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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (24 page)

BOOK: Ana Karenina
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Además de su explotación, que en primavera exigía toda su atención, y de sus lecturas habituales, Lievin emprendió durante el invierno un estudio sobre la economía rural. Consistía este en considerar el carácter del jornalero, como un factor determinante; junto al clima y el suelo, en el estudio de la economía rural. Así es que ocupaba muy bien sus horas, a pesar de la soledad. Lo único que le faltaba era tener personas a quienes comunicar las ideas que se desarrollaban en su espíritu; solo podía contar con su anciana sirvienta, y así acabó por discutir con ella sobre física, economía rural y, en particular, filosofía, que era el asunto favorito de Agafia Mijáilovna.

La primavera fue bastante tardía; en las primeras semanas de la cuaresma el tiempo se mantuvo sereno, aunque frío, y por más que el sol produjera durante el día cierto deshielo, el termómetro marcaba siete grados por la noche, siendo tan dura la capa formada sobre la nieve que no había ya caminos trazados.

El día de pascua nevó mucho, pero al siguiente sopló de improviso un viento cálido, amontonándose las nubes, y por espacio de tres días con sus noches no dejó de caer una lluvia tibia; el viento se calmó el jueves y entonces se extendió sobre la tierra una espesa bruma de color gris, como para ocultar los misterios que se producían en la naturaleza. Los hielos crujían, derritiéndose por todas partes; y de los ríos y torrentes se escapaban con violencia las aguas espumosas y turbias.

A la caída de la tarde, la niebla que ocultaba la colina Roja pareció desgarrarse como un velo; las nubes se disiparon en forma de blancos copos; y la primavera apareció al fin, la primavera brillante y deslumbradora. Al otro día, un sol magnífico hizo desaparecer las ligeras capas de hielo que aún quedaban sobre las aguas, y el aire cálido se impregnó de los vapores emanados de la tierra. La hierba antigua tomó al punto verdes tintes; la nueva comenzó a brotar en forma de pequeñas agujas; los botones de los abedules y de otras plantas se llenaron de savia, y en sus ramas, bañadas por el sol, los enjambres de abejas se precipitaron zumbando.

Invisibles alondras entonaron su alegre cántico sobre el terciopelo de la campiña desembarazada de nieve; los frailecillos parecieron llorar sus pantanos sumergidos por las aguas torrenciales; y las cigüeñas y las ocas remontaron su vuelo por las altas regiones, lanzando ese grito particular, precursor de la primavera.

Las vacas, cuyo pelaje no crecía ya con regularidad, mugían de placer al salir de sus establos; alrededor de las ovejas, con su espeso vellón, los corderillos saltaban torpemente; los niños corrían descalzos por los húmedos senderos, donde dejaban impresas sus huellas; las campesinas conversaban alegremente a orillas del estanque, ocupándose en blanquear su ropa; y por todas partes resonaban el hacha de los campesinos y el crujido de las carretas. La primavera imperaba en todo su esplendor.

XIII

P
OR
primera vez, Lievin no quiso ponerse la pelliza, y vestido a la ligera, aunque con sus grandes botas, salió de su casa.

La primavera es la época de los proyectos y de los planes. Lievin no sabía en aquel momento a punto fijo qué dirección iba a tomar; pero en su espíritu se acumulaban las ideas para acometer las más útiles empresas.

Primeramente fue a ver su ganado; se había permitido salir a las vacas, y se calentaban al sol mugiendo, cual si pidiesen licencia para ir a los campos. Lievin las conocía todas en sus menores detalles; las examinó con satisfacción y dio orden al pastor para que las condujera a los pastos, dejando salir a los terneros. Entre estos últimos, los recién nacidos se distinguían por una belleza nada común, y los de más edad alcanzaban ya la alzada de una vaca común; el ternero de
Pava
, de tres meses de edad, parecía tener ya un año. Lievin admiró estos animales, dando orden para que se pusiera su alimento detrás de las empalizadas portátiles que les servían de cerca.

Sin embargo, se vio que estas empalizadas, construidas durante el otoño, se hallaban ya en mal estado, porque no habían sido necesarias, y, en su consecuencia, Lievin envió a buscar el carpintero, que debía de estar ocupado en componer la máquina de batir; pero no se lo encontró; porque había ido a reparar las cercas, trabajo que debió ejecutar durante la cuaresma. Lievin se encolerizó: siempre tropezaba contra la eterna indolencia, que en vano había procurado corregir hacía mucho tiempo. Como las empalizadas, según le dijeron, no se habían utilizado en la estación rigurosa, se hallaban en los talleres de los obreros, pero todas ellas rotas a causa de ser muy ligera su construcción.

En cuanto a los instrumentos agrícolas, que debieron componerse en los meses de invierno, para lo cual se contrataron tres carpinteros, se hallaban en el mismo estado, y se comenzaba la recomposición cuando ya se necesitaban. Lievin envió a llamar al intendente, y como tardase, fue a buscarlo él mismo. Muy pronto lo vio aparecer, risueño y rozagante, con su pelliza de piel de carnero y muy satisfecho al parecer.

—¿Por qué no está el carpintero ocupado con la máquina? —preguntó Lievin.

—Esto es lo que yo quería decirle a usted, Konstantín Dmítrich; es preciso componer los arados, porque se necesitan ya para trabajar.

—¿Qué ha hecho usted, pues, durante el invierno?

—Pero ¿para qué se necesita al carpintero?

—¿Dónde están las empalizadas para el cercado de las vacas?

—Ya he dado orden para que las coloquen. ¿Qué se puede hacer con esa gente? —añadió el intendente, con ademán desesperado.

—No es con ellos, sino con el intendente con quien no es posible llevar nada a cabo —dijo Lievin, con irritación creciente—. ¿Para qué se le paga a usted? —le gritó; pero recordando que a gritos no había de lograr nada, se contuvo y preguntó después de una pausa—: ¿Cuándo será posible dar principio a la siembra?

—Mañana o pasado mañana.

—¿Y el trébol?

—He enviado a Vasili y a Mishka para que lo siembren, pero no sé si lo conseguirán, porque el suelo está muy húmedo.

—¿En cuantas
desiatinas
[22]
?

—En seis.

—¿Y por qué no en todas partes? —gritó Lievin con acento de cólera, pues su propia experiencia, así como la teoría, le habían convencido de la necesidad de sembrar el trébol tan pronto como fuera posible, casi sobre la nieve, lo cual no podía conseguir nunca.

—Faltan trabajadores. ¿Qué quiere usted que se haga con esa gente? Han faltado tres jornaleros, y ahí está Semión…

—Mejor hubiera sido no entretenerlos en descargar la paja.

—No se ocupan de eso.

—Pues ¿dónde están?

—Cinco en el granero y cuatro remueven la avena. ¡Con tal que no se eche a perder, Konstantín Dmítrich!

Para Lievin esto significaba que la avena inglesa —destinada para la siembra, se había malogrado ya, por haberse faltado al cumplimiento de sus instrucciones.

—Pero ¿no le he dicho a usted —gritó— que durante la cuaresma se debían poner chimeneas para airear la avena?

—No se inquiete usted; todo se hará a su tiempo.

Lievin, exasperado ya, hizo un ademán de cólera y fue a examinar su avena, trasladándose después a la cuadra. La avena no se había malogrado. Para salvarla, bastaba con cambiarla a otro granero. Lievin ordenó el cambio y mandó dos jornaleros a la siembra de trébol. Su irritación se había disipado. Además, el día era tan hermoso que Lievin no pudo menos que perdonar al intendente.

—¡Ignat! —gritó al cochero, que en aquel momento se ocupaba en limpiar el coche cerca del pozo—, ensíllame un caballo.

—¿Cuál?


Kólpik
.

Mientras le ensillaba el caballo, Lievin llamó al intendente, que iba y venía a su alrededor a fin de ponerse en buen lugar con el amo, y le habló de los trabajos que se debían ejecutar durante la primavera, así como de sus proyectos agronómicos; era preciso transportar el estiércol lo más pronto posible para terminar este trabajo antes de la primera siega; y después se debía labrar el campo más lejano.

El intendente escuchaba con la mayor atención, con el aire de un hombre que se esfuerza para aprobar los proyectos de su amo; su rostro expresaba esa desanimación y abatimiento que irritaban a Lievin en el más alto grado. «Todo eso está muy bien —parecía decir—, pero tendremos lo que Dios dará.»

Este proceder desesperaba a Lievin; pero como era común a todos los intendentes que había tenido a su servicio, los cuales le oían hablar de sus proyectos con la misma expresión desanimada, había determinado no incomodarse ya. Sin embargo, la frase «lo que Dios dará» le parecía una especie de fuerza elemental destinada a oponerle siempre un obstáculo.

—Veremos si hay tiempo, Konstantín Dmítrich.

—¿Y por qué no ha de haberlo?

—Se necesitan quince trabajadores más, los cuales no vienen; hoy se ha presentado uno que pedía setenta rublos por este verano.

Lievin calló; siempre tropezaba con la misma dificultad. Sabía que por muchos esfuerzos que se hicieran, nunca era posible reunir más de treinta y ocho jornaleros al precio normal; pero quiso probar una vez más.

—Envíe usted a buscar a Sury y a Chefírovka, y si no vienen de allí, será preciso ir a otra parte.

—Lo que es el enviar, poco cuesta —dijo Vasili Fiódorovich, con aire abatido—; pero los caballos están ya muy débiles.

—Compraremos otros. Ya sé —añadió, sonriendo—que siempre hará usted lo menos que pueda y del peor modo; pero le prevengo que no lo dejaré obrar a su antojo este año. Yo lo haré todo.

—¡Si usted apenas duerme! En cuanto a nosotros, preferimos trabajar a la vista del amo.

—¿Dice que están sembrando el trébol? Yo mismo iré a inspeccionar la operación —dijo Lievin, montando el caballo que el cochero acababa de traer.

—No podrá pasar usted por los arroyos, Konstantín Dmítrich —gritó el cochero.

—Pues iré por el bosque.

Montado en su caballo, que relinchaba de alegría al salir de la cuadra, Lievin salió del cenagoso patio, poniendo su cuadrúpedo al galope.

La agradable impresión que Konstantín Lievin experimentara en la casa iba en aumento, y se balanceaba suavemente en su montura, aspirando el aire ya tibio, aunque impregnado aún de la frescura de la nieve; «el aspecto de los árboles, con su musgo naciente y sus botones» a punto de abrirse, le causaba placer; y al salir del bosque se ofreció a su vista la extensión inmensa de los campos cubiertos de verdor, con algunos pequeños espacios de nieve acá y allá. Nada era capaz de encolerizarle: ni el haber encontrado a un caballo en sus campos, ni las estúpidas respuestas de Ipat, a quien Lievin encontró por el camino. Al preguntarle: «¿Qué tal, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», este le contestó: «Antes hay que labrar, Konstantín Dmítrich». Cuanto más adelantaba, mayor era su satisfacción, pues sus planes agrícolas parecían producir los mejores resultados: proteger los campos por la parte del mediodía, estableciendo plantaciones que impidieran a la nieve ocupar un sitio demasiado tiempo; dividir las tierras laborables en nueve partes, de las cuales se estercolarían seis, consagrándose tres al forraje; construir una vaquería en la parte más lejana de la finca; abrir un estanque; tener cercas portátiles para el ganado a fin de utilizar los abonos en las praderas; llegar a cultivar así en grandes extensiones el trigo, las patatas y el trébol…; tales eran los proyectos de Lievin.

Sumido en estas reflexiones, y dirigiendo con prudencia el cuadrúpedo para no estropear sus campos, Konstantín Dmítrich llegó al sitio donde los trabajadores sembraban el trébol. El carro cargado de simiente, en vez de estar detenido en el límite del campo, había aplastado con sus ruedas el trigo de invierno, que el caballo hollaba con sus cascos; y los dos jornaleros, sentados a la orilla del camino, encendían su pipa. La simiente del trébol, en vez de haberse cernido, estaba en el carro, mezclada con la tierra, en forma de partículas duras y secas.

Al divisar al amo, el trabajador Vasili se dirigió hacia el carro y Mishka comenzó a sembrar. Allí faltaba orden, pero Lievin se incomodaba muy rara vez con sus jornaleros. Al acercarse Vasili, le ordenó que condujera el caballo del carro al camino.

—No importa que pise la hierba —dijo Vasili—; ya volverá a crecer.

—Haga usted lo que le mando sin contestar —replicó Lievin.

—Ya voy—repuso el hombre, dirigiéndose hacia el caballo—. ¡Qué siembra, Konstantín Dmítrich —añadió—, no hay nada más hermoso! Sin embargo, no se adelanta sin dificultad, porque la tierra está muy pesada.

—¿Por qué no han cernido el trébol? —preguntó Lievin.

—Eso no importa, ya se arreglará —contestó Vasili, cogiendo una simiente y triturándola entre sus dedos.

Vasili no era culpable; pero el amo se enojó. Se apeó al punto, y cogiendo la sembradora de manos de Vasili, comenzó a trabajar.

—¿Dónde lo has dejado? —preguntó.

Vasili indicó el sitio con el pie, y Lievin continuó sembrando lo mejor que pudo; pero la tierra estaba convertida en un pantano, y al poco tiempo se detuvo, bañado en sudor, y devolvió el instrumento al jornalero.

—En verano, señor, no me riña por este surco —dijo Vasili.

—¿Por qué? —preguntó alegremente Lievin, sintiendo que el remedio empleado daba su resultado…

—Ya lo verá. Será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Ya sabe, Konstantín Dmítrich, procuro hacer el trabajo bien como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo todo eso! —añadió Vasili mostrando el campo.

—La primavera es buena —dijo Vasili—; los ancianos no recuerdan otra igual; el abuelo de casa ha sembrado también trigo, y dice que no se distingue ya del centeno.

—¿Hace mucho que sembráis trigo vosotros?

—Usted mismo fue quien nos enseñó el año pasado.

—Pues bien, ten cuidado —dijo Lievin, dirigiéndose hacia su caballo—; vigila de cerca a Mishka, y si la siembra sale bien, te pagaré cincuenta
kopeikas
por
desiatina
.

—Le damos las más expresivas gracias, ya estamos contentos con usted sin recompensas.

Lievin volvió a montar a caballo y fue a visitar su campo de trébol del año anterior, y después el que se labraba para el trigo de verano.

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