puerta.

En la alcoba se oía la voz de Anna, clara y alegre, con entonaciones muy naturales; Alexiéi Alexándrovich entró y se acercó al lecho. Anna estaba vuelta hacia él, con las mejillas animadas y los ojos brillantes; sus pequeñas manos blancas destacaban bajo los puños de la chambra, y no solo parecía estar buena, sino en la mejor disposición de espíritu también; hablaba de prisa y en voz alta, acentuando las palabras con toda claridad.

—Porque Alexiéi —decía—, hablo de Alexiéi Alexándrovich, ¿no es extraño y cruel que los dos tengan el mismo nombre?…, no me hubiera rechazado; yo podía olvidar y él perdonar… ¿Por qué no llega? Es bueno, más de lo que él piensa… ¡Dios mío, Dios mío, qué angustia! Dadme pronto el agua… Esto no es bueno para ella…, para mi hijita. Pues dádsela a una nodriza; consiento en ello y hasta será mejor. Cuando él venga, lo enojará ver a la criatura; lleváosla de aquí.

—Anna Arkádievna —dijo la comadrona, procurando que fijara la atención en su esposo—, ya ha llegado.

—¡Qué locura! —continuó Anna, sin ver a su esposo—. Dadme la pequeña, que aún no ha llegado él. Pretendéis que no perdonará, porque no le conocéis aún. Yo sola…, sería preciso que conocierais sus ojos; los de Seriozha son iguales, y por eso no puedo verlo más. ¿Han dado ya de comer a Seriozha? Ya sé que lo olvidarán, pero él no. Que lleven a Seriozha al aposento del rincón y que Mariette se acueste a su lado.

Anna enmudeció de pronto; sus ojos expresaron el espanto y levantó los brazos como para parar un golpe; acababa de reconocer a su esposo.

—No, no —dijo vivamente—; no lo temo; lo que temo es la muerte. Acércate, Alexiéi; mi prisa es porque el tiempo me falta; solo me quedan algunos minutos de vida, y cuando la fiebre se apodere de mí, ya no comprenderé nada…, ahora lo comprendo y lo veo todo.

El semblante arrugado de Alexiéi Alexándrovich expresó una profunda pena; quiso hablar, pero su labio inferior temblaba de tal modo que no pudo articular una palabra, y apenas le permitió su emoción mirar a la moribunda. Le cogió la mano, y cada vez que volvía la cabeza hacia ella, veía sus ojos fijos en él, con una expresión de admiración y tanta ternura que nunca había conocido.

—Espera —murmuró—, tú no sabes…, espera, espera…

Aquí se detuvo como para coordinar sus ideas.

—Sí —continuó—, sí, sí; he aquí lo que deseaba decirte. No te extrañes; siempre soy la misma…; pero en mí hay otra que me da miedo, y ella es la que lo amó a él; yo quería odiarte y no podía olvidar lo que era en otro tiempo. Ahora soy yo toda entera, yo, no la otra. Me muero, ya lo sé; pregúntaselo a él. Ahí está; con los pesos terribles en las manos, en los pies y en los dedos. ¡Qué enormes son mis dedos!… Pero todo acabará pronto… Solo una cosa es indispensable para mí, y es que me perdones del todo. Soy criminal, pero el aya de Seriozha me ha dicho que una santa mártir…, ¿cómo se llamaba?…, era peor que yo. Iré a Roma; allí hay un desierto y no molestaré a nadie; solo me acompañarán Seriozha y la niña… ¡No, tú no puedes perdonarme!… ¡Sé que es imposible! ¡Vete, vete; eres demasiado perfecto!

Al pronunciar estas palabras, lo retenía con una de sus manos abrasadoras, desviándolo con la otra.

La emoción de Alexiéi Alexándrovich llegó a ser tan fuerte que, perdiendo toda su energía, le pareció que esta calma se convertía en una tranquilidad moral para él, nueva y desconocida. No había creído que aquella ley cristiana que él tomaba por guía lo mandara perdonar y amar a sus enemigos; y, sin embargo, el sentimiento del amor y del perdón llenaba su alma. Arrodillado junto al lecho, con la frente apoyada en aquel brazo, cuya fiebre le abrasaba el rostro, sollozaba como un niño.

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