Read A la caza del amor Online

Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (3 page)

—¿Dónde está enterrada? —murmuró Linda con enfado, sin apartar la vista de su plato.

—Al lado del petirrojo. Le hemos puesto una crucecita preciosa, y su ataúd estaba forrado de satén rosa.

—Escucha, Linda, tesoro —empezó a decir tía Sadie—, si Fanny ya se ha terminado el té, ¿por qué no le enseñas tu sapo?

—Está arriba, durmiendo —dijo Linda, pero dejó de llorar.

—Entonces, cómete una tostada de ésas tan ricas, ¿quieres, cielo?

—¿Me puedo untar Gentleman's Relish en la tostada? —preguntó, deseosa de sacar provecho de la actitud mimosa de tía Sadie, a sabiendas de que la pasta para untar a base de anchoas y mantequilla era exclusivamente para uso y disfrute de tío Matthew, ya que se suponía que no era buena para los niños. Los demás hicieron grandes aspavientos e intercambiaron unas miradas muy elocuentes, que fueron interceptadas, tal como estaba previsto, por la propia Linda, quien soltó un tremendo y ululante «¡bua, bua!» y escapó corriendo escaleras arriba.

—Si no fueseis tan pesados con vuestra hermana, yo sería una madre mucho más feliz —dijo tía Sadie, con una irritación que contrastaba con su habitual carácter afable, y se fue tras ella.

Las escaleras conducían al piso de arriba, lejos del salón. Cuando tía Sadie hubo desaparecido, de modo que no podía oírla, Louisa dijo:

—Y si los cerdos volasen, el cielo sería rosa. Mañana hay cacería de niños, Fanny.

—Sí, ya lo sé. Me lo ha dicho Josh. Iba conmigo en el coche, porque había ido a ver al veterinario.

Mi tío Matthew tenía cuatro magníficos podencos con los que solía cazar a los niños: dos de nosotros marchábamos por delante, con una buena ventaja, para dejar el rastro, y tío Matthew y los demás seguían a los perros a caballo. Era divertidísimo. Una vez vino a mi casa y nos persiguió a Linda y a mí por todo Shenley Common, cosa que suscitó un enorme revuelo entre la población, y los vecinos de Kent que iban a pasar los fines de semana se quedaron horrorizados, de camino a la iglesia, al ver a cuatro podencos descomunales que perseguían a dos niñas. Mi tío les parecía un malvado lord de ficción y, a ojos de sus hijos, se acrecentó más que nunca el aura de locura, maldad y peligrosidad temibles que me rodeaba.

La cacería de niños del primer día de aquellas vacaciones de Navidad fue todo un éxito. Nos escogieron a Louisa y a mí para hacer de liebres; corrimos a campo traviesa, por las hermosas e inhóspitas tierras de los Cotswolds, poco después del desayuno, cuando el sol todavía era una esfera roja que asomaba con timidez por el horizonte y el contorno de los árboles se recortaba en azul oscuro sobre un cielo azul pálido, malva y rosáceo. El sol fue saliendo a medida que corríamos deseando que llegase el momento de parar a recobrar fuerzas y, cuando brilló al fin, amaneció un día precioso, más propio de finales de otoño que de Navidades.

En aquella ocasión logramos despistar a los podencos atravesando un rebaño de ovejas, pero tío Matthew no tardó en ponerlos de nuevo sobre el rastro y, después de unas dos horas de dura carrera por nuestra parte, cuando apenas nos separaba poco más de media milla de casa, las criaturas babeantes nos dieron alcance entre feroces aullidos y fueron recompensadas con varios filetes y muchas caricias. Tío Matthew estaba radiante, se bajó de su caballo y volvió a la casa andando con nosotras, sin dejar de parlotear animadamente. Y lo que era aún más extraño, hasta estaba amable conmigo.

—Me han dicho que Brenda ha muerto —comentó—. No es una gran pérdida, la verdad. Ese ratón apestaba. Supongo que no me hiciste caso y dejaste su jaula demasiado cerca del radiador. Ya te dije una y mil veces que eso no era sano. ¿O es que se ha muerto de vieja?

El encanto de tío Matthew, cuando decidía hacer gala de él, era considerable, pero en aquella época yo le tenía un miedo atroz y además cometía el error de dejar que él lo notase.

—Deberías tener un lirón, Fanny, o una rata. Son mucho más interesantes que los ratones blancos, y debo decir, en honor a la verdad, que de todos los ratones que he visto en mi vida, Brenda era sin duda el más horripilante.

—Era un poco sosa —reconocí, para adularlo.

—Cuando vaya a Londres después de Navidad te compraré un lirón. El otro día vi uno en Army & Navy.

—¡Oh, Pa! ¡No es justo! —exclamó Linda, que iba junto a nosotros, montada en su poni—. Sabes que siempre he querido tener un lirón.

«No es justo» era una frase constante en la niñez de los Radlett. La enorme ventaja de vivir en una gran familia es esta lección tan temprana acerca de la injusticia elemental de la vida, aunque debo confesar que en Alconleigh la balanza casi siempre se inclinaba a favor de Linda, la favorita de tío Matthew.

Aquel día, sin embargo, mi tío Matthew estaba enfadado con ella y comprendí, en un momento de iluminación, que su amabilidad y aquella estupenda charla sobre los ratones estaban destinadas, simplemente, a fastidiar a mi prima.

—Ya tienes suficientes animales, jovencita —le espetó con brusquedad—. Ni siquiera sabes controlar a los que tienes. Y no olvides lo que te dije: cuando volvamos, ese perro tuyo se irá directamente a su caseta y allí se quedará.

Linda se puso a hacer pucheros y, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, azuzó a su poni para hacerlo ir al trote y se dirigió a la casa. Por lo visto, su perro Labby había vomitado en el despacho de tío Matthew después del desayuno. Tío Matthew, que era incapaz de soportar la suciedad en los perros, había montado en cólera y, en su ataque de ira, había creado una nueva regla según la cual Labby no podía volver a pisar el interior de la casa. Aquello le sucedía siempre, por un motivo u otro, a uno o a otro animal, y como tío Matthew era perro ladrador pero infinitamente poco mordedor, la prohibición rara vez duraba más de un día o dos, tras los cuales tenía lugar lo que él mismo llamaba «el principio del fin»:

—¿Puedo dejar que entre en casa sólo mientras recojo los guantes?

O bien:

—Estoy tan cansada… No puedo ir a los establos. Deja que se quede sólo hasta después del té, por favor…

—Vaya, vaya, ya veo: el principio del fin. Muy bien, de acuerdo, puede quedarse por esta vez, pero si vuelve a alborotar… o si lo sorprendo en tu cama… o si vuelve a mordisquear los muebles caros —decía, en función del delito por el que se le hubiese impuesto la prohibición de entrar en la casa—, haré que lo descuarticen. ¡Y luego no digas que no te he avisado!

A pesar de todo, cada vez que se dictaba la sentencia de prohibición, la dueña del condenado se imaginaba a su amado animalillo pasando el resto de sus tristes días encerrado en una lúgubre y fría caseta para perros.

—Aunque lo saque a pasear tres horas todos los días y vaya a hablar con él durante otra hora, todavía le quedan veinte horas enteras de soledad, pobrecillo, sin nada que hacer. ¡Ay! ¿Por qué no sabrán leer los perros?

Como se habrá visto, los pequeños Radlett tenían una visión extremadamente antropomórfica de sus animales domésticos.

Sin embargo, aquel día tío Matthew estaba de un humor inmejorable, y cuando salimos de los establos le dijo a Linda, que estaba sentada llorando junto a la caseta de Labby:

—¿Es que vas a dejar a esa pobre bestia tuya ahí todo el día?

Y olvidándose de sus lágrimas como por arte de magia, Linda se precipitó a todo correr en el interior de la casa seguida de Labby. Los Radlett siempre estaban en la cima de la felicidad más absoluta o sumidos en el negro pozo de la desesperación; sus emociones nunca estaban en un término medio: amaban u odiaban, reían o lloraban; vivían en un mundo de superlativos. Su vida con tío Matthew era como vivir permanentemente en un patio de recreo, sólo que unas veces el árbitro de los juegos hacía la vista gorda, mientras que otras veces, sin motivo aparente, los castigaba sin salir a jugar. De haber sido niños pobres, lo más probable habría sido que los hubiesen apartado de su padre vociferante, furibundo y colérico y los hubiesen enviado a un lugar adecuado, o mejor aún, que lo hubieran apartado a él y lo hubieran metido en la cárcel por negarse a llevarlos al colegio. Sin embargo, la naturaleza tiene sus propios recursos, y no cabe duda de que los Radlett tenían lo suficiente en común con tío Matthew para capear temporales en los que niños normales como yo habrían acabado con los nervios destrozados.

Capítulo 2

En Alconleigh era un hecho aceptado por todos que tío Matthew me odiaba. Aquel hombre temperamental e incontrolable, al igual que sus hijos, no conocía término medio: amaba u odiaba, y las cosas como son: por lo general, odiaba. A mí me odiaba porque odiaba a mi padre, pues ambos habían sido compañeros y rivales en Eton. Cuando se hizo evidente, y fue evidente desde el mismo momento de mi concepción, que mis padres tenían intención de abandonarme, tía Sadie quiso criarme con Linda porque ambas éramos de la misma edad y parecía una idea sensata. Tío Matthew se negó en redondo. Odiaba a mi padre, dijo, me odiaba a mí, pero por encima de todo, odiaba a los niños, ya tenía bastante con tener que soportar a dos hijos propios (obviamente, aún no podía prever que tendría siete, y la verdad es que tanto él como tía Sadie se asombraban de haber llenado tantas cunas con ocupantes sobre cuyo futuro no parecían tener ningún plan concreto). Así que la pobre tía Emily, cuyo corazón había roto una vez algún monstruo perverso y mujeriego, y que por ello no tenía la menor intención de casarse, me adoptó y se volcó por entero en mí, cosa que le agradezco de corazón. Como creía con firmeza en la escolarización de las mujeres, se tomó grandes molestias por hacer que recibiese la instrucción adecuada, hasta el punto de que nos trasladamos a Shenley para estar más cerca de un buen colegio. Las pequeñas Radlett no recibían prácticamente clases de ningún tipo; Lucille, la institutriz francesa, las enseñaba a leer y a escribir; también las obligaban, a pesar de que carecían de oído por completo, a «practicar» música en el helado salón de baile, y allí aporreaban el piano durante una hora diaria para arrancarle el solo de «Merry Peasant» y unas cuantas escalas, eso sí, sin apartar nunca la vista del reloj. También daban un paseo con Lucille para practicar francés todos los días, menos cuando había alguna cacería, y hasta ahí llegaba la formación de las hermanas: no hacían nada más. Tío Matthew detestaba a las mujeres inteligentes, pero consideraba que las mujeres de la alta sociedad debían, además de saber montar a caballo, hablar francés y tocar el piano. Aunque de niña, como es natural, les tenía mucha envidia por no tener que someterse a aquella tortura y esclavitud, a todas las sumas y a las lecciones de ciencias, debo confesar que sentía una especie de fatua satisfacción por no estar creciendo como una inculta.

Tía Emily no solía acompañarme en mis visitas a Alconleigh; tal vez pensaba que para mí era más entretenido ir sola, y sin duda era un alivio para ella poder marcharse a pasar las Navidades con los amigos de su juventud y olvidarse durante un tiempo de las responsabilidades que conllevaba su avanzada edad. Tía Emily tenía cuarenta años en aquella época, y los niños habíamos renunciado en su nombre, hacía ya mucho tiempo, al mundo, el demonio y la carne. Sin embargo, aquel año se había marchado de Shenley antes del comienzo de las vacaciones y había dicho que se reuniría conmigo en Alconleigh en enero.

La tarde de la cacería de niños Linda convocó una reunión de los Ísimos. Los Ísimos era la sociedad secreta de los Radlett: cualquiera que no fuese amigo de los Ísimos era un Anti-Ísimo, y su grito de guerra era: «Muerte a los abominables Anti-Ísimos». Yo era una Ísima, puesto que mi padre, como el suyo, era lord.

Sin embargo, también había muchos Ísimos honorarios; no hacía falta haber nacido Ísimo para serlo. Tal como Linda había dicho en cierta ocasión: «Vale más un buen corazón que una corona, y vale más la fe que la sangre normanda». No sé muy bien hasta qué punto creíamos en todo aquello, porque en aquella época éramos unos esnobs recalcitrantes, pero estábamos de acuerdo a grandes rasgos. El cabecilla de los ilustrísimos Ísimos era Josh, el mozo de cuadra, muy querido por todos nosotros y que valía cien mil baldes de sangre normanda. El jefe de los abominables Anti-Ísimos era Craven, el guardabosques, contra quien librábamos una guerra sin cuartel: los Ísimos nos adentrábamos a hurtadillas en el bosque y escondíamos las trampas de acero de Craven, soltábamos a los pinzones que éste dejaba encerrados en jaulas sin comida ni agua, como cebo para los halcones, dábamos un entierro decente a las víctimas de su fresquera y, antes de que soltase a los perros, destapábamos las madrigueras que con tanto esmero había taponado.

A los pobres Ísimos los atormentaban las crueldades de la vida en el campo, mientras que, para mí, las vacaciones en Alconleigh eran una revelación perfecta de la esencia de lo salvaje. La casita de tía Emily estaba en un pueblo: era un edificio estilo Reina Ana de ladrillo rojo y estucos blancos, con un magnolio y un delicioso aroma fresco. Entre la casa y el campo había un jardincillo encantador, una verja de hierro forjado, un prado comunal y un pueblo, pero el problema era que el campo al que se llegaba era muy distinto del de Gloucestershire: estaba mutilado, demasiado resguardado, cultivado en exceso, y era casi como un jardín doméstico. En Alconleigh, los crueles bosques trepaban hasta la mismísima casa, y no era raro despertarse por el chillido de un conejo que huía aterrorizado de un armiño, ni oír el aullido extraño y terrible del zorro, ni siquiera ver desde la ventana del dormitorio cómo una raposa se llevaba en la boca a una gallina viva, mientras los faisanes y los buhos, inquietos, inundaban la noche de ruidos salvajes. En invierno, cuando la nieve cubría el suelo, seguíamos el rastro de numerosos animales, que a menudo terminaba en un charco de sangre o una pila de plumas o pieles, pruebas del éxito de los carnívoros.

Al otro lado de la casa, a tiro de piedra, se hallaba la granja. Allí, sacrificar aves de corral y cerdos, castrar corderos y marcar ganado eran actividades que se realizaban con la mayor naturalidad del mundo, al aire libre, donde podía presenciarlas cualquiera que pasase por allí. Incluso el bueno de Josh era capaz de abajar los cascos de uno de sus caballos favoritos después de la temporada de caza con hierros al rojo vivo, como si tal cosa.

—Sólo se puede hacer en dos patas cada vez —decía entre dientes, como si hablase con un caballo al que estuviera cepillando— porque si no, no podrían soportar el dolor.

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