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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (26 page)

—¿Qué dices? —gritó Lievin—. ¿Enferma?… ¿Qué tiene? ¿Cómo…?

Mientras hablaba así,
Laska
, con las orejas derechas, observaba el cielo, mirando después a los cazadores con expresión de reproche.

En el mismo instante un silbido llamó la atención de Lievin y su compañero, los dos apuntaron, ambas detonaciones resonaron simultáneamente, y el ave cayó, agitando las alas.

—¡Los dos a la vez! —gritó Lievin, corriendo con
Laska
en busca de la pieza.

«¿Qué me ha entristecido hace poco? —pensó luego Lievin—. ¡Ah, ya me acuerdo! Kiti está enferma. ¿Qué hacer? Esto es muy triste.»

—¡Ya la has encontrado! Buena chica —le dijo a la perra, y luego a Stepán Arkádich—: ¡Aquí la tengo!

Y tomando el ave de la boca de
Laska
, la guardó en su morral, casi lleno ya.

XVI

D
E
vuelta a la casa, Lievin interrogó a su amigo sobre la enfermedad de Kiti y los proyectos de los Scherbatski. Oyó sin desagrado las contestaciones de Oblonski, reconociendo, sin osar confesárselo, que aún le quedaba una esperanza y celebrando casi que aquella que le había hecho sufrir tanto padeciera a su vez; pero cuando Stepán Arkádich habló de las causas de la enfermedad de Kiti, pronunciando el nombre de Vronski, lo interrumpió al punto.

—No, debo cuidarme —dijo— de los secretos de familia, que en nada me interesan.

Stepán Arkádich sonrió disimuladamente al observar la transformación repentina de Lievin, que en un segundo había pasado de la alegría a la tristeza, como le sucedía a menudo.

—¿Has arreglado con Riabinin el negocio de la madera? —preguntó.

—Sí; me la paga muy bien; dará treinta y ocho mil rublos, ocho mil por adelantado y los demás en seis años. No ha costado poco conseguir esto, pues nadie ofrecía tanto.

—Vendes la madera por nada —dijo Lievin.

—¿Cómo por nada? —replicó Stepán Arkádich, con una sonrisa de buen humor, sabiendo de antemano que su amigo estaría descontento de todo.

—Tu madera vale mucho más.

—Usas el tono despectivo común a todos vosotros, los grandes agricultores, cuando se trata de los pobres ciudadanos; y, sin embargo, cuando se ha de hacer algún negocio, siempre lo realizamos con más ventajas que vosotros. Créeme, todo lo he calculado: la madera se ha vendido en muy buenas condiciones, y solo temo que el traficante se desdiga.

Lievin sonrió desdeñosamente.

«He aquí lo que son estos señores de la ciudad —pensó—, que van al campo una vez en diez años, y después de aprender dos o tres palabras del vocabulario campesino, el cual aplican equivocadamente, se imaginan conocer el asunto a fondo y hablan sin saber una palabra de lo que afirman.»

—Yo no me atrevo —añadió en voz alta— a hacerte observaciones cuando se trata de los papelotes de tu administración, y si te necesitara te pediría consejo; mientras que tú te imaginas comprender el negocio de las maderas, no tan sencillo como crees al parecer. En primer lugar, ¿has contado tus árboles?

—¿Cómo contar mis árboles? —repuso Stepán Arkádich con una sonrisa, procurando siempre distraer el mal humor de su amigo—. Contar las arenas del mar, contar los rayos de los planetas, es cosa que un genio…

—Está bien, está bien; yo te aseguro que el genio de Riabinin lo conseguirá, pues no hay mercader que compre sin contar, a menos que le regalen la madera, como tú haces. Conozco la tuya, porque la veo todos los años, y te aseguro que vale mucho más, pagada al contado, mientras que tú la cedes a plazos. Haces al traficante un regalo de treinta y cinco mil rublos, por lo menos.

—Déjate de esas cuentas imaginarias —dijo Oblonski con acento compungido—. Si fuera así, ¿cómo es que nadie me ha ofrecido ese precio?

—Porque los traficantes se entienden entre sí, ayudándose mutuamente. Yo conozco a todos esos hombres porque he tenido que tratar con ellos, y sé que no son traficantes, sino revendedores, a la manera de los chalanes. Ninguno de ellos se contenta con un beneficio de un diez o un quince por ciento; esperan hasta que se les presenta ocasión de comprar por veinte
kopeikas
lo que vale un rublo.

—Tú ves las cosas de un modo muy sombrío.

—Nada de eso —repitió tristemente Lievin, en el momento de acercarse a la casa…

Una sólida carreta con un robusto caballo se hallaba detenida ante la puerta principal; el dependiente de Riabinin, bien abrigado con su
caftan
, sujetaba las riendas; el traficante había entrado ya en la casa, y al ver a los dos amigos salió a su encuentro. Riabinin era hombre de mediana edad, alto y delgado; llevaba bigote, y la barba muy bien afeitada; sus ojos, de color gris, carecían de expresión. Vestía una larga levita de color azul oscuro, con los botones muy bajos por detrás, y calzaba botas altas. Se adelantó hacia los dos amigos con la sonrisa en los labios, pasándose un pañuelo por la cara, y presentó a Stepán Arkádich una mano que parecía querer coger alguna cosa.

—¡Ah!, ¿ya está aquí? —preguntó Stepán Arkádich, dándole la mano—. Muy bien.

—No hubiera osado desobedecer las órdenes de vuecencia, aunque los caminos están muy malos: he recorrido todo el trayecto a pie, pero estoy aquí el día prefijado. Dios lo guarde, Konstantín Dmítrich —añadió, volviéndose hacia Lievin con la intención de estrecharle la mano, pero este aparentó no ver el ademán y comenzó a sacar tranquilamente las becadas del morral—. ¿Se han divertido ustedes en la cacería? —preguntó Riabinin—. ¿Qué ave es esa? —añadió, mirando las becadas—. ¿Qué sabor tendrá eso? —añadió, encogiéndose de hombros con aire despreciativo, como si dudase de la posibilidad de preparar para el alimento semejante volátil.

—¿Quieres pasar a mi gabinete? —dijo Lievin en francés—. Id allá y podréis hablar mejor del negocio.

—Iremos donde a usted le plazca —contestó el traficante con tono de suficiencia desdeñosa, como para dar a entender que si otros hallaban dificultades en la realización de un negocio, él no las conocía nunca.

Una vez en el gabinete, Riabinin buscó naturalmente con la vista la imagen santa, pero cuando la hubo hallado no hizo la señal de la cruz; y al fijar su mirada en los estantes cargados de libros, sus ojos expresaron tanto desdén como antes al contemplar las becadas.

—Vamos —dijo Stepán Arkádich—, ¿ha traído usted el dinero?

—No faltará; pero antes quisiera hablar con usted.

—¿Qué hemos de hablar? Siéntese usted.

—Bien se puede hacer esto —replicó Riabinin, sentándose y apoyando la espalda en el respaldo de la silla de la manera más cómoda—. Es preciso ceder alguna cosa, príncipe, pues de lo contrario se pecaría… En cuanto al dinero, ya está corriente hasta el último cuarto, y en este punto no habrá dificultades.

Lievin, que colocaba su escopeta en un armario y se disponía a salir de la habitación, se detuvo al oír las últimas palabras del traficante.

—Compra usted la madera a vil precio —dijo—; he visto a mi amigo demasiado tarde; de lo contrario, le habría inducido a pedir mucho más.

Riabinin se levantó y fijó su mirada en Lievin, sonriendo.

—Konstantín Dmítrich es muy avaro… Le hubiera comprado su trigo por muy buen precio.

—¿Por qué le he de regalar a usted mi hacienda? —replicó Lievin—. Ni la he encontrado ni menos robado.

—Dispense usted en los tiempos que corren es de todo punto imposible robar; todo se hace honrada y abiertamente. ¿Quién se atrevería a robar? Hemos hablado despacio sobre el asunto; la madera que he de comprar es demasiado cara, y como no podría ganar nada en la compra, rogaré al príncipe que rebaje un poco.

—Pero ¿está o no concluido el trato? —preguntó Lievin—. En el primer caso, ya es inútil regatear; y en el segundo, yo compro la madera.

La sonrisa desapareció de los labios de Riabinin, y su mirada desdeñosa expresó entonces la codicia y la rapacidad. Con sus huesudos dedos se desabotonó el levitón, dejando ver sus chalecos con botones de cobre y la cadena de su reloj; y sacó del pecho una gruesa cartera muy usada.

—La madera es mía —dijo a Lievin, haciendo rápidamente la señal de la cruz con la mano extendida—. Ahí va mi dinero y venga la madera. Así es como Riabinin entiende los negocios; y no cuenta los
copecs
— añadió, agitando su cartera con aire descontento.

—Si me hallase en tu lugar, no me apresuraría —dijo Lievin.

—Advierte que ya he dado mi palabra —repuso Stepán Arkádich.

Lievin salió de la habitación, cerrando la puerta violentamente, mientras el traficante lo miraba sonriendo.

—Todo eso es definitivamente —dijo— un efecto de juventud, de pura niñería. Créame usted, Stepán Arkádich, yo compro, hasta cierto punto, por la gloria y porque quiero que se diga que Riabinin es quien ha comprado el bosque de Oblonski. ¡Sabe Dios cómo saldré del negocio! Ahora, sírvase consignar por escrito nuestras condiciones.

Una hora después, el traficante volvía a su casa en carro, bien abrigado con sus pieles y con la escritura de venta en el bolsillo.

—¡Oh! —dijo a su dependiente—. Siempre tendremos la misma historia con esos señores.

—Así es —contestó aquel, dando las riendas al traficante para enganchar la cubierta de cuero del vehículo.

XVII

S
TEPÁN
Arkádich volvió al salón con los bolsillos atestados de rollos de billetes que no debían circular hasta tres meses después, pero que el mercader consiguió hacerle tomar a cuenta. Se había cerrado el trato y llevaba dinero en la cartera; por otra parte, estaba muy contento de la cacería, y, por consiguiente, se consideraba del todo feliz, por lo cual quería distraer a su amigo de la tristeza que le embargaba; el día tan bien comenzado debía terminar lo mismo.

Pero Lievin, aunque muy deseoso de mostrarse amable y solícito con su huésped, no conseguía desechar su mal humor: la especie de embriaguez que experimentaba al saber que Kiti no se había casado fue de corta duración. ¡Sin casarse y enferma de amor por aquel que la despreció! Esto era casi una injuria personal. ¿No tenía Vronski, en cierto modo, derecho para despreciarle a él, Lievin, puesto que desdeñaba a la que le había rechazado? Era, pues, un enemigo. Sin reflexionar sobre esta impresión, estaba resentido, se juzgaba agraviado y le incomodaba todo, particularmente aquella absurda venta del bosque de su amigo, efectuada bajo su techo sin poder impedir que engañaran a Oblonski.

—Vamos, ¿has concluido ya? —preguntó a Stepán Arkádich, saliéndole al encuentro—. ¿Quieres cenar?

—Para esto no hay negativa. ¡Qué apetito se tiene en el campo; es asombroso! ¿Por qué no has ofrecido un refrigerio a Riabinin?

—¡Llévelo el diablo!

—¡Pero qué manera la tuya de proceder con él! Ni siquiera le has dado la mano. ¿Por qué?

—Porque no se la doy a un lacayo, valiendo este cien veces más que él.

—¡Qué ideas tan atrasadas! ¿Y qué me dirás de la fusión de las clases!

—Dejo esa fusión —para aquellos a quienes agrade; a mí me disgusta.

—Decididamente eres un retrógrado.

—Hablando con franqueza, te diré que jamás me he preguntado lo que era: soy Konstantín Lievin, y nada más.

—Y Konstantín Lievin de muy mal humor —repuso Stepán Arkádich, sonriendo.

—Es verdad. ¿Y sabes por qué? Pues solo por esa ridícula venta de tu madera, dispensa la palabra.

Stepán Arkádich adoptó la expresión de un inocente a quien se calumnia, y contestó en tono de broma:

—Vamos a ver, ¿sabes tú de alguno que vendiese cualquier cosa sin que le dijeran después que hubiera podido obtener mejor precio? Nadie piensa en ofrecer más antes de la venta. Veo que tienes rencor contra ese pobre Riabinin.

—Es posible, y voy a decirte por qué. Sin duda volverás a llamarme retrógrado, aplicándome algún feo calificativo; pero no puedo menos de afligirme al ver que la nobleza, esa nobleza a la cual me alegro de pertenecer, a pesar de la fusión de las clases, se va empobreciendo poco a poco. Si esto se debiera a las prodigalidades, a una vida en alto grado fastuosa, pase, pues vivir como grandes señores es propio de los nobles; por eso no me disgusta ver a los campesinos comprar nuestras tierras, puesto que si el propietario no hace nada y aquellos trabajan, justo es que ocupen el lugar del que está ocioso; pero lo que me enoja y aflige es ver cómo se despoja a la nobleza, por efecto de lo que yo llamaría su inocencia. Aquí un labrador polaco compra a mitad de precio, a una dama que reside en Niza, una tierra magnífica; y allá un mercader adquiere una granja pagando un rublo por lo que vale diez. Hoy eres tú quien, sin cuenta ni razón, regalas a ese tunante la friolera de treinta mil rublos.

—¿Querías que contase mis árboles uno por uno?

—Seguramente; y si no los has contado, ya lo habrá hecho el traficante por ti; y así sus hijos tendrán el medio de vivir y de instruirse, mientras que los tuyos carecerán tal vez de esta ventaja.

—¿Qué hemos de hacer? A mis ojos hay mezquindad en esa manera de calcular. Nosotros tenemos nuestros negocios, ellos tienen los suyos, y bueno es que también se beneficien. Por lo demás, ya es inútil hablar del asunto… ¡Ah!, he aquí mis huevos fritos favoritos; Agafia Mijáilovna nos dará ahora sin duda un vasito de su mejor aguardiente.

Stepán Arkádich se sentó a la mesa y se chanceó un rato con Agafia Mijáilovna, asegurando que hacía mucho tiempo que no comía ni cenaba tan bien.

—Usted, al menos —dijo Agafia Mijáilovna—, tiene muy buenas palabras; Konstantín Dmítrich no me dice nunca nada, aunque se le dé una corteza de pan.

A pesar de sus esfuerzos por desechar el mal humor, Lievin continuaba sombrío y taciturno; deseaba hacer una pregunta y no hallaba ocasión de dirigirla ni la forma en que debería plantearla. Oblonski acababa de retirarse a su habitación, donde se había desnudado, lavado y vuelto a vestir, poniéndose una magnífica camisa para acostarse, mientras que Lievin daba vueltas a su alrededor, hablando de cien bagatelas sin tener valor para preguntarle lo que más le interesaba.

—¡Es curioso cómo hacen el jabón! —dijo Lievin sacando un pedazo de jabón perfumado, obsequio de Agafia Mijáilovna, y que Oblonski no había utilizado—. Mira, esto es una verdadera obra de arte.

—Sí, todo se perfecciona en nuestro tiempo —repuso Stepán Arkádich, bostezando—. Los teatros, por ejemplo…, y esas divertidas luces eléctricas.

—Sí, las luces eléctricas… —repitió Lievin—. ¿Y… dónde está ahora Vronski? —preguntó de repente, soltando el jabón.

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