Read A la caza del amor Online

Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

A la caza del amor (20 page)

—No conoces a los fascistas —dijo Matt, con tristeza.

—Ayer, mientras llevaba a la duquesa por los alrededores de Barcarès, pensaba: «Sí, pero ¿por qué una duquesa inglesa? ¿Es que no hay duquesas españolas?». Y, ya puestos, ¿por qué sólo hay ingleses trabajando en Perpiñán? Conocía a varios españoles en Londres, ¿por qué no vienen a echar una mano? Nos vendrían la mar de bien. Supongo que hablan español.

—Pa tenía mucha razón cuando decía que los extranjeros son el demonio —dijo Matt—, al menos los de clase alta. Los chicos de aquí, en cambio, son todos grandes Ísimos.

—La verdad, no me imagino a los ingleses dejándose en la estacada de esta manera, ni aunque perteneciesen a partidos distintos. Me parece una vergüenza. Christian y Robert volvieron de Cette de muy buen humor. Todo había salido a pedir de boca, y a una niña que había nacido durante la primera hora a bordo del barco le habían puesto el nombre de Embarcación. Era la clase de anécdotas que tanta gracia le hacían a Christian.

—¿Seguiste algún criterio especial para asignar los camarotes, o cómo lo hiciste? —le preguntó Robert a Linda.

—¿Por qué? ¿No estaban bien repartidos?

—Todo estaba perfecto. Todo el mundo tenía su sitio y se ha ido directamente a él, pero tengo curiosidad por saber cómo decidiste a quiénes asignar los mejores camarotes, eso es todo.

—Pues verás —explicó Linda—, la verdad es que me limité a dárselos a los que tenían la palabra «labrador» en la ficha, porque yo tenía un cachorro de ésos cuando era pequeñita y eran tan… adorable, ¿sabes?

—Ah —dijo Robert con gravedad—, ahora lo entiendo todo. Resulta que en español un labrador, además de un perro, es alguien que se dedica a cultivar la tierra, así que según tu criterio (excelente, por cierto; no podía ser más democrático), todos los campesinos han ido a parar a los camarotes de lujo, y los intelectuales, debajo de las escotillas. Así aprenderán a no ser tan listos. Lo has hecho muy bien, Linda. Te estamos muy agradecidos.

—Era una monada de cachorro… —siguió diciendo Linda con aire nostálgico—. Ojalá lo hubieseis visto. Me gustaría tener algún animal de compañía.

—Pues no sé por qué no haces una oferta por la
sangsue
—sugirió Robert.

Uno de los rasgos distintivos de Perpiñán era una sanguijuela metida en una botella, en el escaparate de una farmacia, con un cartel escrito a máquina en el que se podía leer: «Si la sangsue monte dans la bouteille il fera beau temps, si la sangsue descend… l'orage».

—No estaría mal —comentó Linda—, pero no sé… no me la imagino cogiéndome cariño, todo el día ocupada con si llueve o deja de llover, arriba y abajo, arriba y abajo. No tendría tiempo para relacionarse, seguro.

Capítulo 16

Con el paso del tiempo, Linda no recordaba si le importó averiguar que Christian estaba enamorado de Lavender Davis, ni, en caso afirmativo, cuánto le había importado. No recordaba en absoluto las emociones que había sentido en aquella época. Sin duda, el orgullo herido debió de desempeñar un papel importante, aunque tal vez menos en el caso de Linda que en el de muchas mujeres, puesto que no se puede decir que tuviera complejo de inferioridad. Debió de darse cuenta de que los dos años anteriores y el abandonar a Tony no le habían servido de nada, pero ¿fue un verdadero mazazo? ¿Seguía enamorada de Christian? ¿Sufría los zarpazos habituales de los celos? A mí me parece que no.

Pero a pesar de todo, la elección de Christian no resultaba muy halagadora, que digamos. Lavender Davis había personificado, durante años y años, todo cuanto los Radlett consideraban la antítesis del romanticismo: era una exploradora entusiasta, jugaba al
hockey
, trepaba a los árboles, era la delegada de su curso y montaba a caballo a horcajadas. Nunca había vivido soñando con el amor, y era evidente que el sentimiento estaba muy lejos de sus pensamientos, aunque Louisa y Linda, incapaces de imaginar que pudiese existir alguien sin una mínima chispa de él, solían inventar historias románticas para Lavender, convirtiéndola en amante del profesor de educación física o del doctor Simpson, de Merlinford, sobre el que Louisa había compuesto uno de sus ridículos poemas: «Es el médico y el secretario de allí, y ella está enamorada de él pero él está enamorado de ti». Desde entonces, se había formado como enfermera y trabajadora social, había hecho un curso de derecho y política económica, y era evidente para Linda que muy bien podría haberlo hecho todo con la intención expresa de convertirse en la pareja perfecta de Christian. El resultado fue que en aquel entorno, con aquella seguridad absoluta en sí misma y en su capacidad, Lavender eclipsaba fácilmente a la pobre Linda. No hubo ni siquiera competición; fue una victoria por incomparecencia.

Linda no descubrió el amor de ambos de ninguna de las formas normales y corrientes; no los sorprendió besándose ni los pilló en la cama, sino que todo fue mucho más sutil y peligroso: semana tras semana se fue percatando de que encontraban una felicidad perfecta el uno en el otro, y de que Christian dependía por completo de Lavender para sentirse cómodo y motivado en su trabajo. Teniendo en cuenta que el trabajo le absorbía entonces el corazón y el alma, que no pensaba en nada más y que nunca se relajaba, la dependencia de Lavender implicaba la exclusión absoluta de Linda. No sabía qué hacer. No podía hablar claramente con Christian y echárselo en cara, porque no había nada tangible que echar en cara y, de todos modos, semejante reacción habría sido totalmente impropia del carácter de Linda. Las escenas y las peleas le daban más miedo que cualquier otra cosa en el mundo, y no se hacía ilusiones respecto a lo que Christian opinaba de ella: en el fondo pensaba que éste, en realidad, la despreciaba por haber abandonado a Tony y a su hija con tanta facilidad y que consideraba que ella tenía una visión de la vida estúpida, frívola y superficial. A Christian le gustaban las mujeres serias y cultas, sobre todo si habían realizado estudios de trabajo social, sobre todo Lavender. Malditas las ganas que tenía Linda de escuchar todo aquello. Por otra parte, empezó a pensar en la posibilidad de marcharse de Perpiñán antes de que Christian y Lavender se escapasen, puesto que consideraba más que probable que se marchasen cogiditos de la mano en pos de otras formas de sufrimiento humano que paliar juntos. Ya se sentía incómoda cuando estaba con Robert y Randolph, quienes era evidente que sentían mucha lástima por ella y siempre estaban haciendo pequeñas maniobras para impedir que se diera cuenta de que Christian pasaba cada minuto del día con Lavender.

Una tarde, mientras miraba distraídamente por la ventana de su habitación del hotel, los vio paseando juntos por el Quai Sadi Carnot, completamente absortos, sin necesitar nada más que la mutua compañía, radiantes de felicidad. Linda sintió un impulso y decidió obedecerlo: recogió sus cosas y le escribió una apresurada carta a Christian diciéndole que lo abandonaba para siempre porque se había dado cuenta de que su matrimonio había sido un fracaso. Le pidió que cuidase de Matt. A continuación quemó las naves añadiendo una posdata, costumbre femenina de funestas consecuencias: «Creo que habrías hecho mucho mejor casándote con Lavender». Se subió a un taxi con su equipaje y tomó el tren nocturno a París.

Esta vez, el viaje fue horrible; a fin de cuentas, quería mucho a Christian, y en cuanto el tren abandonó la estación, empezó a preguntarse si no se habría comportado como una estúpida. Seguramente lo de Christian era un capricho pasajero, basado en intereses comunes, que se habría evaporado en cuanto hubiese regresado a Londres. Aunque tal vez ni siquiera fuese eso, sino que todo se debía a un trabajo que lo obligaba a estar constantemente con Lavender. A fin de cuentas, su distraída forma de tratar a Linda no era ninguna novedad, y había sido así desde el principio. Linda empezó a sentir que se había equivocado al escribir la carta.

Aún le quedaba el billete de vuelta a Londres, pero muy poco dinero; según sus cálculos, justo lo suficiente para cenar en el tren y comer algo al día siguiente. Linda siempre tenía que convertir el dinero francés a libras, chelines y peniques antes de saber cuánto tenía. Por lo visto, contaba más o menos con dieciocho chelines y seis peniques, así que ya podía olvidarse del coche cama. Nunca había pasado una noche entera sentada en el asiento de un tren, y la experiencia la dejó traumatizada: era como una especie de enfermedad febril, en que las dolorosas horas pasaban tan despacio que parecían durar semanas. Sus pensamientos no le servían de consuelo; había hecho trizas los dos últimos años de su vida, todo lo que había intentado hacer por su relación con Christian, y lo había tirado a la basura como si fuera un montón de papeles viejos. Si aquél iba a ser el resultado, ¿por qué había dejado a Tony, su verdadero marido en la dicha y en la adversidad, y a su hija? Su deber era para con ellos, y lo sabía de sobra. Se acordó de mi madre y sintió un escalofrío. ¿Era posible que ella, Linda, estuviese desde aquel momento condenada a una vida que despreciaba con toda su alma, la de una desbocada?

¿Y qué iba a encontrar en Londres? Una casa vacía y polvorienta. Tal vez, pensó, Christian iría a buscarla, la seguiría y le diría que le pertenecía, pero, en el fondo de su corazón, Linda sabía que no lo haría y que aquello era el fin. Christian creía demasiado firmemente que la gente debía hacer lo que quisiera, sin interferencias. Quería mucho a Linda, ella lo sabía, pero al mismo tiempo lo había decepcionado, eso también lo sabía; él no habría dado el primer paso para separarse, pero no lamentaría demasiado el hecho de que lo hubiese dado ella. No tardaría en obsesionarse con otra cosa, con un nuevo plan con que mitigar el sufrimiento de los mortales, de cualquier mortal, en cualquier lugar del mundo, siempre que hubiese un número suficiente y su desgracia fuese lo bastante grave. Entonces se olvidaría de Linda, y posiblemente también de Lavender, como si nunca hubiesen existido. Christian no iba a la conquista apasionada del amor, sino que tenía otros intereses, otros objetivos, y le importaba muy poco la mujer que pudiese haber en su vida en un determinado momento. Sin embargo, Linda también sabía que, por naturaleza, era un hombre inflexible; sabía que nunca la perdonaría por haberlo abandonado ni trataría de convencerla para que volviese con él, como tampoco había ninguna razón por la que debiera hacerlo.

Mientras avanzaba el tren, adentrándose en la oscuridad, Linda pensó que no se podía decir que su vida hasta entonces hubiese sido un éxito rotundo: no había encontrado el verdadero amor ni la felicidad absoluta, como tampoco se los había proporcionado a otras personas; separarse de ella no había sido un duro golpe para ninguno de sus maridos; por el contrario, ambos se habrían arrojado aliviados a los brazos de una amante mucho más querida y adecuada. Fuera cual fuese la cualidad que hacía a las mujeres conservar indefinidamente el amor y el afecto de un hombre, ella no la poseía y ahora estaba condenada a la vida solitaria y atormentada de una mujer hermosa pero sin ataduras. Entonces, ¿dónde diablos estaba el amor que duraba hasta más allá de la muerte? ¿Qué había hecho con su juventud? Unas lágrimas por las esperanzas y los ideales perdidos, unas lágrimas de autocompasión en realidad, empezaron a rodarle por las mejillas. Como los tres gordos franceses que compartían vagón con ella dormían profundamente, pudo llorar a sus anchas.

A pesar de la tristeza y el cansancio, pudo percibir la belleza de París aquella mañana de verano mientras atravesaba la ciudad en dirección a la Gare du Nord. París a primera hora tiene un aspecto alegre y bullicioso cargado con la promesa de cosas maravillosas que están a punto de suceder, así como un rotundo y característico aroma a café y
croissants
.

Los parisinos acogen el nuevo día como si estuviesen seguros de que va a gustarles: los tenderos suben las persianas de los comercios con la certeza de que van a vender; los obreros se dirigen alegremente a su trabajo; la gente que ha pasado toda la noche en los
night-clubs
se marcha contenta a descansar; la orquesta de las bocinas de los coches, las campanillas de los tranvías y los silbatos de los gendarmes afinan para la sinfonía diaria, y por todas partes se respira felicidad. Esta felicidad, esta vida y esta belleza no conseguían subrayar la tristeza y el agotamiento de la pobre Linda; los percibía, pero no hacían mella en su ánimo. Concentró su pensamiento en su viejo Londres; deseaba con toda su alma, era lo que más deseaba en el mundo, poder tumbarse en su propia cama. Se sentía como un animal herido que se arrastra a su madriguera. Sólo quería poder dormir sin interrupciones.

Pero cuando enseñó su billete de vuelta en la Gare du Nord le dijeron a voz en grito y con furiosa indiferencia que había caducado.


Voyons, madame… le 29 Mai. C'estaujourd'hui le 30, n'est-ce pas? Donc
…! —Y los sucesivos encogimientos de hombros.

Linda se quedó paralizada por el terror. Sus dieciocho chelines con seis peniques habían menguado ya hasta los seis chelines y tres peniques, apenas suficiente para una comida. No conocía a nadie en París, no tenía ni la más remota idea de qué hacer, y estaba demasiado cansada y hambrienta para pensar con claridad. Se quedó allí inmóvil, como un monumento a la desesperación. Su mozo de equipaje, cansado de esperar junto a una estatua, dejó las maletas en el suelo y se fue refunfuñando. Linda se desplomó sobre su maleta y se echó a llorar; nunca en toda su vida le había pasado algo tan terrible. Lloraba con amargura y no podía parar; la gente pasaba por su lado, como si una mujer llorando fuese el espectáculo más habitual de la Gare du Nord. «¡Desalmados! ¡Desalmados!», acertaba a decir entre sollozos. ¿Por qué no habría hecho caso a su padre?, ¿por qué diablos había tenido que ir a aquel maldito país extranjero? ¿Quién la iba a ayudar? Linda sabía que en Londres había una asociación que cuidaba de las señoras perdidas en las estaciones de tren; allí, lo más probable es que hubiese una para enviarlas a Suramérica. De un momento a otro aparecería una mujer mayor de aspecto amistoso que le clavaría una jeringuilla, y luego Linda desaparecería para siempre.

Entonces percibió una presencia a su lado; no era una señora mayor, sino un francés bajito, fornido y muy moreno que llevaba un sombrero de fieltro. Se estaba riendo. Linda no le hizo caso y siguió llorando; cuanto más lloraba, más se reía él. Ahora, sus lágrimas eran de rabia, ya no de autocompasión.

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