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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

Alrededor de la luna (5 page)

Empezó la comida por tres tazas de excelente caldo, que se preparó disolviendo en agua caliente unas cuantas de las exquisitas pastillas de Liebig, preparadas con los mejores trozos de los rumiantes de las Pampas. Al caldo de vaca sucedieron algunos pedazos de bistec comprimidos en la prensa hidráulica, tan tiernos, tan suculentos como si salieran de las cocinas del «Café Inglés». Miguel, que era hombre de imaginación, aseguró que echaban sangre.

Diversas legumbres en conserva y «más frescas que en su tiempo», según afirmaba también Miguel, siguieron al plato de carne, y terminó la comida con té y tostadas de manteca a la americana. El té, que pareció exquisito, era de primera y regalo del emperador de Rusia, que había enviado unas cuantas cajas a los viajeros.

Por último, Ardán descorchó una botella de «Nuits», que por casualidad había en el departamento de las provisiones, y los tres amigos bebieron brindando por la unión de la Tierra y su satélite.

Y cual si no bastase la compañía de aquel excelente vino que había sido destilado en las laderas de Borgoña, el Sol quiso honrar también el festín con su presencia. El proyectil salía, en aquel momento, del cono de sombra proyectado por el globo terrestre y los rayos del astro brillante fueron a dar directamente en el disco inferior del proyectil.

—¡El Sol! —exclamó Miguel Ardán.

—Sin duda —respondió Barbicane—; ya lo esperaba.

—Sin embargo —dijo Miguel—, ¿el cono de sombra que la Tierra proyectaba en el espacio no se extiende más allá de la Luna?

—Sí, mucho más allá, si no se tiene en cuenta la refracción atmosférica —dijo Barbicane—; pero cuando la Luna está envuelta en esta sombra es porque los centros de los tres astros: Sol, Tierra y Luna, están en línea recta. Entonces los nodos coinciden con las fases de la luna llena, y se verifica el eclipse. Si hubiéramos salido en el momento de un eclipse la Luna, toda nuestra travesía se hubiera verificado en la sombra, lo cual hubiera sido cosa desagradable.

—¿Por qué?

—Porque aun cuando flotemos en el vacío, nuestro proyectil, bañado por los rayos solares, recogerá su luz y su calor, lo cual, entre otras cosas, nos proporcionará economía de gas que es de gran importancia.

En efecto, bajo la influencia de aquellos rayos, cuya temperatura y cuyo brillo no templaba ninguna atmósfera, el proyectil se iluminaba y recibía su calor, como si huera pasado súbitamente del invierno al verano. La Luna por un lado, el Sol, por otro, lo inundaban con sus resplandores.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Nicholl.

—¡Ya lo creo! —exclamó Miguel Ardán—. Con un poco de tierra vegetal extendida sobre nuestro planeta de aluminio, haríamos nacer guisantes en veinticuatro horas. Sólo temo una cosa, y es que lleguen a entrar en fusión las paredes del proyectil.

—No tengas cuidado, amigo mío —respondió Barbicane—. El proyectil ha sufrido una temperatura mucho más elevada, mientras atravesaba las capas atmosféricas. Nada me extrañaría que haya parecido un bólido candente a los espectadores de la Florida.

—¡Entonces J. T. Maston debe de creernos asados!

—Lo que me choca —respondió Barbicane— es que no lo hayamos sido. Es un peligro que no habíamos previsto.

—Yo si lo temía —respondió simplemente Nicholl.

—¡Y nada nos había dicho, sublime capitán! —dijo Miguel Ardán, estrechando la mano de su compañero.

Barbicane, entretanto, se entretenía en arreglar el interior del proyectil, como si nunca debiera salir de él. Se recordará que aquel vagón aéreo presentaba en su base una superficie de cincuenta y cuatro pies cuadrados. Tenía dos pies de altura hasta el vértice de su bóveda, se hallaba distribuido hábilmente en todo su interior y los instrumentos y utensilios de viaje perfectamente acomodados cada uno en su sitio especial, de manera que los tres viajeros podían moverse allí dentro con perfecto desahogo. El grueso cristal fijo en una parte del fondo podía sostener, sin peligro, un gran peso. Así Barbicane y sus compañeros andaban sobre él como sobre un suelo sólido. A todo esto, el Sol, que lo atacaba con sus rayos directos, iluminando por bajo el interior, producía efectos de luz muy singulares.

Comenzaron por examinar el depósito de agua y la caja de los víveres.

Estos dos recipientes se hallaban en buen estado, sin haber sufrido desperfecto alguno, merced a las disposiciones tomadas para amortiguar el choque. Los víveres eran abundantes y podrían alimentar a los viajeros durante todo un año. Barbicane había querido precaverse para el caso de que el proyectil llega a un punto de la Luna completamente estéril. En cuanto al y a la provisión de aguardiente, que llegaba a cincuenta galones, había sólo para dos meses. Pero a juzgar por las últimas observaciones de los astrónomos, la Luna conservaba una atmósfera baja, densa, pesada, a lo menos en los valles profundos, y allí no podía menos de haber arroyos y manantiales. Así, pues, ni en la travesía ni en el primer año de su permanencia en el continente lunar debían sufrir hambre ni sed los atrevidos exploradores.

Quedaba la cuestión del aire en el interior del proyectil; pero también estaba resuelta. El aparato de Reiset y Regnault, destinado a producir oxígeno, era alimentado por clorato de potasa y había para dos meses. Es verdad que consumía necesariamente cierta cantidad de gas, porque debía mantener a más de cuatrocientos grados la materia productiva; pero tampoco había nada que temer en este punto. Por lo demás el aparato no exigía sino un poco de vigilancia, porque funcionaba automáticamente. A aquella elevada temperatura el clorato de potasa se transformaba en cloruro potásico y abandonaba todo su oxígeno; y descomponiendo dieciocho libras de clorato de potasa se obtendrían las siete libras de oxígeno necesarias para el consumo diario de los viajeros del proyectil.

Más no bastaba renovar el oxígeno gastado; era también necesario absorber el ácido carbónico producido por la respiración. En efecto, al cabo de doce horas la atmósfera del proyectil se había cargado de este gas deletéreo, producto de la combustión de los elementos de la sangre por el oxígeno aspirado. Nicholl conoció aquel estado del aire al ver a Diana respirar fatigosa, y era, efectivamente, porque el ácido carbónico, a causa de su gravedad específica, se iba acumulando en el fondo del proyectil, como en la famosa Gruta del Perro, en Nápoles. La pobre perra, con la cabeza baja, sufría ya la influencia perniciosa de aquel gas; pero el capitán Nicholl se apresuró a remediar el mal, disponiendo en el fondo del proyectil varios recipientes que contenían potasa cáustica, sustancia que, por ser muy ávida de ácido carbónico, lo absorbió en poco tiempo y purificó el aire.

Se procedió luego al inventario de los instrumentos. Los termómetros y barómetros habían resistido, salvo un termómetro de mínimas, que se había roto. Un excelente aneroide, que iba dentro de un estuche almohadillado, fue colgado en la pared; como es fácil de comprender, no sufría ni marcaba más que la presión de aire contenido en el proyectil. Pero indicaba también la cantidad de vapor de agua que encerraba. En aquel momento oscilaba su aguja entre 730 y 760 milímetros, lo cual significaba «buen tiempo».

También disponía Barbicane de varias brújulas que seguían intactas y que no marcaban dirección alguna, porque a la distancia en que el proyectil se encontraba de la Tierra el polo magnético no podía ejercer acción sensible en el aparato. Pero aquellas brújulas, transportadas al disco lunar, tal vez revelarían allí fenómenos particulares; y como quiera que fuese era de gran interés averiguar si el satélite de la Tierra se hallaba, como ésta sujeto a la influencia magnética.

Se examinó igualmente el estado en que se hallaban un hipsómetro para medir la altura de las montañas lunares, un sextante destinado a tomar la altura del Sol, un teodolito, instrumento de geodesia que sirve para levantar planos y reducir los ángulos en el horizonte, y varios anteojos de grandísima utilidad para cuando se hallasen cerca de la Luna. Todos estos instrumentos estaban intactos a pesar de la violencia de la sacudida inicial.

En cuanto a los utensilios: picos, azadones y útiles de que Nicholl había hecho selecta provisión, los sacos de semillas variadas y los arbustos que Miguel Ardán pensaba trasplantar a las tierras selenitas, continuaban en sus puestos respectivos, en la parte alta del proyectil. Allí había una especie de desván lleno de objetos que el pródigo francés había amontonado y que no se sabía a punto fijo cuáles fueran. De cuando en cuando se encaramaba hasta allí, asiéndose a los ganchos fijos en las paredes; volvía y revolvía, arreglaba y registraba, tarareando en falsete alguna canción francesa que divertía a la reunión.

Barbicane comprobó minuciosamente que sus cohetes y demás artificios no habían sufrido desperfectos. Aquellas importantes piezas, fuertemente cargadas, debían servir para retardar la caída del proyectil cuando, arrebatado por la atracción lunar, después de pasar al punto de equilibrio, fuera a caer sobre la superficie del satélite. Esta caída, por lo demás, debía ser seis veces menos rápida que lo hubiera sido sobre la superficie de la Tierra, debido a la diferencia de masa en ambos astros.

La inspección se terminó, pues, a satisfacción de todos; y cada cual volvió luego a observar el espacio por las ventanas laterales y a través del cristal inferior.

El espectáculo seguía siendo el mismo: toda la extensión de la esfera terrestre estaba cuajada de estrellas y constelaciones de un brillo maravilloso que hubiera vuelto loco de júbilo a un astrónomo. Por un lado el Sol, como la boca de un horno encendido, presentaba un disco deslumbrador sin aureola y resaltando en el fondo negro del cielo. Por el otro la Luna le enviaba sus rayos reflejados, y aparecía como inmóvil en medio del mundo estelar. Después, una mancha bastante oscura que parecía un agujero hecho en el firmamento, y que se hallaba rodeada de un semicírculo plateado, indicaba el emplazamiento de la Tierra. Aquí y allí se veían nebulosas amontonadas como copos de nieve sideral, y del cenit al nadir se extendía como un inmenso anillo de la Vía Láctea, en medio de la cual el Sol no figura sino como estrella de cuarta magnitud.

Los observadores no podían apartar las miradas de aquel espectáculo tan nuevo e imposible de describir. ¡Qué de reflexiones les sugirió! ¡Cuántas emociones desconocidas despertó en su alma! Barbicane quiso comenzar la relación de su viaje bajo el efecto de aquellas impresiones, y anotó hora por hora todos los hechos que marcaban el principio de su empresa, escribiendo tranquilamente con letra grande y estilo un poco comercial.

Mientras tanto, el calculador Nicholl revisaba sus fórmulas de trayecto y manejaba las cifras con sin igual destreza. Miguel Ardán charlaba, ora con Barbicane, que apenas respondía, ora con Nicholl, que ni siquiera le oía, o con Diana que no entendía sus proyectos, y por fin consigo mismo, preguntándose y respondiéndose, yendo, viniendo, ocupándose en mil menudencias, ya inclinado sobre el cristal del fondo, ya encaramado en alto del proyectil, y siempre canturreando entre dientes. En una palabra, representaba detrás de aquel macrocosmos la agitación y la locuacidad francesas, y las representaba Miquel Ardán dignamente.

El día, más propiamente dicho, el transcurso de doce horas que constituye el día en la Tierra, terminó con una cena abundante y delicada. No había ocurrido ningún incidente capaz de alterar la confianza de los viajeros, los cuales, llenos de esperanza y seguros del éxito, se durmieron tranquilamente, mientras el proyectil cruzaba los espacios celestes a una velocidad uniformemente decreciente.

Capítulo IV. Un poco de álgebra

Transcurrió la noche sin ningún incidente digno de mención, entendiendo siempre que la palabra noche es impropia, porque la posición del proyectil no variaba con relación al Sol, y astronómicamente, era dé día en la parte inferior del proyectil y de noche en la superior. Así, pues, en el presente relato estas dos palabras no expresan sino el tiempo transcurrido entre el orto y el ocaso del Sol en la Tierra.

Tanto más tranquilo fue el sueño de los viajeros cuanto que el proyectil, a pesar de su gran velocidad, parecía hallarse enteramente inmóvil. Ningún movimiento revelaba su marcha a través del espacio. La traslación, por muy rápida que sea, no puede producir efecto sensible en el organismo, si se verifica en el vacío o si la masa de aire circula con el cuerpo arrastrado. ¿Qué habitante de la Tierra percibe su velocidad, que sin embargo le hace andar a razón de noventa mil kilómetros por hora? El movimiento en tales condiciones no se siente más que el reposo. Así todo cuerpo es indiferente a ellos; si se halla en reposo permanecerá en tal estado hasta que una fuerza externa le obligue a moverse, y si está en movimiento no se detendrá hasta que un obstáculo interrumpa su marcha. Esta indiferencia por el movimiento Y el reposo es la inercia.

Barbicane y sus compañeros podían creerse en reposo absoluto, encerrados en el proyectil, y el efecto hubiera sido el mismo aunque se hallaran en lo exterior. A no ser por la Luna, que aumentaba en volumen delante de ellos, y por la Tierra, que disminuía detrás, podían jurar que flotaban en la inmovilidad más completa.

Por la mañana del 3 de diciembre les despertó un ruido alegre, pero inesperado: era el canto de un gallo que resonó dentro del vagón. Miguel Ardán, que fue el primero en despertarse, trepó hasta lo alto del proyectil, y cerrando una caja que estaba entreabierta, dijo en voz baja:

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