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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (18 page)

Y, si no era Triano, ¿de quién podía tratarse?

Algún partidario de la reina, sin duda. Hugh maldijo en silencio al mago y al rey. Aquel par de estúpidos chapuceros habían permitido que se conocieran sus planes y ahora, sin duda, Hugh tenía que enfrentarse a algún noble que trataba de rescatar al niño.
La Mano
tendría que librarse de tal molestia, lo que significaba tender una trampa, rebanar una garganta y esconder un cuerpo. Lo más probable era que el niño acabaría viendo al hombre y lo reconocería como un amigo. Ello despertaría sus suspicacias y Hugh tendría que convencerlo de que el amigo era un enemigo y de que su auténtico enemigo era su verdadero amigo. Iba a ser una buena complicación, ¡y todo por una indiscreción de Triano y su rey, abrumado por los remordimientos!

Bueno, pensó con ánimo sombrío, ya se lo cobraría.

Sin ninguna indicación de Hugh, el dragón empezó a descender en espiral y
la Mano
intuyó que habían llegado a su destino. La nube mágica desapareció y Hugh observó un bosque de árboles en sombras contra el resplandor azulado de la coralita, seguido de una gran zona despejada y de las formas de perfiles rectos y definidos que no se encontraban nunca en la naturaleza, sino que eran obra de la mano del hombre.

Era una pequeña aldea, abrigada en un valle de coralita y rodeada de tupidos bosques. Hugh conocía muchos lugares como aquél, cuyos habitantes utilizaban los árboles y las montañas para ocultarse de las incursiones de los elfos.

A cambio, pagaban el precio de estar alejados de las principales rutas aéreas pero, cuando se trataba de escoger entre una buena vida y asegurar la supervivencia, había quienes se decidían gustosamente por la pobreza.

Hugh conocía el valor de una vida humana y, contraponiéndolo al disfrute de los goces y comodidades, consideraba unos estúpidos a quienes renunciaban a éstos.

El dragón sobrevoló en círculo la aldea dormida. Hugh divisó un claro en el bosque y guió al animal hasta posarse con suavidad. Mientras descargaba el equipaje de lomos del dragón, se preguntó dónde habría tomado tierra su perseguidor. Pero no perdió mucho tiempo dando vueltas al asunto, pues ya había preparado su celada. Sólo necesitaba un cebo.

El dragón los dejó apenas terminaron de descargar. Remontando el vuelo, desapareció sobre las copas de los árboles. Calmosamente, tomándose su tiempo, Hugh se cargó el equipaje a la espalda. Hizo un gesto al príncipe para que lo siguiera y empezó a dirigirse hacia la espesura cuando notó que Bane le tiraba de la manga.

—¿Qué sucede, Alteza?

—¿Ya podemos hablar en voz alta? —dijo el chico, con los ojos muy abiertos.

Hugh asintió.

—Puedo llevar mis cosas —afirmó Bane—. Soy más fuerte de lo que parece. Dice mi padre que cuando crezca seré alto y fuerte como él.

¿De verdad había dicho Stephen tal cosa? ¿A un niño del que sabía que nunca iba a llegar a hombre? Si hubiese tenido a aquel maldito delante de él, Hugh le habría retorcido con gusto el pescuezo.

Sin una palabra, entregó su mochila al príncipe. Llegaron a la linde del bosque y se internaron en las densas sombras bajo los árboles.

Pronto quedaron fuera del alcance de cualquier ojo u oído, y sus pies avanzaron sin el menor ruido por la gruesa alfombra de finos cristales como arenas.

La Mano
notó otro tirón en la manga.

—Maese Hugh —dijo Bane, señalando algo—, ¿quién es ése?

Sobresaltado,
la Mano
miró a un lado y a otro.

—No hay nadie, Alteza.

—Sí, ahí está —insistió el chiquillo—. ¿No lo ves? Es un monje kir.

Hugh se detuvo y miró fijamente al niño.

—Es normal que no lo veas —añadió entonces Bane, moviendo la mochila para colocársela mejor entre sus hombros poco desarrollados—. Suelo percibir muchas cosas que los demás no pueden captar, pero nunca había visto a nadie acompañado por la presencia de un monje kir. ¿Por qué viene contigo?

—Déjame llevar eso, Alteza. —Hugh tomó la mochila del príncipe y echó a andar de nuevo, empujando al chiquillo con mano firme para que abriera la marcha.

¡Maldito Triano!, se dijo. Al condenado mago debía de habérsele escapado algo más. El chiquillo debía de haberlo captado y ahora se le había desbocado la imaginación. Incluso era posible que hubiera adivinado la verdad. Bien, de momento no podía hacer nada al respecto. Sencillamente, aquello complicaba considerablemente su trabaja... y, por tanto, encarecía el precio en la misma proporción.

Pasaron el resto de la noche en el cobertizo de un recolector de agua
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. Empezaba a clarear; Hugh advirtió en el firmamento el leve resplandor que presagiaba el amanecer. Los bordes de los Señores de la Noche despedían un intenso brillo encarnado. Ahora podría determinar la dirección en la que se movían y orientarse un poco, por lo menos. Antes de abandonar el monasterio había inspeccionado el contenido de su mochila y se había asegurado de que contuviera todo el instrumental de navegación necesario, pues el suyo le había sido confiscado en la prisión de Yreni. Sacó del morral un librito encuadernado en cuero y una vara de plata con una esfera de cuarzo en la parte superior. En el otro extremo, la vara tenía un clavo largo que Hugh hundió en el suelo.

Todos los sextantes como aquél eran creaciones de los elfos, pues los humanos no poseían ningún artilugio mágico. La vara estaba prácticamente nueva y Hugh supuso que era un trofeo de guerra. Dio un golpecito en el objeto con la yema de un dedo y la esfera se elevó en el aire para sorpresa y placer de Bane, que observaba la escena con ojos fascinados.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Mira a través de ella —le sugirió Hugh. Con cierta vacilación, el príncipe situó los ojos a la altura de la esfera.

—Sólo veo un puñado de números —dijo entonces, decepcionado.

—Es lo que debe verse.

Hugh tomó nota mental de la primera cifra, hizo girar un anillo situado en el extremo inferior de la vara, apuntó la segunda cifra y, por último, una tercera. Después, empezó a pasar las páginas del librito.

—¿Qué buscas? —Bane se puso en cuclillas, tratando de mirar por encima del hombro de Hugh.

—Esos números que has visto son las posiciones de los Señores de la Noche, las cinco Damas de la Noche y Solarus; indican las posiciones relativas entre ellos. Busco las cifras en este libro, las ajusto al momento del año, que me dice dónde se encuentran las islas en este preciso instante, y así puedo averiguar dónde nos encontramos, con un margen de pocos menkas.

—¡Qué escritura más rara! —Bane ladeó la cabeza casi boca abajo para observarla. —¿Qué letras son éstas?

—Es la escritura de los elfos. Fueron sus navegantes quienes hicieron todos esos cálculos y crearon el aparato mágico que realiza las mediciones.

El príncipe frunció el entrecejo.

—¿Por qué no has usado algo semejante mientras volábamos a lomos del dragón?

—Porque los dragones saben instintivamente adonde se dirigen. Nadie ha averiguado cómo lo hacen, pero utilizan todos sus sentidos para guiarse: vista, oído, olfato, tacto... y posiblemente algunos otros que nosotros ni siquiera sabemos que posean. La magia de los elfos, en cambio, no ha funcionado nunca con los dragones y por eso tuvieron que construir naves dragón e inventar aparatos como éste para saber dónde se encontraban. Ésta es la razón de que los elfos nos consideren unos bárbaros —añadió Hugh con una sonrisa.

—Muy bien, ¿dónde estamos, pues? ¿Lo sabes?

—Lo sé —respondió Hugh—. Y ahora, Alteza, es hora de echar un sueñecito.

Se encontraban en Exilio de Pitrin, probablemente a unos 123 menkas a contracurso
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de Winsher. Hugh se sintió más relajado cuando tuvo el dato en su poder. Le había resultado muy inquietante no poder .distinguir, por decirlo así, los pies de la cabeza. Ahora lo sabía y podía descansar. No habría luz completa hasta pasadas otras tres horas.

Frotándose los ojos, bostezando y estirándose como quien ha viajado mucho y tiene los huesos molidos, Hugh condujo al príncipe al interior del cobertizo; andaba con los hombros hundidos y arrastrando los pies. Con aire medio adormilado, dio un empujón a la puerta para cerrarla. La plancha no ajustó del todo pero el asesino estaba, al parecer, demasiado cansado para advertirlo.

Bane sacó una manta de la mochila, la extendió y se acostó. Hugh hizo lo mismo y cerró los ojos. Cuando oyó que la respiración del niño adoptaba una cadencia lenta y constante, se incorporó con un movimiento rápido y felino y se deslizó con rapidez por el interior de la estancia sin hacer el menor ruido.

El príncipe ya estaba profundamente dormido. Hugh lo observó con detenimiento, pero el chiquillo no parecía estar fingiendo y dormía hecho un ovillo sobre la manta. El aire frío de la madrugada podía helarlo y Hugh, sacando otra manta de su macuto, se la echó por encima a Bane. Después, continuó avanzando hasta el otro extremo del cobertizo, junto a la puerta.

Se quitó las botas de caña alta y las dejó en el suelo, colocándolas cuidadosamente de costado, una encima de la otra. Acercó a rastras el macuto y lo situó justo a continuación de las botas. Quitándose la capa, hizo una bola con ella y la colocó a continuación del macuto. Por último, extendió una manta sobre el macuto y la capa, dejando a la vista las suelas de las botas. Si alguien miraba a hurtadillas por la rendija de la puerta, vería los pies de un hombre envuelto en una manta y profundamente dormido.

Satisfecho, Hugh sacó el puñal de la bota y se sentó en cuclillas en un rincón en sombra del invernadero. Con los ojos fijos en la puerta,
la Mano
aguardó.

Transcurrió media hora. Su perseguidor le estaba dando mucho tiempo para que se durmiera, mientras Hugh continuaba su paciente vigilia. Ya no podía tardar mucho, pues había amanecido y el sol brillaba en el cielo.

El desconocido debía de temer que despertaran y reemprendieran la marcha. El asesino observó la fina línea de luz grisácea que penetraba por la puerta, parcialmente ajustada. Cuando la línea se hizo más ancha, la mano de Hugh se cerró con más fuerza en torno a la empuñadura del arma.

Lenta y silenciosamente, la puerta se abrió y asomó por ella una cabeza. El individuo estudió con detenimiento la presunta figura de Hugh dormida bajo la manta y luego observó con la misma atención al muchacho. Hugh contuvo el aliento. Aparentemente satisfecho, el hombre entró en el cobertizo.

Hugh había calculado que el hombre estaría armado y atacaría de inmediato al muñeco que ocupaba su lugar; por eso le desconcertó comprobar que el hombre no empuñaba ninguna arma y que pasaba de largo junto al engaño para acercarse con pasos silenciosos al muchacho. «Así pues», pensó, «se trata de un rescate.»

Se incorporó de un salto, pasó un brazo en torno al cuello del desconocido y le puso el puñal en la garganta.

—¿Quién te envía? ¡Dime la verdad y te recompensaré con una muerte rápida!

El cuerpo que Hugh acababa de sujetar se relajó y
la Mano
comprobó, con asombro, que el individuo se había desmayado.

CAPÍTULO 15

EXILIO DE PITRIN, ISLAS VOLKARAN,

REINO MEDIO

—No es precisamente el tipo de hombre que yo enviaría con la misión de rescatar a mi hijo de las manos de un asesino —murmuró Hugh, tendiendo en el suelo del cobertizo al exánime desconocido—. Aunque podría ser que la reina tuviera problemas para encontrar caballeros osados, en estos tiempos. A menos que esté fingiendo...

El hombre tenía una edad indeterminada y un rostro macilento, cargado de ansiedad. Lucía una coronilla calva y de sus sienes colgaban unos mechones de cabellos grises que formaban una orla en torno a ella, pero su piel era fina y las arrugas en las comisuras de los labios eran producto de la preocupación, no de la edad. Alto y delgaducho, parecía ensamblado por alguien que se hubiera quedado sin las piezas adecuadas y se hubiera visto obligado a sustituirlas por las primeras que había encontrado. Las manos y los pies eran demasiado grandes; la cabeza, de facciones delicadas y sensibles, parecía demasiado pequeña.

Arrodillándose junto al hombre, Hugh le cogió un dedo y lo dobló hacia atrás hasta que la uña casi le tocaba la muñeca. El dolor era insoportable y cualquier persona que fingiera estar inconsciente se traicionaría inexorablemente, pero el tipo ni siquiera se movió.

Hugh le dio un sonoro bofetón en la mejilla para despenarlo y se disponía a añadir otro cuando oyó al príncipe acudir a su lado. —¿Es ése el que nos seguía? —Bane, pegado a Hugh, miró con curiosidad al hombre—. ¡Pero si es Alfred! —exclamó. Agarró las solapas de la capa del hombre, le alzó la cabeza y lo sacudió—. ¡Alfred! ¡Despierta! ¡Despierta!

La cabeza del hombre golpeó el suelo con un ruido sordo.

El príncipe lo sacudió de nuevo. La cabeza volvió a dar en el suelo y Hugh, relajándose, se retiró un poco y observó la escena.

—¡Ay, ay, ay! —gimió Alfred cada vez que su cabeza tocaba el suelo. Abrió los ojos, dirigió una mirada borrosa al príncipe e hizo un débil esfuerzo por apartar de su capa las pequeñas manos de éste.

—Por favor..., Alteza. Ya estoy despierto... ¡Oh! Gracias, Alteza, pero no es necesa...

—¡Alfred! —El príncipe le echó los brazos al cuello y lo abrazó con tal fuerza que estuvo a punto de asfixiarlo—. ¡Pensábamos que eras un asesino! ¿Has venido para viajar con nosotros?

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