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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (56 page)

Stepán Arkádich, al colocar a sus convidados, puso a Kiti y a Lievin uno junto al otro de una manera muy natural, sin mirarles, como si ya no hubiera más sitio en la mesa

—Venga, siéntate por ejemplo aquí —le dijo a Lievin.

La comida, servida con elegancia, pues Stepán Arkádich tenía empeño en ello, fue excelente; la sopa Marie-Louise, acompañada de los
pirozhkí
minúsculos que se deshacían en la boca, era riquísima; Matviei, con dos criados que lucían corbata blanca, desempeñó su cometido diestramente, sin la menor confusión.

El éxito fue también completo en cuanto a las conversaciones, así la general como la particular, y cuando la comida terminó, todos se levantaron hablando animadamente y hasta Alexiéi Alexándrovich estaba de buen humor.

X

P
ESTSOV
, a quien agradaba discutir sobre cualquier punto a fondo, no había quedado satisfecho de la interrupción de Koznyshov, pareciéndole que no se le dejó explicar suficientemente su pensamiento.

—Al hablar de la densidad de la población —dijo— no entendía yo sentarla como principio de una asimilación, y sí solo como un medio.

—Me parece —contestó Karenin, a quien se dirigían estas palabras— que viene a ser lo mismo. En mi concepto, un pueblo no puede tener influencia sobre otro sino a condición de serle superior por estar más civilizado…

—He ahí precisamente la cuestión —interrumpió Pestsov, con un ardimiento tan singular que parecía poner toda su alma en defender sus opiniones—. ¿Cómo se debe entender esa civilización superior? Entre las diversas naciones de Europa, ¿cuál es la que aventaja a las otras? ¿Es el francés, el inglés o el alemán el que influirá en sus vecinos? Hemos visto afrancesar a las provincias alemanas del Rin. ¿Será esta una prueba de inferioridad por parte de los alemanes? No, aquí hay otra ley.

—Creo que la balanza se inclinará siempre hacia la verdadera educación —dijo Karenin, levantando ligeramente las cejas.

—Pero ¿cuáles son los indicios de esa verdadera educación?

—Creo que todo el mundo los conoce.

—¿Los reconocerán realmente? —preguntó Serguiéi Ivánovich con una significativa sonrisa—. Por lo pronto, hay quien cree que, fuera de la instrucción clásica, la civilización no existe; sobre este punto presenciamos furiosos debates, y cada partido aduce pruebas que no carecen de valor.

—Usted está por los clásicos, según creo, Serguiéi Ivánovich… —dijo Oblonski—. ¿Quiere usted burdeos?

—Yo no me separo de mis opiniones personales —repuso Koznyshov, con la condescendencia que habría tenido para un niño—; solo pretendo que por una parte y otra sean buenas las razones alegadas. Por mi educación, soy clásico; pero esto no me impide reconocer que los estudios clásicos no ofrecen pruebas irrecusables de superioridad sobre los demás.

—Las ciencias naturales se prestan igualmente a un desarrollo pedagógico del espíritu humano —repuso Pestsov—; vea usted la astronomía, la botánica y la zoología, con la unidad de sus leyes.

—De esa opinión no participo yo —contestó Alexiéi Alexándrovich—. ¿Podrá negarse la feliz influencia que ejerce sobre el desarrollo de la inteligencia el estudio de las formas de lenguaje? La literatura clásica es eminentemente moral, mientras que, por desgracia nuestra, se agregan al estudio de las ciencias naturales doctrinas funestas y falsas, que son el azote de nuestra época.

Serguiéi Ivánovich iba a contestar, pero Pestsov lo interrumpió para demostrarle calurosamente la injusticia de aquel juicio; y cuando Koznyshov pudo hablar al fin, dijo, sonriendo, a Karenin:

—Confiese usted que el pro y el contra de los dos sistemas serían difíciles de establecer si la influencia moral antinihilista, valga la frase, de la educación clásica no militase en su favor.

—No hay la menor duda.

—Dejaríamos el campo más libre a los dos sistemas si no considerásemos la educación clásica como una píldora, que ofrecemos atrevidamente a nuestros enfermos para combatir el nihilismo; pero ¿estamos bien seguros de las virtudes curativas de esas píldoras?

La pregunta hizo reír a todos, y principalmente a Turovtsin, que había tratado inútilmente de buscar algo gracioso en la conversación.

Stepán Arkádich había tenido razón en contar con Pestsov para animar el debate. Koznyshov dio por terminada la controversia, chanceándose, como siempre, pero Pestsov replicó:

—No se puede acusar al gobierno de haber intentado la cura, pues muéstrase indiferente a las consecuencias de las medidas que adopta; la opinión pública es la que lo dirige. Citaré como ejemplo el asunto de la educación superior de las mujeres, que se debería considerar como funesta, lo cual no impide que el gobierno abra los cursos públicos y las universidades para aquellas.

En este punto se entabló el debate sobre la educación de las mujeres. Alexiéi Alexándrovich observó que la instrucción de las mujeres se confundía demasiado con su emancipación, y solo podría considerarse funesta desde este punto de vista.

—Creo, por el contrario —dijo Pestsov—, que estas dos cuestiones están íntimamente enlazadas entre sí. La mujer se ve privada de los derechos porque no recibe instrucción, y la falta de esta depende de la carencia de aquellos. No olvidemos que la esclavitud de la mujer es tan antigua y se halla tan arraigada en nuestras costumbres que muy a menudo somos incapaces de comprender el abismo que las separa de nosotros.

—Usted habla de derechos —dijo Serguiéi Ivánovich cuando pudo tomar la palabra—. ¿Es un derecho llenar las funciones de jurado, de consejero municipal, de presidente de un tribunal, de funcionario público o de individuo del parlamento?

—Sin duda.

—Sin embargo, si las mujeres pueden llenar excepcionalmente estas funciones, sería más justo llamar deberes a estos derechos. Un abogado o un telegrafista cumplen un deber. Digamos, pues, hablando lógicamente, que las mujeres buscan deberes, y en este caso debemos simpatizar con su deseo de tomar parte en los trabajos de los hombres.

—Es muy justo —dijo Alexiéi Alexándrovich—; el quid está en saber si son capaces de llenar esos deberes.

—Lo serán seguramente tan pronto como estén más instruidas en general —dijo Stepán Arkádich—; ya vemos que…

—¿Y el proverbio? —preguntó el anciano príncipe, cuyos ojillos de expresión burlona brillaban al oír este dialogo—. Yo puedo decir esto delante de mis hijas: «La mujer tiene el cabello largo…»
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.

—Así es como se juzgaba a los negros antes de su emancipación —exclamó Pestsov, con expresión de enojo.

—Confieso —dijo Serguiéi Ivánovich— que lo más extraño es ver a la mujer buscar nuevos deberes, cuando, desgraciadamente, los hombres tratan de eludir los suyos.

—Los deberes van acompañados de derechos; los honores, la influencia, el dinero, he ahí lo que las mujeres buscan —dijo Pestsov.

—Es lo mismo que si yo disputase el derecho de ser nodriza y me pareciera mal que me lo negasen; mientras que a las mujeres se les paga por eso —dijo el anciano príncipe.

Turovtsin no pudo menos de reírse, y Serguiéi Ivánovich sintió no ser el autor del chiste, que hizo sonreír al mismo Alexiéi Alexándrovich.

—Sí, pero un hombre no puede amamantar, mientras que una mujer… —repuso Pestsov.

—Perdone usted; un inglés que iba embarcado llegó a amamantar a su hija —replicó el príncipe, que se permitía algunas libertades de lenguaje delante de sus hijas.

—Pero ¿qué diremos de las jóvenes sin familia? —preguntó Stepán Arkádich, que al replicar a Pestsov había pensado en la bailarina.

—Si se sondea la vida de esas jóvenes —replicó Dolli, tomando parte en la conversación—, se verá seguramente que han abandonado una familia en que podían muy bien realizar labores propias del hogar.

Dolli comprendía instintivamente a qué clase de mujeres se refería su esposo.

—Nosotros defendemos un principio, un ideal —replicó Pestsov, con voz sonora—; la mujer reclama el derecho de ser independiente e instruida, y sufre al ver que no le es posible alcanzar esas cosas.

—Y yo sufro porque no se me admite como nodriza en un asilo de niños expósitos —replicó el príncipe, provocando la hilaridad de Turovtsin, a quien de risa se le cayó un espárrago en la salsa por la parte más gruesa.

XI

S
OLO
Kiti y Lievin no habían tomado parte en la conversación.

Al principio de la comida, cuando se habló de la influencia de un pueblo sobre otro, Lievin evocó las ideas que había formado sobre este asunto; pero desechadas muy pronto, juzgándolas de poco interés, le pareció extraño que se pudieran ocupar los demás de cuestiones tan ociosas.

Kiti, por su parte, hubiera debido interesarse en la discusión sobre los derechos de las mujeres, pues no solo se había ocupado a menudo de eso cuando conoció a Váreñka, sino incluso antes, suponiendo el caso de que permaneciese soltera. También había hablado a menudo con su hermana sobre el particular; pero ¡qué poco le interesaba en aquel momento! Entre Lievin y ella se estableció una afinidad misteriosa que los acercaba más y más, produciéndoles un sentimiento de alegre terror en el umbral de la nueva existencia que entreveían.

Interrogado por Kiti para saber cómo la había visto, Lievin contestó que fue al volver de las praderas después de la siega.

—Era muy temprano —dijo—; usted acababa, sin duda, de despertarse, y su mamá dormía en un rincón. La mañana era magnífica y yo me decía: «¿De quién puede ser ese coche de cuatro caballos?». Eran muy hermosos y llevaban cascabeles. De repente, pasa usted delante de mí como un relámpago, asomada a la portezuela y entrelazando con los dedos las cintas de su gorro de viaje, entregada al parecer a profundas reflexiones. ¡Cuánto me hubiera agradado saber —añadió Lievin, sonriendo— en qué pensaba usted en aquel instante! ¿Sería algo de importancia?

«¿Y si estaba despeinada…?», pensó Kiti horrorizada. Pero al observar la sonrisa de Lievin, comprendió que la impresión que le produjo fue buena, se tranquilizó y contestó, sonriendo alegremente:

—Vamos, no me acuerdo de nada.

—De qué buena gana se ríe Turovtsin —dijo Lievin, admirando la alegría de aquel mocetón, que tenía los ojos húmedos y cuyo cuerpo se dilataba a fuerza de reír.

—¿Lo conoce usted hace mucho tiempo? —preguntó Kiti.

—¡Quién no lo conoce!

—¿Y no piensa usted nada bueno de él?

—Eso sería mucho decir; por lo demás, no vale gran cosa.

—He aquí una opinión injusta, de la cual espero que se retracte usted —repuso Kiti—; yo también lo juzgué mal en otro tiempo; pero es un hombre excelente, un corazón de oro.

—¿Cómo ha podido usted apreciarlo?

—Somos muy buenos amigos. El invierno último, poco tiempo después de…, de haber usted dejado de venir a vernos —dijo Kiti con una sonrisa a la vez de culpabilidad y de confianza—, los niños de Dolli tuvieron la escarlatina; y cierto día, por casualidad, Turovtsin hizo una visita a mi hermana. ¿Lo creería usted? Se compadeció hasta el punto de quedarse para cuidar a los pequeños enfermos, y durante tres semanas desempeñó las funciones de aya. Refiero a Konstantín Dmítrich —añadió Kiti, volviéndose hacia su hermana— cómo se condujo Turovtsin durante la dolencia de los niños.

—Estuvo admirable —contestó Dolli, mirando con una sonrisa a la persona de quien hablaban. Lievin lo miró también, y se extrañó de no haberlo comprendido hasta entonces.

—Es culpa mía, no volveré a pensar mal de la gente —dijo alegremente y estuvo sincero, expresando con estas palabras lo que sentía en aquel instante.

XII

E
L
debate sobre la emancipación de las mujeres ofrecía puntos demasiado espinosos para tratarlos delante de las damas, y, por tanto, cesó muy pronto; mas apenas terminada la comida, Pestsov entabló un diálogo con Alexiéi Alexándrovich para explicarle la cuestión desde el punto de vista de la desigualdad de los derechos entre esposos en el matrimonio. Según él, la causa principal de esta desigualdad consistía en la diferencia establecida por la ley y por la opinión pública entre la infidelidad de la mujer y del esposo.

Stepán Arkádich ofreció precipitadamente un cigarro a Karenin.

—No —contestó este con la mayor tranquilidad—; no fumo.

Y como para probar que no temía al diálogo, se volvió hacia Pestsov y le dijo con una sonrisa glacial:

—Esa desigualdad estriba, a mi modo de ver, en el fondo mismo de la cuestión.

Y se dirigió al salón; pero Turovtsin lo interpeló al paso:

—¿Ha oído usted referir —le preguntó, animado por el champaña y deseoso de romper el silencio— lo de la cuestión de Vasia Priáchnikov? Me han dicho esta mañana —añadió con su franca sonrisa— que se había batido en Tver con Kvitski y que lo dejó sin vida en el terreno.

La conversación giraba aquel día fatalmente, de modo que Alexiéi Alexándrovich pudiera resentirse; Oblonski se dio cuenta al punto y quiso llevarse fuera a su cuñado.

—¿Por qué se ha batido? —preguntó Karenin, sin notar, al parecer, los esfuerzos de Oblonski para distraer su atención.

—A causa de su esposa; y se ha conducido valerosamente, pues provocó a su rival y lo mató.

—¡Ah! —exclamó Alexiéi Alexándrovich con expresión indiferente, y salió de la habitación.

Dolli lo esperaba en un saloncito de paso, y le dijo, sonriendo con timidez:

—¡Cuánto me alegro de que haya usted venido! Necesito hablarle; sentémonos aquí.

Alexiéi Alexándrovich obedeció, conservando su aire de indiferencia, que le daban las cejas un poco levantadas; se sentó al lado de Dolli y sonrió forzosamente.

—Complazco a usted con tanta mejor gana —dijo— cuanto que por mi parte debo excusarme, pues me es preciso marchar mañana mismo.

Daria Alexándrovna, firmemente convencida de la inocencia de Anna, palidecía y temblaba de cólera ante aquel hombre insensible y glacial, que se disponía fríamente a destruir a su inocente amiga.

—Alexiéi Alexándrovich —dijo, reuniendo todas sus fuerzas para mirarlo de frente con el valor de la desesperación—, le he preguntado a usted por Anna y no me ha dicho aún cómo está.

—Pienso que está bien, Daria Alexándrovna —contestó Karenin sin mirarla.

—Dispense usted si insisto, sin derecho para ello; pero amo a mi amiga como a una hermana, y le conjuro a que me diga qué ocurre entre ustedes y de qué la acusa usted.

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