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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (41 page)

BOOK: Ana Karenina
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«¿Por qué habla francés a sus hijos? —pensó—. Esto es poco natural, y los niños lo conocen, se les enseña el francés y se les hace olvidar la sinceridad.»

Lievin ignoraba que Dolli se había hecho veinte veces el mismo razonamiento, deduciendo que, a pesar de perjudicarse lo natural, no había otro medio de enseñar una lengua extranjera a los niños.

—¿Adónde va usted tan deprisa? —preguntó Dolli—. Acompáñenos otro ratito.

Lievin permaneció hasta la hora de tomar el té; pero toda su alegría se había desvanecido y experimentaba cierta contrariedad.

* * *

Después del té, Lievin salió para dar orden de enganchar, y cuando volvió al salón halló a Dolli muy trastornada, con los ojos llenos de lágrimas. Durante su breve ausencia, el orgullo de la buena madre respecto a sus hijos acababa de resentirse dolorosamente. Grisha y Tania se habían pegado por una pelota; al oír sus gritos, Dolli acudió presurosa y los halló en estado lastimoso; Tania tiraba de los cabellos a su hermano, y este, con las facciones descompuestas por la cólera, descargaba puñetazos sobre su adversaria. Ante aquel espectáculo, le pareció a Dolli que algo se rompía en su corazón y que todo se cubría de un velo negro, aquellos niños de los que estaba tan orgullosa resultaban ser ahora malos y de perversas inclinaciones; y esta idea perturbó de tal modo a la madre, que no pudo expresar su pena a Lievin. Este la consoló de la mejor manera posible, le aseguró que el hecho de pegarse los niños no tenía nada de terrible, pues todos lo hacían; pero al mismo tiempo se decía: «No, no me molestaré para hablar francés a mis hijos, porque no se debe desnaturalizar el carácter de las criaturas; esto las impide ser seductoras. ¡Oh, mis hijos serán muy diferentes!». Y despidiéndose de Dolli, se retiró sin que esta tratase de retenerlo.

XI

H
ACIA
mediados de julio, Lievin vio llegar al intendente de la hacienda de su hermana, situada a unas veinte
verstas
de Pokróvskoie, que llevaba su informe sobre el estado de los negocios y el resultado de la siega. El principal rendimiento de acuella tierra provenía de los extensos prados que se inundaban en la primavera y que los campesinos arrendaban en otro tiempo. Cuando Lievin se encargó de la administración de aquella propiedad reconoció al examinar los terrenos que el precio pagado por aquellos era excesivamente módico, y, en su consecuencia, le aumentó en la proporción que le pareció equitativa. Los campesinos rehusaron arrendar con las nuevas condiciones, y como lo sospechaba Lievin, hicieron todo lo posible para ahuyentar a otros solicitantes. Fue preciso trasladarse a la localidad, buscar jornaleros y segar por cuenta propia. Los aldeanos hicieron cuanto estuvo en su mano para entorpecer este nuevo plan; mas, a pesar de ello, las praderas produjeron ya más del doble desde el primer verano. La resistencia de los campesinos se prolongó dos años más; pero después propusieron encargarse del trabajo, reteniendo para sí la tercera parte de la cosecha; y el intendente iba solo para anunciar que todo estaba terminado. Dijo que a causa de la lluvia se habían dado prisa a concluir los trabajos, y que era preciso comprobar la repartición para entregar al propietario las once cargas que le correspondían. Lievin sospechó, por el apresuramiento del intendente para hacer la distribución, sin haber recibido orden del administrador principal, que se había cometido alguna irregularidad, y en su consecuencia, juzgó prudente ir por sí mismo a poner el asunto en claro. Llegó al pueblo a la hora de comer, dejó los caballos en casa de un anciano campesino amigo suyo y marchó en busca de este, esperando obtener de él algún informe sobre el asunto de las praderas. El buen hombre recibió a Lievin con demostraciones de alegría, le enseñó su pequeño dominio y lo condujo al sitio donde estaban las colmenas: pero contestó vagamente a las preguntas que Lievin le hizo, lo cual bastó para confirmar las sospechas de este. Se dirigió al sitio donde estaban las gavillas, las examinó y, pareciéndole inverosímil que contuvieran cincuenta carretadas, dio orden de conducirlas a un cobertizo, donde resultó de la comprobación que solo había treinta y dos. El intendente juró y perjuró que se había procedido con la mayor honradez: pero Lievin replicó que no aceptaba aquella distribución, y, al fin, después de un largo debate, se acordó que los campesinos se quedaran con las once cargas y se diera al amo la parte que exigía. Arreglado el asunto, Lievin fue a sentarse sobre una gavilla y contempló admirado la animación de la pradera con su mundo de trabajadores.

Delante de él se extendía el río, que en aquella parte formaba un recodo, y en las orillas se veían mujeres moviéndose en animados grupos alrededor del heno; lo removían, lo levantaban en masas ondulantes de un bonito color verde claro, y lo alargaban a los hombres, que con las largas horquillas formaban los haces. Por un lado llegaban ruidosamente los carros, en los cuales se cargaba la parte de los campesinos; y en las carretas se amontonaba el heno sobre los caballos.

—¡Qué hermoso tiempo! —dijo el anciano, sentándose junto a Lievin—. El heno está seco como el grano que damos a las gallinas, y desde la hora de comer hemos alineado ya lo menos la mitad… ¿Es esa la última carretada? —preguntó a un joven que pasaba por delante de ellos en su carreta.

—La última, padre —contestó el campesino, sonriendo, y volviéndose a una mujer fresca y rolliza que lo acompañaba.

—¿Es tu hijo? —preguntó Lievin.

—Sí, el menor —contestó el anciano con una sonrisa cariñosa.

—¡Guapo muchacho!

—¿No es verdad?

—¿Está ya casado?

—Sí; hace dos años.

—¿Tiene hijos?

—¡Qué va! Durante un año entero no se enteraba, encima le daba vergüenza preguntar. ¡Vaya heno! —dijo él deseando cambiar del tema.

Lievin miró con atención a la joven pareja, que comenzaba a cargar su vehículo; el marido, en pie, recibía enormes brazadas de heno que su compañera le alargaba con una horquilla, y cuando la carreta estuvo llena, la mujer se introdujo por debajo para atar la carga. En el semblante de los jóvenes cónyuges se retrataba el amor y la felicidad.

XII

T
ERMINADA
la operación de cargar, el joven campesino, llamado Iván, saltó a tierra, empuñó la brida del caballo y se puso en marcha con las demás carretas en dirección al pueblo, mientras que la mujer iba a reunirse con otras trabajadoras. Aquellas mujeres, con sus zagalejos de brillantes colores y sus rastrillos al hombro, alegres y animadas, comenzaron a cantar, y una de ellas entonó con voz robusta una estrofa, la cual repitieron a coro voces frescas y argentinas.

Lievin veía acercarse a las mujeres como una nube que pronto lo arrollaría todo. Al ritmo de aquella canción salvaje, con su acompañamiento de silbidos y agudos gritos, los campos parecían animarse. Semejante alegría hizo experimentar a Lievin un sentimiento de envidia; hubiera querido participar de ella, mas él no sabía hacer tales manifestaciones, y, por tanto, debía limitarse a mirar y escuchar.

Cuando aquella multitud hubo pasado, reflexionó sobre su aislamiento y su pereza física, pensando en la especie de hostilidad que existía entre él y aquel mundo de campesinos.

Aquellos mismos hombres con quienes había disputado, infiriéndoles una injuria si su intención no fue engañarle, lo saludaban ahora alegremente al paso, sin rencor y sin remordimiento, porque el trabajo había borrado todo mal recuerdo. Dios, que daba aquel día, comunicaba a todos la fuerza necesaria para salir de él, y nadie pensaba en preguntarse por qué trabajaba y para quién sería el beneficio. Lievin, bajo la impresión que le había causado la vista de Iván y su mujer, experimentaba más que nunca el deseo de cambiar su existencia, ociosa, artificial y egoísta, por la de aquellos campesinos, que le parecía tan seductora y pura.

Solo y sentado en su gavilla, mientras que los habitantes de las inmediaciones entraban en sus casas y los que venían de lejos se instalaban en la pradera, Lievin miraba y escuchaba sin ser visto, y pasó casi sin dormir aquella breve noche de estío.

Durante la cena, los aldeanos hablaron y rieron largo rato, entonando alegres canciones; pero un poco antes de la aurora se produjo un profundo silencio, solo se oía el canto incesante de las ranas en los pantanos y el rumor de los caballos que pastaban en la pradera. Entonces Lievin volvió en sí, se levantó y echó de ver, mirando a las estrellas, que la noche había pasado.

«¿Y qué haré yo? —se dijo, procurando dar forma a los pensamientos que le preocuparon durante la noche—. ¿Cómo realizaré mi proyecto?»

Por lo pronto, sería necesario renunciar a su vida pasada, a su inútil cultura intelectual, cosa fácil y que no le costaría mucho. Pero esto le hacía reflexionar sobre su futura existencia, sencilla y pura, la cual le devolvería la calma y tranquilidad del espíritu, que no conocía ya. Sin embargo, ¿cómo efectuar la transición de su vida actual a la otra? Sobre este punto nada le pareció claro; debería casarse con una campesina, imponerse un trabajo, abandonar Pokróvskoie, comprar un terreno, hacerse individuo de una comunidad… ¿Cómo realizar todo esto? Lievin no lo veía con claridad.

«A decir verdad —pensó—, mis ideas no son claras, porque no he dormido en toda la noche; pero una cosa me parece positiva y es que estas pocas horas han decidido mi suerte. Mis sueños de otro tiempo no son más que una locura; lo que yo quiero es más sencillo y mejor.»

«¡Qué hermoso es —se dijo después, admirando las ligeras nubes sonrosadas que se deslizaban por el cielo, semejantes al fondo nacarado de una concha—, qué hermoso es cuanto veo en esta magnífica noche! ¿Cómo ha tenido tiempo de formarse esa concha? ¡Hace un momento observé el cielo y solo vi fajas blancas! Así se han transformado, sin que yo lo notase, mis ideas sobre la vida.»

Lievin salió de la pradera para dirigirse hacia el pueblo; comenzaba a soplar un aire fresco, y todo adquiría, en aquel instante que precede a la aurora, un tinte gris melancólico como para revelar mejor el triunfo del día sobre las tinieblas.

Konstantín andaba deprisa para entrar en calor, cuando de repente divisó en el camino, a unos cuarenta pasos de distancia, un coche tirado por cuatro caballos; la carretera era mala, y para no rozarse con las ortigas, los cuadrúpedos se oprimían contra la lanza pero el postillón los dirigía tan bien que las ruedas pasaban solo por el suelo llano de camino.

Lievin contempló distraídamente aquel coche sin pensar en lo que podía contener.

Una anciana dormitaba en el fondo, mientras que junto a la portezuela una joven jugaba con la cinta de su gorro de viaje; su rostro, de expresión tranquila y pensadora, parecía revelar un espíritu superior; en aquel instante contemplaba las claridades del alba, y ya iba a desaparecer la visión, cuando dos ojos brillantes fijaron en él una mirada. Ella lo reconoció, y la alegría de la sorpresa iluminó su rostro.

Lievin no se podía engañar, aquellos ojos eran únicos en el mundo y solo un ser humano personificaba para él la luz de la vida y su propia razón de ser. Era ella, Kiti. Konstantín comprendió que se dirigía desde la estación de ferrocarril a Iergushovo; y todas sus resoluciones, adoptadas durante una noche de insomnio, se desvanecieron al punto; la idea de casarse con una campesina le infundió horror. Allí, en aquel coche que se alejaba, estaba la contestación al enigma de la existencia que lo atormentaba tan penosamente. El rumor de las ruedas dejó de oírse, apenas se percibía el sonido de las campanillas y Lievin reconoció por los ladridos de los perros que el coche cruzaba el pueblo. De aquella visión no quedaba para él más que los campos solitarios, la aldea lejana, él, solitario y ajeno a todo, él mismo, que andaba solo por un ancho camino abandonado.

Lievin miró al cielo, esperando hallar esas tintas nacaradas que antes viera y que le habían parecido personificar el movimiento de sus ideas y de sus impresiones durante la noche; pero nada recordaba ya los tintes de la concha. Allá arriba, en alturas inconmensurables, se había efectuado la misteriosa transición que sustituyó al nácar una vasta alfombra de pequeñas nubes blanquecinas, el cielo comenzaba a clarear y matizarse de un hermoso azul, y contestaba con igual dulzura y menos misterio a su mirada interrogadora…

«No —pensó—, por hermosa que sea esa vida sencilla y laboriosa, no me es posible adoptarla. A “ella” es a quien amo.»

XIII

E
XCEPTO
sus familiares, nadie sospechaba que Alexiéi Alexándrovich, aquel hombre frío y reflexivo, fuese presa de una debilidad que estaba en contradicción absoluta con la tendencia general de su naturaleza. No podía ver llorar a un niño o una mujer sin alterarse; el ver las lágrimas lo trastornaba, y hasta perdía el uso de sus facultades. Sus subordinados lo sabían tan bien, que juzgaban necesario advertírselo a las solicitantes para no comprometer su demanda, por haber dado origen a un acceso de sensibilidad. «Se incomodará y no seréis escuchados», les decía siempre. En efecto, la perturbación que las lágrimas producían en Karenin se traducía por una cólera agitada: «Nada puedo hacer por usted —contestaba Karenin en semejante caso—; sírvase retirarse».

Cuando al volver de las carreras Anna le hubo confesado sus relaciones con Vronski, y cubriéndose el rostro comenzó a sollozar, Alexiéi Alexándrovich, aunque irritado contra su esposa, no pudo menos de experimentar una profunda perturbación; y para evitar toda señal exterior, trató de reprimir su emoción, permaneciendo inmóvil sin mirar a su esposa, con una rigidez mortal que llamó mucho la atención de Anna.

Al acercarse a la casa hizo un gran esfuerzo para bajar del coche y separarse de su esposa con la acostumbrada cortesía, y solo dijo algunas palabras insignificantes, resuelto a no tomar ninguna determinación hasta el día siguiente.

Las palabras de Anna habían confirmado sus peores sospechas, y el daño que le hicieron, agravándose con las lágrimas, era verdaderamente cruel; pero una vez solo en el coche, Alexiéi Alexándrovich se sintió aliviado de un gran peso, pareciéndole que ya no pesaban sobre él las dudas, ni los celos, ni la piedad. Experimentaba la misma sensación del hombre que, aquejado de un fuerte dolor de muelas, se hace arrancar la que está dañada, y aunque el dolor es terrible, siente después un consuelo y alivio indecibles. El dolor que había emponzoñado su vida tan largo tiempo no existía ya; en el futuro le sería dado pensar, hablar e interesarse en otra cosa que no fuese su mal.

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