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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (25 page)

BOOK: Ana Karenina
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El trébol crecía admirablemente y el trabajo era muy bueno; dentro de dos o tres días podrían comenzar las siembras.

Lievin volvió por los arroyos muy satisfecho, esperando que el agua habría bajado; y, en efecto, pudo cruzar sin dificultad, espantando al paso dos ánades.

«Debe de haber becadas», pensó, y un guarda que encontró al acercarse a su casa confirmó esta suposición.

Konstantín apresuró el paso de su montura, pues deseaba comer cuanto antes y limpiar su escopeta de caza.

XIV

E
N
el momento de entrar en su casa, lleno de satisfacción, Lievin oyó sonar de campanillas por la parte del zaguán.

«Alguien llega desde la estación —pensó—; es la hora del tren de Moscú. ¿Quién puede venir? ¿Será mi hermano Nikolái? Me dijo, según recuerdo, que en vez de ir al extranjero vendría a mi casa tal vez.»

Durante un momento temió que esta llegada interrumpiera sus planes de la primavera, pero, avergonzado después de la idea tan egoísta, esperó con alegre emoción que las campanillas anunciasen su llegada.

Para satisfacer cuanto antes su curiosidad, hizo avanzar un buen trecho a su caballo, y de pronto divisó una
troika
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que conducía a un viajero con pelliza; pero no era su hermano.

«¡Con tal que sea alguno con quien yo pueda hablar! —pensó—. ¡Calla! —exclamó al reconocer a Stepán Arkádich—. Es el más amable de los hombres. ¡Cuánto me alegro verlo! Seguramente él me dirá si Kiti se ha casado.»

Ni aun el recuerdo de la hermosa joven le causaba ya pesar gracias a aquel magnífico día de primavera.

—Supongo que no me esperabas —dijo Stepán Arkádich, saliendo de su troika con el rostro manchado de lodo, pero rebosando salud y satisfacción—. He venido para tres cosas: para verte, para disparar un par de tiros y para vender la madera de Yergushovo.

—Perfectamente. ¿Qué dices de esta primavera? ¿Cómo has podido llegar aquí en troika?

—En una carreta, que es más difícil aún, Konstantín Dmítrich —dijo el cochero, antiguo conocido de Lievin.

—En fin, me alegro mucho de verte —dijo este último, sonriendo de placer.

Y condujo a su amigo a la habitación destinada a los forasteros, donde llevaron un momento después su equipaje, consistente en un saco de noche, una escopeta en su funda y un cajón de cigarros. Lievin fue después a ver al intendente para hacerle algunas observaciones sobre el trébol y la labranza.

Agafia Mijáilovna, que tenía en mucho el buen nombre de la casa, lo detuvo al paso en el vestíbulo para dirigirle algunas preguntas respecto a la comida.

—Haga usted lo que quiera, pero que sea pronto —contestó Lievin.

Cuando entró en la habitación, Stepán Arkádich, lavado, peinado y risueño, se disponía ya a salir, y ambos subieron al primer piso.

—¡Cuánto me alegro de haber llegado hasta ti! —dijo Stepán Arkádich—. Al fin voy a iniciarme en los misterios de tu existencia, y, a decir verdad, te envidio. ¡Qué casa! ¡Qué cómodo y qué alegre es todo! —añadió Stepán Arkádich, olvidando que los días serenos y la primavera no duraban todo el año—. ¡Qué buena mujer parece tu anciana sirvienta! Solo te faltaría ahora una linda doncella con su delantal blanco, pero esto no cuadraría con tu estilo severo y monástico.

Entre otras noticias interesantes, Stepán Arkádich dijo a su amigo que Serguiéi Ivanovich pensaba ir al campo apenas llegase el verano; no habló una palabra de los Scherbatski, y se contentó con darle noticias de su esposa. Lievin apreció esta delicadeza; y como en su soledad había hecho buena provisión de ideas y de impresiones que no podía comunicar a las personas que lo rodeaban, no le faltó asunto para conversar largamente con Oblonski. De todo habló: de su alegría por la llegada de la primavera, de sus planes agrícolas, de sus observaciones sobre las obras que ya había leído, y, en particular, de la idea fundamental del libro que se había propuesto escribir, el cual sería una crítica de todas las obras de economía rural. Stepán Arkádich, amable y con suficiente talento para penetrarse al punto de todo, se mostró muy cordial esta vez, y Lievin creyó observar también que le trataba con especial consideración y ternura, lo cual lo lisonjeó.

Los esfuerzos de Agafia Mijáilovna y del cocinero dieron por resultado que los dos amigos, aguijoneados por el hambre, se precipitaran, sin esperar la sopa, sobre el pan y la manteca, la salazón y las setas; Lievin dio orden después para que subieran la sopa sin esperar los
pirozhkí
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confeccionados por el cocinero con la esperanza de deslumbrar al huésped; pero Stepán Arkádich, acostumbrado a otras comidas, lo halló todo excelente. Los licores hechos en casa, el pan y la manteca, la sopa de ortigas, el pollo con salsa blanca y el vino blanco de Crimea fueron para el convidado cosa del mejor gusto.

—¡Perfecto, perfecto! —exclamó, encendiendo un cigarrillo después de comer el asado—. Me parece verme libre de las sacudidas y del incesante ruido de un buque y haber llegado a una tierra hospitalaria. ¿Conque tú dices que el elemento representado por el trabajador se debe estudiar fuera de los otros, a fin de que sirva de guía en la elección de los procedimientos económicos? Yo soy muy profano en estos asuntos; mas me parece que semejante teoría y sus aplicaciones tendrán su influencia en el trabajador…

—Sí, pero advierte que yo no hablo de economía política, sino de economía rural, considerada como una ciencia. Es preciso estudiar los datos y los pormenores lo mismo que para las ciencias naturales; y el obrero también, desde el punto de vista económico y etnográfico…

Agafia Mijáilovna entró en aquel momento con un plato de confitura.

—Amiga mía —le dijo Stepán Arkádich— se ha excedido usted para obsequiarme y le doy las más expresivas gracias. ¡Qué salazones y qué licores! ¿Y qué hacemos ahora? —añadió, dirigiéndose a su amigo—. ¿No es hora ya de salir?

Lievin miró por la ventana el sol que en aquel momento desaparecía detrás de las copas aún desnudas de los árboles.

—Ya es tiempo —contestó.

Y bajó la escalera, gritando:

—¡Kuzmá, que enganchen enseguida!

Stepán Arkádich bajó también, y fue a retirar cuidadosamente la funda de su escopeta, que era de modelo nuevo y costoso.

Kuzmá, que veía en perspectiva una buena gratificación, le ayudó a ponerse las medias y las botas de caza, y Oblonski le dejó hacer todo con la mayor complacencia.

—Si viene el traficante Riabinin mientras estamos fuera —dijo a Lievin—, quisiera que se lo recibiese, rogándole que haga el favor de esperarnos.

—¿Es él quien te compra la madera?

—Sí. ¿Lo conoces?

—Mucho; he tenido que ver con él «positiva y definitivamente».

Stepán Arkádich sonrió; estas dos palabras eran las favoritas del negociante, que las empleaba siempre.

—Sí —dijo—, tiene un modo de hablar muy divertido. ¡Cómo sabe adónde va su amo! —añadió, acariciando a
Laska
, que daba vueltas alrededor de Lievin, lamiéndole tan pronto las manos como las botas.

Un pequeño vehículo esperaba a los dos amigos a la puerta.

—He mandado enganchar, aunque el sitio está cerca de aquí, pero si lo prefieres iremos a pie.

—Nada de eso; bueno es el vehículo —repuso Stepán Arkádich, ocupando su sitio y encendiendo un cigarro después de taparse bien los pies con una piel atigrada—. ¿Cómo puedes abstenerte de fumar, Konstantín? —añadió Oblonski—. El cigarro no es solo un placer sino el colmo del bienestar. ¡He aquí la verdadera existencia; así es como yo quisiera vivir!

—¿Quién te lo impide? —dijo Lievin, sonriendo.

Tú eres «un hombre feliz; posees todo cuanto te gusta, caballos, perros y abundante caza; todo esto se halla a tu «disposición; eres apasionado por la agronomía, y puedes ocuparte de ella.

—Tal vez sea feliz, como tú dices, porque aprecio lo que poseo y no ambiciono demasiado lo que no tengo —contestó Lievin, pensando en Kiti.

Stepán Arkádich comprendió, pero se limitó a mirar a su amigo sin decir palabra.

Lievin agradecía a su amigo que aún no hubiera hablado de los Scherbatski, adivinando con su tacto de costumbre que temía tratar de este asunto; mas en aquel instante hubiera querido saber, sin hacer preguntas, a qué atenerse sobre aquella cuestión.

—¿Cómo van tus negocios? —dijo al fin, arrepintiéndose de no pensar en lo que le interesaba personalmente.

Los ojos de Stepán Arkádich parecieron iluminarse.

—Tú no admites —repuso— que se pueda desear pan tierno cuando se tiene en casa duro; a tu modo de ver, esto es una falta; yo no admito que se pueda vivir sin amor —comprendiendo a su manera la pregunta de Lievin—. No me es posible remediarlo, porque yo soy así; y, a decir verdad, cuando se reflexiona sobre esto, se reconoce que sin hacer apenas daño a otro, se puede disfrutar del placer.

—¡Cómo! ¿Alguna nueva aventura? —preguntó Lievin.

—Sí, Kostia. ¿Conoces tú el tipo de las mujeres de Osián, de esas mujeres que solo se ven en sueños? Pues bien, a veces existen realmente, y entonces son terribles. La mujer, créelo, es un tema inagotable; por más que se la estudie, siempre se le encuentra algo nuevo.

—Entonces no vale la pena estudiarla.

—¡Oh, sí! No sé quién era aquel gran hombre que dijo que la dicha consistía en buscar la verdad y no en hallarla…

Lievin escuchaba sin decir cosa alguna; mas no le era posible penetrar en el alma de su amigo y comprender el encanto que le producía ese género de estudios.

XV

E
L
lugar donde Lievin condujo a Oblonski era un bosquecillo próximo a la casa; Konstantín Dmítrich situó a su compañero en un paraje cubierto de musgo, algo pantanoso, y él fue a colocarse en el lado opuesto, junto a un abedul; apoyó su carabina en una rama inferior, se despojó de su caftán, se oprimió el talle con un cinto y movió varias veces los brazos para asegurarse de que podría manejar bien su arma.

La vieja
Laska
, que lo seguía paso a paso, se sentó con precaución delante de él y enderezó las orejas. El sol se ocultaba detrás del bosque grande, y por la parte de levante los abedules jóvenes se destacaban claramente con sus ramas pendientes.

En el bosque, allí donde la nieve no había desaparecido del todo, se oía correr el agua con lentitud por numerosos arroyuelos; las avecillas trinaban, pasando de un árbol a otro; y a veces el silencio parecía completo, en cuyo caso se oía el rumor de la hojarasca movida por el deshielo o por la hierba naciente.

—A decir verdad, aquí se ve la hierba crecer —murmuró Lievin, observando una hoja húmeda aún, levantada por la punta de una brizna de hierba que brotaba del suelo.

Konstantín Dmítrich estaba en pie, mirando tan pronto la tierra cubierta de musgo como a su fiel
Laska
, que acechaba atentamente, o bien las copas desnudas de los árboles, que se extendían como un mar al pie de la colina. Un buitre cruzó de pronto por las alturas, agitando lentamente sus alas sobre el bosque; otro ave de la misma especie siguió a poco igual dirección; en la espesura las avecillas trinaron más vivamente, y un mochuelo dejó oír su grito a lo lejos.
Laska
enderezó las orejas, dio algunos pasos con cautela e inclinó la cabeza para escuchar mejor; mientras que en la opuesta orilla del río un cuco produjo dos veces su grito particular.

—¿Oyes el cuco? —dijo Stepán Arkádich, adelantándose un poco.

—Sí, ya lo oigo —contestó Lievin, descontento porque se interrumpía el silencio. Atención ahora, pues pronto comenzaremos.

Stepán Arkádich volvió a su sitio, y ya no se vio de él más que la llama de un fósforo, el ruego de su cigarrillo y una ligera nube de humo azulado. Un momento después se oyó el ruido que hacía al cargar su escopeta.

—¿Qué ocurre por ahí? —preguntó, llamando la atención de su compañero sobre un ruido sordo que se acababa de oír.

—Es una liebre; no hablemos —contestó Lievin, cargando también su arma.

Pronto se oyó en lontananza una especie de silbido, que se repitió dos o tres segundos después, convirtiéndose en un ligero grito ronco. Lievin miró a derecha e izquierda, y vio al fin sobre su cabeza, tocando en las cimas de los árboles, un ave que volaba hacia él, y de la cual distinguió al fin el largo pico de le becada; mas apenas la hubo apuntado, un relámpago brilló en los aires partiendo del sitio donde estaba Oblonski; el ave se agitó como herida de un flechazo, mas al punto resonó una segunda detonación y la becada cayó pesadamente a tierra.

—¿La he tocado? —gritó Stepán Arkádich, que no veía nada a través del humo.

—Ya la trae la perra —contestó Lievin, mostrando a
Laska
, que con el ave en la boca se acercaba lentamente a su amo, muy satisfecha al parecer del servicio que prestaba.

—¡Me alegro mucho de que la hayas tocado! —dijo Lievin, sintiendo a la vez cierta envidia de no haber sido él quien matara a la becada.

—¡Pero erré el tiro del cañón derecho! —contestó Stepán Arkádich volviendo a cargar el arma—. ¡Ya vienen!

Efectivamente, se oyeron varios silbidos rápidos y penetrantes, y se vieron aparecer dos becadas que se perseguían; resonaron cuatro tiros y rápidas como golondrinas las becadas dieron una vuelta y desaparecieron de la vista.

La cacería produjo excelente resultado: Stepán Arkádich mató aún dos piezas, y Lievin otras tantas, de las cuales se perdió una. El día declinaba rápidamente; Venus comenzaba ya a mostrar su luz argentada, y por el poniente brillaban otras estrellas, entre las cuales los dos cazadores distinguían a intervalos la Osa Mayor. No se veían ya las becadas, pero Lievin resolvio esperarlas hasta que Venus se elevase en el horizonte y brillaran en el cielo las otras constelaciones.

—¿No es hora de retirarnos? —preguntó Stepán Arkádich.

Todo estaba silencioso en el bosque; ni una sola ave se movía.

—Esperemos aún —contestó Lievin.

—Como quieras.

En aquel momento se hallaban a quince pasos uno de otro.

—Stepán —gritó de pronto Lievin—, aún no me has dicho si tu cuñada se ha casado o si el matrimonio está próximo.

Lievin estaba tan tranquilo y tan resuelto sobre su futura conducta que no creía que nada pudiera conmoverle, pero no esperaba la contestación de Stepán Arkádich.

—No está casada ni piensa casarse; ha enfermado de gravedad y los médicos la envían al extranjero. Se teme por su vida.

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