Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
El segundo cuaderno empezaba desarrollando las ideas del primero, y recogiendo nuevos sueños de Daniel. Pero las cosas iban cambiando. La doctora parecía involucrarse paulatinamente de un modo obsesivo. Era como si algo la hubiera llevado o inducido a convertirse en parte activa de los sueños. Se trataba de algo difícil de definir. Las narraciones la impresionaban más que al principio y la distancia entre el paciente y el médico se había reducido, o incluso anulado. Llegó un momento en que las anotaciones del informe eran sólo frases sueltas, ideas inconexas. Se daba el caso de que la doctora parecía estar experimentando un ataque a su propia razón. El mismo hecho de solicitar un exorcismo ponía de manifiesto que aquella mujer tenía la necesidad, el ansia de saber algo. Y Cloister conocía bien esa sensación.
Dentro de ese segundo cuaderno había una anotación enigmática: «globos amarillos». Esta breve frase estaba rodeada de tinta, en un óvalo tan oprimido que había llegado a romper el papel en algunos puntos. A Cloister esa frase no le decía nada, salvo porque el sacerdote exorcista había incluido en su informe que Daniel dijo lo mismo durante su exorcismo, cuando mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y otro lugar cercano, una isla al parecer, de la que no logró entender el nombre.
Más adelante en el cuaderno había otra anotación que Cloister tampoco sabía cómo interpretar. Una visión anterior a la de los «globos amarillos» narraba la muerte de un vigilante de universidad durante una especie de acto reivindicativo llevado a cabo por unos estudiantes. Era una historia confusa, que tampoco significaba para Cloister nada especial por sí misma. Era la letra de la doctora la que, a la luz de sus conocimientos grafológicos, tenía interés. Se trataba de una escritura muy firme y redonda al principio, como en todo el primer cuaderno, que luego se iba tornando insegura, temblorosa, irregular. Sólo podía explicarse algo semejante por un repentino choque emocional. Esta impresión del sacerdote la corroboraba el hecho de que ese momento de las notas fuera el pistoletazo de salida del resto de extrañezas en el informe. A partir de ahí, todo cambiaba. El equilibro se tornaba vaguedad, lo concreto y específico, en errático. No había además que olvidar que ella desapareció después del exorcismo, y que nadie había podido localizarla por el momento. Su teléfono celular se mantenía apagado y ningún conocido tenía noticias de ella desde la tarde en que se celebró el rito en la residencia de ancianos. En todo caso, no había muchos a quienes preguntar. La doctora era soltera, vivía sola y se relacionaba con muy pocas personas. Aparte de su consulta, la parroquia a la que acudía y su labor en la residencia de ancianos, nada. En su trabajo, únicamente mantenía una más bien distante relación con su secretaria. En la parroquia y la residencia, hablaba con un par de sacerdotes y varias monjas. Pero personas con las que tuviera una relación íntima, o algún hombre en su vida, no se conocían.
Cloister se daba cuenta de que todo aquello suponía un enigma en sí mismo. Decididamente, algo le decía y le repetía que nada era casual. Por una sensación no racionalizable, imposible de transformar en algo cabal y coherente, sentía que aquel jardinero deficiente mental, aquella doctora y la ciudad de Boston tenían las claves del misterio.
El caudal de información había sido demasiado grande aquel día. No era capaz de procesar más datos. Sentía la cabeza embotada, y los párpados pesados por delante de unos ojos que exigían un descanso. El sacerdote reprimió sus ansias de visionar la cinta del exorcismo. Necesitaba encontrarse despejado y con todos sus sentidos en perfecto estado de funcionamiento. Quizá no pudiera dormir, pero al menos tumbarse en la cama con la luz apagada le aportaría algún descanso. Estaba acostumbrado a forzarse a descansar. Sus últimos años como Lobo de Dios le habían enseñado muchas cosas, y ésa era una de ellas.
Se desvistió, rezó sus oraciones y se metió entre las sábanas. Apagó la luz de la mesilla de noche, pero la iluminación de la ventana le permitía distinguir la lámpara del techo, redonda, con varios colgantes de vidrio. Fijó en ella la mirada como en un mantra. Los cables de enlace con el mundo se desconectaron poco a poco. Cerró los ojos y trató de desembarazarse de las visiones que emulaban las del pobre y viejo jardinero. Un remolino se formaba en su imaginación a medida que se desunía del mundo real. Un remolino oscuro que parecía hablarle, susurrarle dentro de su cabeza frases que le hacían pensar en los siglos y los milenios, el tiempo y la eternidad.
Connecticut.
«Venganza.» Audrey no estaba segura de si había dicho esto en voz alta o si únicamente lo había pensado. Era terrible que no confiara en su propia cordura quien dedicaba su vida a sanar las mentes de otros.
Ya había anochecido. Ésa fue en parte la razón que le hizo coger un desvío equivocado y perderse en su camino hacia la población de New London, en el estado de Connecticut. Acababa de detener su coche en el arcén de una carretera secundaría, estrecha y en mal estado. Un bosque impenetrable se extendía a su alrededor; ramas que se asemejaban a dedos raquíticos cubrían, por encima, la tira de asfalto.
Audrey conocía muy bien New London. Allí pasó toda su infancia y gran parte de su adolescencia, hasta que se trasladó a Hartford con su rnadre, tres años antes de comenzar la universidad. A esa mudanza las obligó la muerte de su padre, que nunca estuvo interesado en el dinero y que no les dejó, por ello, más que un puñado de dólares en una escuálida cuenta bancaria. Audrey sólo consiguió estudiar en Harvard gracias a una beca que le costó mucho conseguir y mantener. Nada en su vida había sido fácil.
Estos y otros recuerdos la apartaron por un instante breve del pensamiento que la dominaba: las revelaciones que Daniel le había hecho durante el exorcismo. Recordaba vagamente haber huido de la residencia, tras abandonar el ritual, y meterse luego en su coche para deambular por la ciudad durante horas, sin rumbo fijo. No se detuvo hasta quedarse sin gasolina en algún lugar cerca del puerto. Entonces se había echado a llorar con tanta furia que se hizo daño en la garganta. Las lágrimas no le sirvieron de alivio. Estas no. Eran de rabia y odio. Su hijo Eugene no se había perdido en Coney Island cinco años atrás. Ningún golpe fortuito le había provocado una amnesia que le impidiera recordar quién era y cómo volver a casa. No se había caído al mar, ni su cadáver quedó olvidado en la cuneta, después de que un coche lo atrepellara.
Nada de eso fue lo que ocurrió.
La verdad que le había revelado a Audrey el ser diabólico que poseía a Daniel era otra. Alguien le arrebató a su hijo en Coney Island. Se lo robó. Y Audrey sabía quién era el culpable de haber convertido su vida en un amargo tormento. Se llamaba Anthony Maxwell. Este nombre fue otra de las revelaciones de Daniel, porque, para Audrey, Maxwell siempre fue el payaso anónimo de los globos amarillos. El mismo payaso que acompañaba a Eugene en su última foto. Y pensar que ella llevaba años mirando sin la menor sospecha la imagen de aquel rostro sonriente, maquillado de blanco y rojo… El rostro de ese maldito bastardo que vivía cerca de New London, donde ella había vivido. Así se burlaba Dios de los seres humanos. Con casualidades como esta. Dios era cruel. Quien afirmara lo contrarío mentía o era un ingenuo.
Audrey quería venganza. La ira y el deseo de hacer sufrir a ese hombre la corroían. Para ella, Maxwell había dejado de pertenecer a la especie humana, porque sólo un animal era capaz de hacer lo que él había hecho. La propia Audrey se había convertido también en una bestia, en un depredador. El objetivo de su vida se reducía ahora a hacerle pagar a Maxwell su crimen y descubrir la última pieza del puzzle, que Daniel se había negado a desvelarle: si su hijo Eugene seguía vivo o no.
Le costó salir del coche. Tenía el cuerpo entumecido. El frío y la humedad del ambiente lograron calarle los huesos a pesar de su ropa de abrigo. De la parte anterior del automóvil partían dos conos luminosos. Iluminaban la gruesa capa de hojas en descomposición que lo cubría todo. Aún estaba lejos la primavera, y parecía imposible que esa podredumbre pudiera acabar convirtiéndose en un hervidero de vida. Igual de imposible le parecía a Audrey volver a ser quien era antes de aquel día.
Perder a Eugene había envenenado su alma, convirtiéndola en una mujer triste e inconsolable, que odiaba a Dios por encima de todas las cosas. Pero, en cierto modo, se había acostumbrado a vivir con ese dolor. Su creencia de que Eugene no estaba muerto, la anticipación con la que abría los informes de los detectives que lo buscaban sin descanso, hacían eso posible. Era un equilibrio extremadamente frágil, que las revelaciones de Daniel habían alterado. Resultaba irónico que lo que no había conseguido su fe en Dios, se lo hubiera concedido el Demonio. Reforzar su esperanza. Aunque no estaba segura de que eso fuera bueno. Si descubría que esa tenue esperanza era vana, el desengaño no le permitiría seguir viviendo.
Cruzó la carretera sin saber muy bien con qué intención. Tuvo el cuidado de mirar a uno y otro lado para asegurarse de que podía atravesarla sin peligro, como si esa carretera desierta fuera la ajetreada avenida Commonwealth. El apego a las viejas costumbres es, a veces, lo único que nos queda. Escudriñó la negrura sin éxito. No se veían los faros de ningún otro coche. Estaba sola y perdida. Pero en su cerebro no había espacio para la autocom-pasión. Estaba ocupado en ahuyentar algo frente a lo que su mente se cerraba por completo. La simple idea de reflexionar sobre ello era casi tan dolorosa para Audrey como admitir que su hijo pudiera estar muerto: ¿qué tipo de cosas podía haber sufrido Eugene si aún seguía vivo? ¿A qué tipo de vejaciones…?
–¡AAAHHH!
Audrey gritó con todas sus fuerzas para acallar el abominable pensamiento. Su alarido atormentado espantó a alguna clase de ave nocturna. Y eso fue todo lo que ocurrió. Ella estaba sufriendo y al mundo le daba igual. Avanzó de vuelta al coche, y esta vez no miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar.
Boston.
El despertador no llegó a sonar a la hora prefijada, las siete de la mañana, porque el padre Cloister lo apagó unos minutos antes. Se había despertado hacia las seis y media, después de un par de horas de sueño, tres a lo sumo. El resto del tiempo había estado despierto, pensando con poca claridad. Muchas experiencias anteriores se entremezclaban en su mente. Se sentía como un niño ante un problema demasiado complejo. No conseguía encajar los distintos elementos, y eso turbaba su ánimo. Nunca había sido un hombre soberbio, pero de haberlo sido, su orgullo estaría gravemente herido. Todos sus conocimientos, sus sentidos, su inteligencia, no le bastaban para comprender lo que estaba pasando.
Antes de levantarse tuvo deseos de fumar un cigarrillo. En lugar de eso fue al cuarto de baño, bebió un poco de agua y se metió en la boca un chicle de nicotina. Se dio una rápida ducha antes de vestirse y bajar a desayunar. No se quedó en la cafetería del colegio. Prefirió salir para estar solo entre los desconocidos de un bar cualquiera. Luego daría un paseo, tranquilo, dedicando tiempo a ordenar sus pensamientos. No más información hasta que hubiera asimilado lo que ya sabía. Después, una vez conseguido eso, una vez destilados los datos útiles o comprensibles para él en ese momento, regresaría a su habitación y visionaria la mini DV. Sólo entonces.
Cuando hubo terminado el desayuno, comenzó su solitario y largo paseo de meditación. Empezó su trayecto en la calle Devonshire, torció a la izquierda y se encaminó por la calle Franklin, en la que se hallaba el colegio en el que estaba hospedado. Luego siguió caminando hasta el acuario de la ciudad. Decidió visitarlo, aunque no podía decirse que fuera muy aficionado a las criaturas marinas. Sin embargo, era muy probable que las imágenes de paz y silencio le ayudaran a reflexionar con calma. Nada más lejos de la realidad, ya que el acuario estaba inundado de ruidosos niños. Cloister buscó un lugar lo más tranquilo posible y trató de enajenarse del bullicio. Las focas nadaban delante de él, dentro de su estanque. Las veía por debajo del nivel de la superficie, a través de unos cristales, y parecían contentas.
El jesuita sonrió observándolas. Cuando por fin decidió regresar, su espíritu estaba algo más tranquilo. Como el soldado antes de la batalla, cuando el sol naciente da fin a la vigilia, miró al frente con determinación. Quizá encontrara en la cinta del exorcismo lo que le faltaba aún para comprender el enigma que le perseguía y del que, de algún modo, era protagonista. Ahora sentía apremio. Al salir del acuario tomó un taxi, y nada más llegar al colegio subió a su habitación sin perder tiempo. Ninguna demora iba a mediar ya en su investigación de los hechos. Extrajo la videocámara digital de la bolsa de transporte, la enchufó a la corriente y la conectó al televisor. Después introdujo la cinta en el receptáculo y, tras comprobar que estaba completamente rebobinada, pulsó la tecla de avance.
Una imagen desencuadrada y parcialmente cubierta, apareció en la pantalla. El sacerdote exorcista estaba colocando la cámara. Su voz era desagradable, meliflua. Su cara pudo verse por vez primera cuando se alejó del mueble sobre el que había colocado la cámara, una vez ajustada la imagen. La toma mostraba ahora una gran parte de la habitación. Era uno de los humildes cuartos de la residencia de ancianos. La ventana quedaba fuera de la vista, aunque la luz penetraba por ella y se reflejaba en la pared en la que se hallaba la cama de Daniel. A un lado había una mesilla de noche sobre la que el sacerdote había puesto una imagen de la Virgen y los recipientes con agua bendita y sal. En el lecho, un sencillo crucifijo con la imagen de Cristo.
Lo que vio a partir de entonces fue muy impresionante, y en algunos momentos, sobrecogedor: la lucha entre el Bien y el Mal encarnada por aquellas tres personas tan distintas, y en aquel campo de batalla tan peculiar. Daniel parecía realmente endemoniado. Su voz se transformó en una mezcla de voces que parecían.emerger desde el mismo Infierno. El padre Gómez se mostraba alterado en extremo. Cualquiera hubiera dicho que estaba tan poseído como el anciano, cuyo rostro se desencajaba y llegaba a desfigurarse. La imagen no era muy buena, debido a la calidad limitada de la cámara y la poca iluminación de la estancia, pero Cloister se dio cuenta de que, en efecto, algunas cosas no eran fruto de una obsesión patológica. Cuando el sacerdote fue impulsado hacia atrás por una fuerza invisible, el viejo Daniel no parecía un simple enfermo mental.