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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (4 page)

O se trataba de una pieza de mármol muy antigua, importada legítimamente durante uno de los escasos períodos de paz entre los humanos y los elfos del Imperio de Tribus (posibilidad que el hechicero descartaba), o bien Nick
el Tres Golpes,
el verdugo, la había pasado de contrabando (lo más probable, en opinión de Magicka).

En el fondo, no tenía mucha importancia. Entre los amigos, familiares y seguidores del difunto Rogar había numerosos nacionalistas radicales, pero el mago no creía que ninguno de ellos pusiera objeciones a que un pedazo de escoria como Hugh
la Mano
fuera decapitado sobre una roca enemiga. Con todo, se trataba de un clan muy obcecado y el hechicero dio gracias de que el mármol estuviera tan cubierto de sangre seca que difícilmente podría nadie reconocer la piedra. Ninguno de los deudos pondría en cuestión su origen.

La roca de mármol medía seis palmos por lado y en uno de ellos tenía tallado un surco casi del tamaño de un cuello humano normal. Los centinelas trasladaron el tajo por el patio, trastabillando debido al peso, y lo colocaron delante de Magicka. El verdugo, Nick
el Tres Golpes,
apareció por la puerta de las mazmorras y una oleada de expectación agitó a la multitud.

Nick era un verdadero gigante y nadie en Dandrak conocía su verdadera identidad, ni su rostro. Cuando llevaba a cabo una ejecución, vestía una túnica negra y llevaba la cabeza cubierta con una capucha para que, en su vida normal entre la gente, ésta no pudiera reconocerlo y rehuirlo. Por desgracia, la consecuencia de su astuto disfraz era que la gente tendía a sospechar de cualquier hombre que midiera más de dos metros y a evitar su compañía sin hacer discriminaciones.

Sin embargo, cuando se trataba de ajusticiar a alguien, Nick era el verdugo más popular y solicitado de Dandrak. Fuera un chapucero increíble o el hombre con dotes escénicas más brillantes de su época, lo cierto era que
el Tres Golpes
poseía una gran habilidad para entretener al público. Ninguna de sus víctimas moría enseguida, sino que soportaba entre gritos una terrible agonía mientras el verdugo descargaba un golpe tras otro con una espada tan obtusa como sus entendederas.

Todas las miradas fueron del encapuchado Nick a su maniatado prisionero, el cual —es preciso reconocerlo— había impresionado a la mayoría de los presentes con su frialdad. No obstante, todos los congregados en el patio aquella noche habían admirado y respetado a su difunto señor feudal e iba a constituir un gran placer para ellos ver sufrir una muerte horrible a su asesino. Por ello, la gente advirtió con satisfacción que, a la vista del verdugo y del arma ensangrentada que blandía en la mano, el rostro de Hugh adquiría una expresión tranquila como la de una máscara y que, pese a contenerse y reprimir un escalofrío, se le aceleraba la respiración.

Gareth asió por los brazos a
la Mano
y, apartándolo del hechicero, condujo al prisionero los contados pasos que lo separaban del tajo.

—Eso que has dicho de Magicka...

Gareth murmuró estas palabras en un susurro pero, notando tal vez la mirada del mago fija en su nuca, dejó la frase inacabada y se contentó con interrogar al asesino con la mirada.

Hugh le devolvió ésta con unos ojos como dos pozos negros en la noche iluminada por las antorchas.

—Vigílalo —respondió.

Gareth asintió. Tenía los ojos ojerosos e inyectados en sangre, y la barba sin afeitar. No había dormido desde la muerte de su señor, hacía dos noches. Se pasó los dedos por los labios orlados de sudor y, a continuación, llevó la mano al cinto. Hugh percibió un destello de fuego reflejándose en una hoja de filo puntiagudo.

—No puedo salvarte —murmuró Gareth—, pues nos harían trizas a ambos, pero puedo poner fin a tu vida con rapidez. Seguramente me costará el cargo de capitán —volvió la cabeza y lanzó una sombría mirada al hechicero— pero, a juzgar por lo que he oído, es probable que ya lo haya perdido. Tienes razón, Hugh. Se lo debo a ella.

Con un nuevo empujón, colocó a
la Mano
frente al bloque de mármol. Con gesto solemne, el verdugo se despojó de su capa negra (no le gustaba verla salpicada de sangre) y la entregó a un chiquillo que rondaba por allí. Entusiasmado, el niño sacó la lengua a un compañero con menos suerte que también se había acercado con la esperanza de tener tal honor.

Empuñando la espada, Nick lanzó dos o tres golpes de práctica para calentar los músculos y luego, con un gesto de la cabeza, indicó que ya estaba a punto.

Gareth obligó a Hugh a arrodillarse ante el tajo. Después se retiró, pero no mucho, apenas un par de pasos. Sus dedos se cerraron con nerviosismo en torno a la daga oculta en los pliegues de la capa. En su cabeza iba tomando forma la excusa que daría: «Cuando la espada hendía su cuello, Hugh ha gritado que fuiste tú, Magicka, quien mató a mi señor. Lo he oído claramente y, según dicen, las palabras de un moribundo revelan siempre la verdad. Por supuesto, yo sé que ese asesino mentía, pero he tenido miedo de que los campesinos, siempre tan supersticiosos, le prestaran oídos. He creído más conveniente acabar de inmediato con su miserable existencia». Magicka no se lo tragaría; se daría cuenta de la verdad. ¡Ah!, de todos modos, a Gareth no le quedaba ya gran cosa por la que vivir.

El verdugo agarró a Hugh por el cabello con la intención de colocar la cabeza del prisionero sobre el bloque de mármol. Sin embargo, percibiendo tal vez en la multitud cierta inquietud que ni el espectáculo de una inminente ejecución lograba difuminar, Magicka alzó una mano para detener la ceremonia.

—¡Alto! —exclamó.

Con la túnica ondeando en torno a él bajo el impulso del viento fresco que se había levantado, el hechicero dio unos pasos hacia el bloque de mármol.

—¡Hugh
la Mano!
—proclamó entonces con voz potente y severa—, te ofrezco una última oportunidad. Ahora que estás al borde del reino de la Muerte, dinos: ¿tienes algo que confesar?

Hugh levantó la cabeza. Tal vez el miedo al inminente instante supremo había acabado por doblegarlo.

—Sí, tengo una cosa que confesar.

—Me alegro de ver que nos entendemos —dijo Magicka con voz satisfecha. La sonrisa de triunfo de su rostro fino y atractivo no pasó inadvertida al observador Gareth—. ¿Qué es lo que lamentas en el momento de abandonar esta vida, hijo mío?

En los hinchados labios de
la Mano
se formó una mueca. Enderezando los hombros, miró a Magicka y proclamó fríamente:

—Lamento no haber matado nunca a uno de tu ralea, hechicero.

Una exclamación de horrorizada complacencia se alzó entre la multitud. Nick
el Tres Golpes
lanzó una risilla bajo la capucha. Cuanto más se prolongara la ejecución, mejor lo recompensaría el hechicero.

Magicka ensayó una sonrisa de fría piedad.

—Que tu alma se pudra junto a tu cuerpo —declaró.

Tras dirigir a Nick una mirada que era una clara invitación al verdugo para que empezara a divertirse, el mago se retiró de la escena para que la sangre no le manchara la vestimenta.

El verdugo mostró en alto un pañuelo negro y empezó a vendarle los ojos a su víctima.

—¡No! —Rugió
la Mano
—. ¡Quiero llevarme esa cara conmigo!

—¡Termina de una vez! —gritó el hechicero, echando espumarajos por la boca.

Nick agarró de nuevo el cabello de Hugh, pero éste se desasió con una sacudida. El prisionero colocó voluntariamente la cabeza sobre el mármol teñido de sangre; sus ojos, muy abiertos y acusadores, miraban a Magicka sin parpadear. El verdugo bajó la mano, tomó la corta melena de su víctima y la apartó a un lado. A el
Tres Golpes
le gustaba tener una buena porción de cuello en la que trabajar.

Nick levantó la espada. Hugh exhaló un suspiro, apretó los dientes y mantuvo los ojos fijos en el mago. Gareth, pendiente de la escena, vio que Magicka vacilaba, tragaba saliva y dirigía rápidas miradas a un lado y a otro, como si buscara una escapatoria.

—¡El horror ante la maldad de este hombre es excesivo! —Exclamó el hechicero—. ¡Date prisa! ¡No puedo soportarlo!

Gareth empuñó la daga. Los músculos del brazo de Nick se hincharon, preparándose para descargar el golpe. Las mujeres se taparon los ojos y miraron a hurtadillas entre los dedos, los hombres estiraron el cuello para ver entre las cabezas de los demás y los niños fueron alzados rápidamente para que pudieran contemplar el espectáculo.

Y, en ese instante, procedente de las puertas de la ciudadela, se escuchó el fragor de unas armas.

CAPÍTULO 3

CIUDADELA DE KE'LITH, DANDRAK,

REINO MEDIO

Una silueta gigantesca, más negra que los Señores de la Noche, apareció sobre las torres de la fortaleza. La penumbra impedía ver con claridad, pero resultaba audible el batir de unas alas enormes. Los centinelas de la puerta continuaron batiendo las espadas contra los escudos, dando la alarma, lo cual provocó que todos los congregados en el patio se olvidaran de la inminente ejecución y volvieran la atención a la amenaza que llegaba de lo alto. Los caballeros desenvainaron sus espadas y reclamaron a gritos las monturas. En Dandrak eran habituales las incursiones de los corsarios de Tribus y, de hecho, se esperaba una de ellas como represalia por el apresamiento y posterior muerte del noble elfo que, presuntamente, había contratado a Hugh
la Mano.

—¿Qué sucede? —gritó Gareth, tratando en vano de ver de qué se trataba, indeciso entre continuar en su puesto al lado del prisionero o correr a defender las puertas que estaban bajo su responsabilidad.

—¡No hagáis caso! ¡Proseguid la ejecución! —rugió Magicka.

Pero Nick
el Tres Golpes
necesitaba la atención del público y la acababa de perder. La mitad de los espectadores había vuelto la cabeza hacia la puerta y la otra mitad corría ya hacia ella. El verdugo bajó la espada con gesto de orgullo herido y aguardó, en un silencio dolido y digno, a ver cuál era la causa de aquel alboroto.

—¡Es un dragón real, estúpidos! ¡Uno de los nuestros, no una nave élfica! —Gritó Gareth—. ¡Vosotros dos, vigilad al prisionero! —ordenó el capitán, corriendo a las puertas de la ciudadela para acallar el creciente pánico.

El dragón de combate sobrevoló el castillo a baja altura. Un puñado de gruesos cabos, refulgentes a la luz de las antorchas, se agitaba en el aire. Del lomo del dragón saltaron varios hombres que se deslizaron por las cuerdas hasta descender en medio del patio. Todos advirtieron la insignia de plata de la Guardia Real que relucía en sus panoplias y entre la multitud se alzaron unos murmullos agoreros.

Los soldados se desplegaron rápidamente, despejaron una amplia zona en el centro del patio y se colocaron en formación en torno a ella. Con el escudo en la zurda y la lanza en la diestra, permanecieron firmes en posición de relajada atención, vueltos hacia el exterior de la zona despejada, evitando las miradas de los presentes y haciendo caso omiso de sus preguntas.

Apareció entonces un solitario jinete montado en un dragón. Tras sobrevolar la puerta de la fortaleza, el pequeño dragón de rápido vuelo permaneció suspendido sobre el círculo despejado para él, planeando con las alas muy abiertas mientras estudiaba la zona en que se disponía a posarse. Para entonces ya resultaba fácilmente reconocible el elegante uniforme de su jinete, que despedía destellos rojos y dorados a la luz de las antorchas. Los espectadores contuvieron el aliento y se miraron unos a otros con aire de desconcierto.

Cuando el dragón se posó en el patio, le trepidaban las alas y jadeaba visiblemente, expandiendo y contrayendo los flancos. De su boca armada de colmillos caían regueros de saliva. Su jinete saltó de la silla y echó una rápida mirada en torno a sí. El hombre vestía la capa corta entretejida de hilo de oro y el abrigo rojo encendido de los correos del rey, y los congregados aguardaron con suma expectación a oír las noticias que venía a proclamar.

Casi todos esperaban que sería una declaración de guerra contra los elfos de Tribus; algunos caballeros buscaban ya a sus escuderos para estar dispuestos a tomar las armas de inmediato. Por eso resultó una considerable sorpresa para quienes estaban en el patio ver que el correo alzaba una mano, enfundada en un guante del cuero más suave y flexible, y señalaba el bloque de mármol.

—¿Es Hugh
la Mano
ese que os disponéis a ejecutar? —preguntó en una voz tan suave y flexible como sus guantes.

El mago cruzó el patio a grandes zancadas y los soldados de la Guardia Real le permitieron acceder al círculo despejado.

—¿Y qué si lo es? —replicó Magicka, cauteloso.

—Si es Hugh
la Mano,
te ordeno en nombre del rey que me lo entregues..., vivo —dijo el correo.

Magicka le dirigió una sombría mirada cargada de odio. Los caballeros de Ke'lith se volvieron hacia el hechicero, pendientes de sus órdenes.

Hasta tiempos muy recientes, los volkaranos no habían conocido ningún rey. En los primeros días del mundo, los Volkaran habían constituido una colonia penitenciaria establecida por los habitantes del continente de Ulyandia. La famosa prisión de Yreni custodiaba a ladrones y asesinos; exiliados, prostitutas y demás elementos perniciosos de la sociedad eran desterrados en las islas próximas de Providencia, Exilio de Pitrin y las tres Djern. La vida en estas islas exteriores era dura y, con el paso de los siglos, produjo una gente de igual dureza. Cada isla era regida por varios clanes, cuyos señores pasaban el tiempo repeliendo asaltos a sus propias tierras o atacando las de sus vecinos de Ulyandia.

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