—Yo lo sé —respondió Barbicane.
—¡Naturalmente! Tú lo sabes todo.
—Es un simple bólido —dijo Barbicane—; pero un bólido enorme, que la atracción de la Tierra ha mantenido en estado de satélite.
—¡Es posible! —exclamó Miguel Ardán—. ¿De modo que la Tierra tiene dos Lunas, como Neptuno?
—Sí, amigo mío, dos Lunas, aun cuando generalmente se cree que no tiene más que una. Pero esta otra Luna es tan pequeña, y su velocidad tan grande, que los habitantes de la Tierra no pueden distinguirla. Sólo teniendo en cuenta ciertas perturbaciones ha podido un astrónomo francés, el señor Petit, determinar la existencia de este segundo satélite y calcular sus elementos. Según sus observaciones, este bólido hace su revolución alrededor de la Tierra en tres horas y veinte minutos, lo cual supone una velocidad extraordinaria.
—¿Admiten todos los astrónomos la existencia de este satélite? —pregunto Nicholl.
—No —respondió Barbicane—; pero si se hubieran encontrado con él, cómo nosotros, no podrían dudar.
—Después de todo creo que ese bólido, que nos pudiera haber hecho un flaco servicio, nos permite fijar nuestra situación en el espacio.
—¿Cómo? —preguntó Ardán.
—Porque su distancia es conocida y en el punto en que lo hemos encontrado, nos hallábamos exactamente a ocho mil ciento cuarenta kilómetros de la superficie del globo terrestre.
—¡Más de dos mil leguas! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Qué atrás deja esto a todos los trenes especiales de ese pobre globo que se llama Tierra!
—Ya lo creo —respondió Nicholl, consultando su cronómetro—; son las once, y no hace por lo tanto más que trece minutos que hemos salido del continente americano.
—¿Trece minutos? —preguntó Barbicane.
—Sí —respondió Nicholl—, y si nuestra velocidad inicial de once kilómetros fuera constante, andaríamos cerca de diez mil leguas por hora.
—Todo esto está muy bien, amigos míos —dijo el presidente—; pero siempre sigue en pie una cuestión: ¿por qué no hemos oído la detonación del columbiad?
No encontrando respuesta que dar, la conversación se detuvo, y mientras reflexionaba, Barbicane se ocupó en levantar la tapa de la segunda lumbrera lateral. Su operación se efectuó felizmente, y a través del cristal descubierto penetraron los rayos de la Luna en el interior del proyectil.
Nicholl, como hombre económico, apagó el gas, que era enteramente inútil y cuyo resplandor estorbaba para observar los espacios interplanetarios.
A la sazón el disco lunar brillaba en toda su pureza. Sus rayos, no enturbiados por la vaporosa atmósfera de nuestro Globo, atravesaban el cristal y llenaban el interior del proyectil con sus plateados reflejos. La negra cortina del firmamento duplicaba el brillo de la Luna, la cual, en aquel vacío de éter, impropio para la difusión, no eclipsaba a las estrellas vecinas. El cielo, visto de aquel modo, presentaba un aspecto enteramente nuevo, que los ojos humanos no podían sospechar.
Inútil es decir el interés con que los audaces viajeros contemplarían el astro de la noche, término presunto de su viaje. El satélite de la Tierra, en su movimiento de traslación, se acercaba insensiblemente al cenit, punto matemático a donde debían llegar unas ochenta y seis horas después. Sus montañas, sus llanuras, toda su superficie se presentaba lo mismo que si se observase desde un punto cualquiera de la Tierra; pero su luz se desarrollaba en el vacío con una gran intensidad.
El disco resplandecía como un espejo de platino. Los viajeros se habían olvidado ya de la Tierra, que tenían a sus pies.
El capitán Nicholl fue el primero que llamó la atención sobre el Globo abandonado.
—¡Es verdad! —respondió Miguel Ardán—, no seamos ingratos con él; puesto que dejamos nuestro país, que sean para él nuestras postreras miradas. Quiero ver la Tierra antes que se eclipse enteramente a mi vista.
Barbicane, para satisfacer los deseos de su compañero, se cuidó de descubrir la ventana del fondo del proyectil por donde se podía observar directamente la Tierra; no sin trabajo se logró desmontar el disco que la fuerza de proyección había hundido en el fondo.
Sus fragmentos colocados cuidadosamente junto a las paredes, podían volver a servir en caso necesario. Entonces apareció una abertura circular de cincuenta centímetros de ancho, practicada en la parte inferior del proyectil, y cerrada por un cristal de quince centímetros de espesor reforzado con una armadura de cobre. Por una placa de aluminio sujeta con pasadores la parte exterior se abría, como en las demás, a tornillo, los cuales se soltaron y descubrieron el cristal.
Miguel Ardán se arrodilló sobre el cristal, que aparecía oscuro como si fuera opaco.
—¡Hombre! —exclamó—. Pues, ¿y la Tierra?
—¡La Tierra! —dijo Barbicane—. Allí está.
—¡Cómo! —dijo Ardán—. ¿Aquella línea tan delgada en forma de media luna?
—La misma, Miguel. Dentro de cuatro días, cuando la Luna esté llena, que será en el momento de llegar nosotros, la Tierra estará nueva, o sea, en el primer día del primer cuarto. Hoy ya no la vemos sino bajo la forma de ese delgado segmento que no tardará en desaparecer, y entonces quedará en sombra unos cuantos días, ni más ni menos que la Luna desde la Tierra.
—¡Eso es la Tierra! —repetía Miguel Ardán, mirando ávidamente aquel delgado trozo de su planeta natal.
La explicación dada por el presidente Barbicane era exacta; la Tierra, con relación al proyectil, entraba en la última fase. Se hallaba en su octante, y no presentaba más que una delgada media luna, que sobresalía como un inmenso arco de luz azulada sobre el fondo negro del firmamento. En él se veían algunos puntos de luz más viva que indicaban las montañas, así como algunas manchas móviles producidas por los anillos de nubes que rodeaban el esferoide terrestre, manchas que nunca se ven en el disco lunar.
Pero por un fenómeno natural idéntico al que se produce en la Luna cuando se halla en sus octantes, se percibía todo el contorno del globo terrestre. Su disco entero se distinguía bastante visiblemente por un efecto de luz cenicienta menos perceptible que la luz cenicienta de la Luna, y la razón de esta menor intensidad es fácil de comprender. Cuando este reflejo se produce en la Luna es debido a los rayos solares que la Tierra refleja sobre su satélite; mientras aquí, por un efecto inverso, era debido a los rayos solares reflejados en la Luna hacia la Tierra. Ahora bien, la luz terrestre es unas trece veces más intensa que la luz lunar, la cual depende de la diferencia de volumen de ambos cuerpos. De aquí la consecuencia de que en el fenómeno de la luz cenicienta, la parte oscura del disco de la Tierra se dibuje con menos claridad que la del disco de la Luna, puesto que la intensidad del fenómeno, es proporcional a la potencia luminosa de los dos astros. Hay que añadir que el astro luminoso terrestre parecía formar una curva más prolongada que la del disco; puro efecto de la irradiación.
Mientras se esforzaban los viajeros en penetrar las profundas tinieblas del espacio, apareció a su vista un haz de estrellas fugaces. Centenares de bólidos, inflamados al contacto de la atmósfera, trazaron líneas luminosas en la sombra, surcando con su luz la parte cenicienta del disco terrestre. En aquel momento la Tierra estaba en su perihelio, y el mes de diciembre es tan propicio a la aparición de estrellas fugaces que algunos astrónomos han contado en él hasta veinticuatro mil por hora. Pero Miguel Ardán, desdeñando los razonamientos científicos, se empeñó en creer que la Tierra saludaba con fuegos artificiales la partida de tres de sus hijos.
Esto era en suma cuanto veían de este esferoide perdido en las tinieblas; astro inferior del mundo solar, que para los demás planetas sale o se pone como una insignificante estrella matutina o vespertina. Aquel globo en que dejaban todos sus efectos no era más que un arco de círculo fugitivo, un punto imperceptible en el espacio.
Los tres amigos siguieron largo rato mirando, sin despegar los labios; pero con el mismo pensamiento, mientras el proyectil se alejaba con una velocidad uniformemente decreciente. Poco a Poco se apoderó de sus cerebros una somnolencia irresistible; reacción inevitable después de la sobreexcitación de las últimas horas pasadas en la Tierra.
—Vaya —dijo Miguel—, puesto que el sueño es necesario, vamos a dormir.
Y tendiéndose en sus camillas no tardaron los tres en quedarse profundamente dormidos. Pero apenas habría pasado un cuarto de hora cuando Barbicane se enderezó de improviso y despertó a sus compañeros, gritando con voz atronadora:
—¡Ya lo sé!
—¿Qué sabes? —preguntó Miguel Ardán, saltando de la cama.
—El motivo de que no hayamos oído la detonación del columbiad.
—¿Y cuál es? —dijo Nicholl.
—Que nuestro proyectil caminaba más aprisa que el sonido.
Después de tan curiosa y exacta explicación, los tres amigos volvieron a dormir profundamente. ¿En qué lugar podían encontrar dormitorio más tranquilo y sosegado? En la Tierra, en las casas de las ciudades, como en las cabañas de los campos, sienten necesariamente todas las sacudidas que sufre la corteza del Globo. En el mar, el buque mecido por las olas se halla en continuo choque y movimiento. En el aire, el globo aerostático oscila sin cesar sobre capas elásticas de diferentes densidades. Sólo aquel proyectil flotando en el vacío absoluto, en medio de un absoluto silencio, podía ofrecer reposo a sus huéspedes.
Por lo tanto, el sueño de los viajeros se hubiera prolongado indefinidamente, de no despertarles un ruido inesperado a eso de las siete de la mañana del día 2.
Aquel ruido era un ladrido perfectamente claro.
—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Miguel Ardán, incorporándose al punto.
—Tienen hambre —dijo Nicholl.
—¡Naturalmente! —respondió Miguel—. Nos habíamos olvidado de ellos.
—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.
Los buscaron y encontraron al uno escondido bajo el diván. Espantado y anonadado por el choque inicial, había permanecido en aquel escondrijo hasta que recobró la voz y el hambre.
Era la pobre Diana, bastante acobardada aún y que salía de su escondite, no sin hacerse rogar a pesar de que Miguel Ardán la animaba con sus caricias.
—Ven, Diana —le decía—, ven, hija mía; tú, cuyos destinos formarán época en los anales cinegéticos; tú, a quien los paganos hubieran hecho compañero del dios Anubis y los cristianos de San Roque; tú, que eres digna de ser vaciada en bronce por el rey de los infiernos, como aquel faldero que Júpiter regaló a la bella Europa a cambio de un beso; tú, que has de eclipsar la celebridad de los héroes de Montargis y del monte de San Bernardo; tú, que al lanzarte por los espacios interplanetarios vas tal vez a ser la Eva de los perros selenitas, tú, que justificarás ese pensamiento elevado de Toussenel: «En el principio creó Dios al hombre, y al verle débil, le dio el perro». ¡Ven acá, Diana, ven!
Diana, contenta o no, se acercó poco a poco, con quejidos lastimeros.
—Bueno —dijo Barbicane—, ya veo a Eva, pero ¿dónde está Adán?
—¡Adán! —respondió Miguel Ardán—. No debe de estar lejos, ahí estará, en cualquier parte; le llamaremos. ¡Satélite! ¡Toma, Satélite!
Pero Satélite no aparecía, y Diana continuaba quejándose. Sin embargo, vieron que no estaba herida y le sirvieron una torta apetitosa que puso fin sus ayes.
Satélite parecía perdido, y fue necesario buscarlo largo rato, hasta que se le encontró en uno de los compartimentos superiores del proyectil, a donde había sido lanzado por el choque. El pobre animal se hallaba en un estado lastimoso.
—¡Diablos! —dijo Miguel—; ya está comprometida nuestra aclimatación.
Bajaron con cuidado al infeliz perro, que se había roto la cabeza contra la bóveda, y que parecía difícil que pudiera curarse. No obstante, le tendieron con cuidado sobre un almohadón y allí exhaló un suspiro.
—Nosotros te cuidaremos —dijo Miguel—. Somos responsables de tu existencia; más quisiera yo perder un brazo mío que una pata de mi pobre Satélite.
Y al punto dio un trago de agua al herido, que la bebió con avidez.
Después los viajeros observaron atentamente la Tierra y la Luna. La Tierra no aparecía ya sino como un disco ceniciento que terminaba en un arco luminoso más estrecho que la víspera; pero su volumen era todavía enorme, comparado con el de la Luna, que se acercaba cada vez más a un círculo perfecto.
—¡Caramba! —dijo entonces Miguel Ardán—, siento no haber partido en el momento de haber Luna llena, es decir, cuando nuestro Globo se hallase en posición con el Sol.
—¿Por qué? —preguntó Nicholl.
—Porque hubiésemos visto bajo un aspecto nuevo nuestros continentes y nuestros mares, éstos resplandecientes bajo la proyección de los rayos solares; aquéllos más sombríos y como se ven reproducidos en algunos mapas. Me gustaría haber visto esos polos de la Tierra a donde no ha llegado la mirada del hombre.
—Por supuesto —respondió Barbicane—; pero habiendo Tierra llena, habría Luna nueva, es decir, invisible en medio de la luz del Sol. Y más necesitábamos ver el punto de llegada que el de partida.
—Tenéis razón, Barbicane —respondió el capitán Nicholl—, y además, cuando hayamos llegado a la Luna tendremos tiempo, durante sus largas noches, de contemplar a nuestro gusto ese Globo en que hormiguean nuestros semejantes.
—¡Nuestros semejantes! —exclamó Miguel Ardán—; lo que es ahora ya no son tan semejantes nuestros como los de la Luna. Nosotros habitamos un mundo poblado por nosotros solos: el proyectil. Yo soy semejante a Barbicane, y Barbicane lo es de Nicholl. Más allá de nosotros, fuera de nosotros, concluye la Humanidad, y nosotros somos las únicas poblaciones de este macrocosmos, hasta el momento en que nos convirtamos en simples selenitas.
—Que será dentro de ochenta y ocho horas, poco más o menos —replicó el capitán.
—¿Lo cual quiere decir…? —preguntó Miguel Ardán.
—Que son las ocho y media —respondió Nicholl.
—Pues bien —replicó Miguel—, no comprendo por qué razón no hemos de almorzar en seguida. Es preciso conservarnos.
En efecto, los habitantes de aquel nuevo astro no podían vivir en él sin comer y su estómago sufría las imperiosas leyes del hambre. Miguel Ardán como francés se erigió en jefe de la cocina, cargo importante que no le suscitó competencia. El gas produjo el calor suficiente para las operaciones culinarias, y el arca de las provisiones ofreció los elementos del festín.