—Pues bien, querido Miguel —respondió Barbicane—, no hubieras hecho mucho tiempo el hipogrifo, porque a pesar de tu traje de buzo, el aire contenido en tu cuerpo te habría hecho reventar como una bomba o como un globo que se eleva demasiado en el aire. Así, pues, no sientas nada, y ten presente que mientras flotemos en el vacío has de privarte de todo paseo sentimental fuera del proyectil.
Miguel Ardán se dejó convencer hasta cierto punto, conviniendo que la cosa era difícil, pero no imposible, palabra que jamás pronunciaba.
Se varió la conversación, pero sin que ésta decayera; los amigos advertían que en aquellas condiciones brotaban las ideas en los cerebros como las hojas en los árboles al primer calor de la primavera.
Entre las preguntas y respuestas que se cruzaban, planteó Nicholl una cuestión que no podía resolverse fácilmente.
—Hasta ahora —dijo— no hemos tratado sino de ir a la Luna, lo cual está y bien; pero ¿cómo volveremos?
Se quedaron sorprendidos sus compañeros; hubieran dicho que aquella dificultad se presentaba por primera vez.
—¿Qué quieres decir, Nicholl? —preguntó gravemente Barbicane.
—Me parece inoportuno —dijo Miguel— pensar volver de un país cuando aún no se ha llegado a él.
—No es que yo quiera volver atrás —replicó Nicholl—; pero repito mi pregunta. ¿Cuándo volveremos?
—No lo sé —respondió Barbicane.
—Y yo —dijo Miguel—, si hubiera sabido cómo iba a volver, no hubiera ido.
—Eso es responder —exclamó Nicholl.
—Apruebo las palabras de Miguel y añadiré que la cuestión no tiene interés por ahora. Más adelante, cuando sea necesario, trataremos de eso. Si no tenemos el columbiad, tenemos el proyectil.
—¡Buen negocio es! ¡Una bala sin fusil!
—¡El fusil —respondió Barbicane— se puede hacer, así como la pólvora! Supongo que no faltarán metales, nitro ni carbón en las entrañas de la Luna. Además, para volver, no hay que vencer más que la atracción lunar, y basta sólo andar ocho mil leguas para caer en el globo terrestre, en virtud las leyes de gravedad.
—¡Basta! —dijo Miguel—. ¡No hablemos más de volver! Demasiado hemos hablado ya. En cuanto a comunicar con nuestros antiguos colegas de la Tierra no será cosa difícil.
—¿Y cómo?
—Por medio de bólidos lanzados por los volcanes lunares.
—Bien pensado, Miguel —respondió Barbicane, con tono de convicción—. Laplace ha calculado que bastaría una fuerza once veces superior a la de nuestros cañones para enviar un bólido de la Luna a la Tierra. Ahora bien, no hay volcán que no tenga una potencia impulsiva superior a ésta.
—¡Magnífico! —exclamó Miguel—. Vean ahí unos factores cómodos y que costarán nada. ¡Cómo vamos a reírnos de la Administración de Correos! Pero ahora se me ocurre…
—¿Qué se te ocurre?
—¡Una idea soberbia! ¿Por qué no hemos enganchado un alambre a nuestro proyectil? ¡Ahora podríamos cambiar telegramas con la Tierra!
—¡Por Dios! —replicó Nicholl—. ¿Y el peso de un alambre, hilo de ochenta seis mil leguas, no lo cuentas?
—No. ¡Se hubiera triplicado la carga del columbiad! ¡Cuadruplicado, quintuplicado! —exclamó Miguel, cuya locuacidad tomó una entonación cada vez más violenta.
—¡No hay que hacer más que una leve objeción a tu proyecto! —respondió Barbicane—; y es que durante el movimiento de rotación del proyectil nuestro alambre se hubiera arrollado a él, como una cadena al cabrestante y nos habría arrastrado de nuevo a la Tierra.
—¡Por las treinta y nueve estrellas de la Unión! —exclamó Miguel—. ¡Hoy no tengo más que ideas impracticables! ¡Ideas dignas de J. T. Maston! Pero creo que si nosotros no volvemos a la Tierra, J. T. Maston es capaz de venir a buscarnos.
—¡Oh, sí, vendría! —replicó Barbicane—. Es un digno y valeroso compañero. Además, no hay cosa más fácil. ¿No está el columbiad ahí abierto en el suelo de la Florida? ¿Faltan algodón y ácido nítrico para fabricar el piróxilo? ¿No ha de volver la Luna a pasar por el cenit —de la Florida? ¿En el transcurso de dieciocho años no ocupará el mismo sitio que ocupa hoy?
—Si —repitió Miguel—, sí; Maston vendría, y con él nuestros amigos Elphiston y Blonisberry, todos los individuos del «Gun-Club», y serían bien recibidos. Y más adelante se establecerán trenes proyectiles entre la Tierra y la Luna. ¡Viva J. T. Maston!
Probablemente si el respetable J. T. Maston no oía las exclamaciones hechas en su honor, por lo menos le zumbaban los oídos. ¿Qué haría en aquellos momentos? Sin duda, apostado en las Montañas Rocosas, en la estación de Long's Peak, trataba de descubrir el invisible proyectil que gravitaba en el espacio. Si pensaba en sus compañeros, hay que convenir en que éstos le correspondían, y así, bajo la influencia de una exaltación particular, le dedicaban sus mejores y más cariñosos pensamientos.
Pero, ¿de dónde procedía aquella animación creciente de los viajeros del proyectil? No podía dudarse de su sobriedad. ¿Debía atribuirse aquel extraño cretinismo del cerebro a las circunstancias excepcionales en que se encontraban, a la proximidad del astro de la noche, que sólo distaba unas cuantas horas, o a alguna influencia secreta de la Luna que obraba sobre su sistema nervioso? Se les encendían los rostros como si se hallaran a la boca de un horno; su respiración era agitada y ruidosa; sus ojos brillaban con un fuego extraordinario; sus voces resonaban con acento formidable, lanzando palabras a borbotones; sus ademanes y movimientos eran tan agitados que les faltaba espacio para ellos; y, sin embargo, no parecía que ellos advirtieran todo ese cambio.
—Pues ahora —dijo Nicholl en tono imperativo—, ahora que no sé si volveremos de la Luna, quiero saber qué vamos a hacer si nos quedamos en ella.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo Miguel, dando una voz que resonó estrepitosamente en aquel estrecho recinto.
—¡No, no lo sé, ni me importa! —replicó Barbicane, gritando tanto como su compañero.
—Dilo pues —gritó Nicholl que tampoco podía contenerse.
—Lo diré si se me antoja —repuso Miguel, asiendo con violencia el brazo su compañero.
—Pues es menester que se te antoje —dijo Barbicane, echando llamas por sus ojos y alzando la mano—. ¡Tú has sido el que nos ha arrastrado a este peligroso viaje y queremos saber para qué!
—¡Sí! —dijo el capitán—. ¡Ya que no sé adónde voy, quiero saber a qué voy!
—¿A qué? —repitió Miguel dando un salto de un metro—. ¿A qué? ¡A tomar posesión de la Luna en nombre de los Estados Unidos! ¡A añadir un Estado más a los treinta y nueve de la Unión! ¡A colonizar las regiones lunares, a cultivarlas, a poblarlas, a transportar a ellas todas las maravillas del arte, de las ciencias y de la industria! ¡A civilizar a los selenitas, si es que no están más civilizados que nosotros, y a constituirlos en República si no tienen ya esta forma de gobierno!
—¿Y si no hay selenitas? —replicó Nicholl, que bajo la influencia de aquella embriaguez inexplicable se volvía terco y pendenciero.
—¿Quién dice que no hay selenitas? —exclamó Miguel, en tono de amenaza.
—¡Yo! —gritó Nicholl.
—Capitán —dijo Miguel—, no repitas esa insolencia, o te la hago tragar con los dientes.
Los dos adversarios iban a lanzarse uno contra otro, y aquella discusión se iba a convertir en pelea, cuando Barbicane se plantó entre ambos de un salto.
—¡Deténganse, desdichados! —dijo volviendo a sus compañeros de espaldas uno al otro—. Si no hay selenitas nos pasaremos sin ellos.
—Sí —respondió Miguel, que no era más testarudo—. ¡No nos hacen falta los selenitas! ¡Abajo los selenitas!
—Para nosotros el imperio de la Luna —dijo Nicholl—. Nosotros tres constituiremos la República.
—¡Yo seré el Congreso! —gritó Miguel.
—¡Y yo el Senado! —añadió Nicholl.
—¡Y Barbicane el presidente! —vociferó Miguel.
—¡Nada de presidente nombrado por la nación! —respondió Barbicane.
—¡Pues bien, le nombrará el Congreso —exclamó Miguel—, y como soy el Congreso le nombro por unanimidad!
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra por el presidente Barbicane! —exclamó Nicholl llevado por su entusiasmo creciente.
—¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! —gritó Miguel.
Y al momento, el presidente y el Senado entonaron con voz terrible el popular Yankee doodle, mientras el Congreso hacía resonar los varoniles versos de La Marsellesa.
Comenzó un baile desordenado con ademanes descompuestos, patadas y cabriolas propias de dementes. Diana tomó parte en la fiesta, aullando y saltando hacia la bóveda del proyectil. Se oyeron entonces fuertes aletazos, gritos penetrantes de gallos y de gallinas; cinco o seis de éstas salieron volando y tropezando por las paredes, como murciélagos a la luz del día…
Y luego, los tres compañeros de viaje, cuyos pulmones parecían desorganizados bajo una influencia desconocida, embriagados o más bien abrasados por el aire que les incendiaba el aparato respiratorio, cayeron sin movimiento al fondo del proyectil.
¿Qué había ocurrido? ¿A qué era debida aquella singular embriaguez, cuyas consecuencias podían ser tan funestas a causa de una simple ligereza de Miguel, que felizmente pudo Nicholl remediar a tiempo?
Tras un verdadero desmayo que duró pocos minutos, el capitán fue el primero en recobrar el conocimiento.
Aunque había almorzado dos horas antes, sentía un hambre terrible que le atormentaba como si no hubiera comido en dos días. Su estómago, como su cerebro, se hallaba extraordinariamente excitado.
Se levantó, pues, y pidió a Miguel una comida suplementaria, pero Miguel, que estaba como un tronco, no respondió. Entonces Nicholl quiso preparar alguna taza de té para tomar tostadas, y lo primero que hizo fue encender un fósforo.
¿Y cuál no sería su sorpresa al ver que la llama de la cerilla producía una luz insufrible a la vista y que, aplicada al mechero de gas, lanzó unos resplandores como los del Sol mismo?
Al punto se le ocurrió una idea que explicaba juntamente la intensidad de la luz y las perturbaciones fisiológicas que habían sufrido y la sobreexcitación de sus facultades morales y pasionales.
—¡Es el oxígeno! —exclamó.
Y acercándose al aparato, vio que la llave dejaba salir en excesiva abundancia aquel gas incoloro, inodoro e insípido, eminentemente vital, pero que, en estado puro, produce las más graves perturbaciones en el organismo. En un momento de distracción, Miguel, había dejado enteramente abierta la llave del aparato. Se apresuró Nicholl a contener aquel escape de oxígeno que saturaba la atmósfera y que podía ocasionarles la muerte, no por asfixia, sino por combustión.
Una hora después, el aire, menos cargado, permitía a los pulmones respirar en su estado normal. Poco a poco volvieron de su embriaguez los tres hombres; pero tuvieron que dormir la borrachera de oxígeno como duerme la del vino el beodo.
Al enterarse Miguel de la responsabilidad que, le cabía en aquel suceso, no manifestó arrepentimiento. Al contrario, aquella embriaguez inesperada rompía un poco de monotonía del viaje. Muchas tonterías se dijeron bajo su influencia, pero todas estaban ya olvidadas.
—Y además —añadió el joven francés—, no me pesa haber saboreado un poco ese gas embriagador. ¡Sepan, amigos míos, que podría fundarse un establecimiento curioso, con gabinete de oxígeno, donde las personas de organismo débil podrían dar mayor actividad a su vida durante algunas horas! ¡Supongan una reunión en que el aire se hallase saturado de este fluido heroico, teatros en que la administración lo mandase preparar en gran cantidad, y figúrense qué pasión habría en el ánimo de los actores y de los espectadores, qué fuego, qué entusiasmo! Y si en lugar de una simple reunión, se pudiera saturar a todo un pueblo, qué actividad, qué exuberancia de vida recibiría! ¡De una nación degenerada se podría hacer una nación grande y poderosa, y conozco más de un Estado de nuestra vieja Europa que debería someterse al régimen del oxígeno, por interés de su salud!
Miguel hablaba y se animaba, en términos que parecía estar todavía abierta la llave. Pero Barbicane apagó su entusiasmo.
—Todo eso está muy bien, amigo Miguel —le dijo—; pero ¿no nos dirás de dónde vienen esas gallinas que se han mezclado en nuestro concierto?
—¿Esas gallinas?
—Sí.
Y en efecto, media docena de gallinas y un gallo magnífico andaban de un lado para otro, revoloteando y cacareando.