Read A la caza del amor Online

Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (30 page)

—Pero Linda, en el fondo tampoco era tan bueno como dices, así que yo en tu lugar no me preocuparía demasiado por él. Mira cómo se está comportando ahora.

—Bah, es el hombre más débil del mundo; son Pixie y sus padres los que lo están obligando a hacerlo. Si siguiese casado conmigo, a estas alturas sería oficial de la Guardia Real, te lo digo yo.

Algo en lo que Linda no pensaba jamás, estoy segura, era en el futuro; un día sonaría el teléfono y sería Fabrice, y hasta ahí era hasta donde llegaba; si se casaría con ella y qué pasaría con el niño eran cuestiones que no sólo no le preocupaban sino que no se le habían pasado por la cabeza. Pensaba únicamente en el pasado.

—Es muy triste —dijo un día— pertenecer, como nosotras, a una generación perdida. Estoy segura de que en la historia las dos guerras contarán como una sola y nos aplastarán entre ellas, y la gente se olvidará de que llegamos a existir. Para eso, tal vez nos valdría más no haber vivido; es una lástima, en mi opinión.

—Puede que se convierta en una especie de curiosidad literaria —comentó Davey, que a veces se asomaba, tiritando, al cuarto de los Ísimos, para que se le reactivase la circulación antes de volver a sentarse a escribir—. A la gente le interesará por toda una serie de razones equivocadas y coleccionará juegos de tocador de Lalique y muebles bar forrados de espejos, y le parecerán muy graciosos. ¡Huy, qué bien! —exclamó de pronto—. Ese genio de Juan nos trae otro faisán.

Juan tenía un don extraordinario: era un experto con el tirachinas. Pasaba los ratos ociosos (cómo era posible que tuviese ratos libres era un misterio, pero el caso es que los tenía) paseándose sigilosamente por el bosque o por el río pertrechado con esta arma. Como era un tirador infalible y no le remordía la conciencia si el faisán o la liebre de turno estaba descansando tranquilamente o si los cisnes eran propiedad del rey, el resultado de aquellas expediciones era excelente desde el punto de vista de la despensa y la cazuela. Cada vez que Davey quería relamerse verdaderamente con la comida, recitaba, medio para sí mismo, una especie de chistecillo que decía: «Recuerda la sopa de tomate enlatado de la señora Beecher».

El desdichado Craven, por supuesto, era quien más sufría con aquellas excursiones del cocinero, que consideraba poco menos que caza furtiva. Sin embargo, tío Matthew se encargaba de mantener en forma al pobre hombre, y cuando no estaba de guardia o atando ruedas de bicicleta a los troncos de los árboles del camino para hacer barricadas contra los tanques, estaba formando en filas. Tío Matthew era famoso en el campo por la elegancia de su formación en filas. Por suerte Juan, como extranjero, quedaba excluido de estas actividades y podía dedicar todo su tiempo a hacernos la vida más fácil y feliz, lo cual se le daba de maravilla.

—Yo no quiero ser una curiosidad literaria —repuso Linda—. Me gustaría haber formado parte de una generación realmente importante; creo que es horrible haber nacido en 1911.

—No te preocupes, Linda, serás una maravillosa vieja dama.

—Y tú serás un maravilloso viejo caballero, Davey —dijo Linda.

—¿Quién, yo? Me temo que nunca llegaré a viejo —replicó Davey, con un tono de gran satisfacción.

Y lo cierto es que tenía un aire de eterna juventud, y a pesar de que era veinte años mayor que nosotras y sólo unos cinco años menor que tía Emily, siempre había parecido estar mucho más cerca de nuestra generación que de la suya, así como tampoco había cambiado en absoluto desde el día en que lo vi por primera vez junto a la chimenea del salón y pensé que no tenía aspecto de capitán ni de marido.

—Vamos, queridas, es la hora del té, y resulta que me he enterado de que Juan ha hecho un bizcocho de mermelada, así que hay que bajar antes de que se lo coma la Desbocada.

Davey mantenía una lucha encarnizada con la Desbocada por la comida; los modales de ésta en la mesa siempre habían sido informales, pero ciertos hábitos suyos, como el de comerse la mermelada con una cucharilla que volvía a dejar en el tarro y el de apagar los cigarrillos en el azucarero, sacaban de quicio al pobre Davey, que era muy consciente de la cantidad de raciones y la reprendía con muchísima severidad, como una institutriz a un niño desesperante. Pero podía ahorrarse perfectamente la molestia, porque a la Desbocada le entraba por un oído y le salía por el otro, y seguía estropeando la comida con indiferencia.

—Queriiido —decía—, no importa, de verdad: mi maravilloso Juuaan tiene muchísimo más guardado en la manga, te lo prometo.

En aquellos días había un temor a la invasión especialmente generalizado y alarmante, y se esperaba de un momento a otro la llegada de los alemanes, con toda la parafernalia de las tropas aéreas, disfrazados de curas, bailarinas o cualquier cosa parecida. Algún desaprensivo hizo circular el rumor de que serían dobles de la señora Davis vestidos con los uniformes del servicio de voluntarias femeninas, y es que ésta tenía un don especial para estar en tantos sitios a la vez que ya parecía que, efectivamente, había una docena de señoras Davis aterrizando en paracaídas por el campo. Tío Matthew se tomó muy en serio la amenaza de la invasión, y un día nos reunió a todos en el despacho para explicarnos detalladamente qué se suponía que debíamos hacer.

—Vosotras, las mujeres, con los niños, os encerraréis en la bodega mientras dure la batalla —dijo—: hay un grifo, y he guardado provisiones de carne de vaca enlatada para una semana. Sí; es posible que tengáis que permanecer ahí varios días. Avisadas estáis.

—A Nanny no le va a hacer ni pizca de gracia —empezó a decir Louisa, pero la silenció una mirada furiosa.

—Ya que hablamos de Nanny —dijo tío Matthew—, os lo advierto: nada de atascar las carreteras con vuestros cochecitos, porque no va a haber ninguna evacuación, bajo ninguna circunstancia. Bien, hay una misión muy importante por hacer, y voy a encomendártela a ti, Davey. Sé que no te importará, muchacho, si digo que no eres un gran tirador; como sabes, andamos escasos de munición y la que tenemos no debe malgastarse, bajo ninguna circunstancia, así que cada bala cuenta, de modo que no tengo ninguna intención de darte una pistola, al menos al principio. Pero sí tengo una mecha y una carga de dinamita, ahora mismo te las enseño, y quiero que vueles la despensa por los aires.

—¡Volar la cueva de Alí Baba! Pero Matthew, ¿es que te has vuelto loco? —exclamó Davey, y palideció.

—Le diría a Guan que lo hiciese él, pero el caso es que, a pesar de que mi opinión sobre él ha mejorado, no acabo de confiar en ese muchacho, lo siento. Cuando se ha sido extranjero una vez, se es extranjero para siempre. Ahora debo explicaros por qué considero esto una parte crucial de las operaciones: cuando nos hayan matado a Josh, a Craven y a mí, los civiles sólo tendréis una forma de ayudar: convirtiéndoos en una carga para los alemanes. Tenéis que hacer que se encarguen de daros de comer (y no os preocupéis, porque seguro que lo harán; no querrán que el tifus se propague en sus líneas), pero tenéis que aseguraros de que les resulte lo más difícil posible. En esa despensa hay comida suficiente para alimentaros durante varias semanas, acabo de echar un vistazo, y eso es un gran error. Tenéis que conseguir que os traigan ellos la comida y sabotear su transporte, eso es lo que queremos, y así ser una tremenda carga para ellos. Es lo único que podréis hacer entonces, ser un lastre, así que la despensa tiene que desaparecer, y Davey se encargará de hacerla volar por los aires.

Davey abrió la boca para hacer otro comentario, pero tío Matthew estaba de un humor de perros, y se lo pensó mejor.

—Muy bien, querido Matthew —dijo, con tristeza—, pero tienes que enseñarme qué es lo que hay que hacer.

Pero en cuanto tío Matthew le volvió la espalda, empezó a quejarse a voces.

—No, de verdad, es una maldad por parte de Matthew insistir en volar por los aires Alí Baba —protestó—. A él le da lo mismo, estará muerto, pero tendría que pensar un poquitín más en nosotros.

—Yo creía que te ibas a tomar esas píldoras blancas y negras —comentó Linda.

—A Emily no le hace gracia la idea, y yo había decidido tomarlas sólo si nos detienen, pero ahora la verdad es que no lo sé. Matthew dice que el ejército alemán tendrá que alimentarnos, pero debe de saber tan bien como yo que si es verdad que nos dan de comer, cosa que veo bastante difícil, será a base de engrudo. Volveremos a estar como con la señora Beecher, sólo que mucho peor, y no puedo digerir el almidón, sobre todo en los meses de invierno. Es una verdadera lástima. Qué desconsiderado es ese viejo gruñón de Matthew.

—Bueno, pero Davey —dijo Linda—, ¿qué nos dices de nosotras? Todos estamos en el mismo barco, pero no nos quejamos.

—Nanny lo hará —apuntó Louisa con un resoplido, queriendo decir en realidad: «Y yo pienso hacer como Nanny».

—¡Nanny! Esa vive en su propio mundo —dijo Linda—. Pero se supone que todos sabemos por qué luchamos y, en mi opinión, creo que Pa tiene toda la razón. Y si yo pienso eso, en mi estado…

—Bah, a ti te cuidarán —repuso Davey con amargura—; a las embarazadas siempre las cuidan. Te enviarán vitaminas y cosas de los Estados Unidos, ya lo verás, pero a mí… nadie se ocupará de mí, y soy tan delicado… A mí no me conviene que me alimenten los alemanes, sencillamente; nunca seré capaz de hacerles entender el funcionamiento de mi aparato digestivo. Me los conozco.

—Siempre decías que nadie entendía tu aparato digestivo como el doctor Meyerstein.

—Utiliza el sentido común, Linda. ¿Crees que van a arrojar en paracaídas al doctor Meyerstein encima de Alconleigh? Sabes perfectamente que lleva años en un campo de concentración. No; tengo que hacerme a la idea de que tendré una muerte lenta… No es una perspectiva demasiado halagüeña, la verdad sea dicha.

Acto seguido, Linda se llevó aparte a tío Matthew y le pidió que le enseñara cómo volar la cueva de Alí Babá.

—El espíritu de Davey no parece demasiado dispuesto a ayudar —le explicó Linda— y su carne es decididamente débil.

Después de aquello hubo cierta frialdad entre Linda y Davey durante un tiempo, pues cada uno pensaba que el otro había sido muy poco razonable. Sin embargo, no duró mucho, pues se querían demasiado (en realidad, creo que Davey quería a Linda más que a nadie en el mundo) y tal como dijo tía Sadie: «¿Quién sabe? A lo mejor no surge la necesidad de tomar estas decisiones tan espantosas».

Y fue así como pasó el invierno: despacio. La primavera llegó con una belleza extraordinaria, como siempre en Alconleigh, con un brillo de colorido y una riqueza de vida que ya no esperábamos tras los fríos y grises meses de invierno. Todos los animales estaban dando a luz; había criaturas jóvenes por todas partes y esperábamos con ansia e impaciencia el nacimiento de nuestros hijos. Los días, las horas mismas, pasaban con una lentitud lacerante, y Linda empezó a contestar «mejor aún» cuando le preguntábamos la hora.

—¿Qué hora es, querida?

—Adivina.

—¿Las doce y media?

—Mejor aún: la una menos cuarto.

Las tres embarazadas nos habíamos puesto como tres ballenas, y nos arrastrábamos por la casa como gigantescas diosas de la fertilidad, lanzando unos suspiros tremebundos y notando el calor de los primeros días del buen tiempo con exagerada incomodidad.

A Linda, la bonita ropa de París le resultaba ahora del todo inútil, y se había rebajado al mismo nivel que Louisa y yo con blusones de algodón, faldas premamá y sandalias. Abandonó el cuarto de los Ísimos y empezó a pasar los días, cuando hacía bueno, sentada en la linde del bosque, mientras Plon-plon, que se había convertido en un lebrel entusiasta aunque fallido, se zambullía jadeante entre las verdes brumas de la maleza.

—Si me pasa algo, querida, quiero que cuides de Plon-plon —decía—. Ha sido un gran consuelo para mí todo este tiempo.

Pero hablaba por hablar, como quien sabe en el fondo que va a vivir cien años, y no mencionaba a Fabrice ni al niño, como sin duda habría hecho de haber tenido alguna premonición.

Angus, el hijo de Louisa, nació a principios de abril; era su sexto hijo y el tercer varón, y en el fondo de nuestra alma la envidiábamos por haber pasado ya el trance.

El veintiocho de mayo nacieron el hijo de Linda y el mío, niños los dos. Al final resultó que los médicos que habían dicho que Linda no debía tener más hijos no eran tan idiotas: aquel alumbramiento la mató. Murió, creo, completamente feliz y sin haber sufrido demasiado, pero para nosotros en Alconleigh, para sus padres, para sus hermanos, para Davey y para lord Merlin, se apagó una luz, una cantidad inmensa de alegría que jamás podría ser reemplazada.

Aproximadamente por las fechas de la muerte de Linda, la Gestapo detuvo a Fabrice, que fue fusilado. Fue un héroe de la resistencia, y su nombre se ha convertido en leyenda en Francia.

He adoptado al pequeño Fabrice, con el consentimiento de Christian, su padre legal. Tiene los ojos negros, de la misma forma que los azules de Linda, y es un niño guapísimo y encantador. Lo quiero tanto como a mis propios hijos, quizá incluso más.

La Desbocada vino a verme mientras estaba en la maternidad de Oxford donde había nacido mi hijo y había muerto Linda.

—Pobre Linda —dijo, conmovida—, pobrecita. Pero Fanny, ¿no crees que en el fondo ha sido lo mejor? La vida de las mujeres como Linda o como yo ya no es tan divertida cuando se empiezan a envejecer.

No quería ofender a mi madre diciendo que Linda no era de esa clase de mujeres.

—Pero creo que habría sido feliz con Fabrice —repuse—. Fue el gran amor de su vida, ¿sabes?

—Ay, queriiida… —dijo mi madre, con tristeza—. Eso pensamos siempre. Todas, todas las veces.

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