Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
Aquella última frase no parecía una simple fórmula de cortesía.
–Lo mismo le deseo, madre Victoria.
Nada más colgar, Cloister se vistió y salió de la habitación, con su grabadora en un bolsillo de la chaqueta, una cámara fotográfica digital en otro y su cuaderno de notas debajo del brazo. No desayunó. Una idea había fraguado en su mente durante la noche. Estaba cansado, pero despejado. Su propósito era ir al edifico Vendange y tratar de averiguar lo que pudiera. No alcanzaba a explicarse cómo o de qué manera la entidad que habló por boca de Daniel durante el exorcismo podía «esperarlo» allí.
Mientras caminaba por la calle, el jesuíta llamó con su celular a su superior en Roma. Le explicó sus intenciones y los últimos acontecimientos. El cardenal Franzik le dio su aprobación y no le hizo ninguna pregunta adicional. Sabía por experiencia que era mejor esperar los informes que importunar con preguntas a destiempo. Confiaba en Cloister más que en ningún otro de sus Lobos de Dios, y le quería como a un hijo. Esperaba que aquella investigación no acabara con él.
Como Cloister había descubierto la tarde anterior, el edificio Vendange ocupaba una de las esquinas de la confluencia entre la calle Dartmouth y la avenida Comraon-wealth. El sacerdote se detuvo al otro lado, en el centro del bulevar, frente al monumento de los bomberos caídos en el incendio. Había leído en la página dedicada al memorial en internet que aquel fuego fue el más terrible, en número de víctimas, de toda la historia de Boston. Pensó en los muertos, conmovido. Los nueve bomberos dejaron ocho viudas y veinticinco huérfanos. Una tragedia humana. Luego musitó una oración silenciosa y cruzó la calle en dirección a la entrada del edificio Vendange. Detrás de un arco semicircular, el vestíbulo era amplio y exhibía una distinguida, aunque algo rancia, decoración de principios del siglo xx. Aquel lugar rezumaba vieja elegancia por los cuatro costados.
–Buenos días. ¿Qué desea? – dijo sonriente un joven conserje, que vestía uniforme oscuro y estaba detrás de una mesa leyendo el periódico.
Cloister iba ahora de paisano. Por lo general, durante las misiones, era preferible no utilizar el traje negro con alzacuello que lo identificaba instantáneamente como sacerdote.
–La verdad es que no sé si usted podrá ayudarme.
–Lo intentaré, señor.
–Soy periodista y estoy haciendo un artículo sobre los edificios más emblemáticos de Boston y su historia.
El jesuita mintió para evitar dar explicaciones. El oficio de periodista le había servido otras veces como tapadera en alguna investigación.
–¡Este es uno de los más importantes! – exclamó el joven-. Aunque supongo que eso ya lo sabe, claro. Se construyó hace casi ciento cincuenta años, y tuvo que reconstruirse después del gran incendio de 1971. ¿Ha visto usted el monumento que hay en el centro del paseo?
Había que reconocer que el muchacho estaba dispuesto a ayudar, pero si ya empezaba por equivocarse en el año del incendio -que no había sido 1971, sino 1972-, no parecía que fuera a ser muy útil la información que pudiera aportar. Sin embargo, Cloister insistió.
–¿No hubo aquí una iglesia antes?
–¿Una iglesia…? – El conserje puso cara de perplejidad, como si eso fuera lo último que hubiera podido imaginar-. Nunca he oído nada de ninguna iglesia. ¿No se referirá usted a una capilla del antiguo hotel?
–No, no. Me refiero a una iglesia antigua, que ocupaba este mismo lugar antes de que existiera el edificio.
–Pues, lo siento, pero no sé nada sobre esa iglesia de que usted habla. Aunque…
–¿Sí?
–Mi padre igual la conoce. Espere un momento, que voy a llamarle. Espere aquí. No tardo nada.
A los pocos minutos, el joven regresó acompañado de un hombre mayor, encorvado, con el gesto que la vida da a quienes no la han vivido con alegría. Cloister le dirigió una mirada amable, que él devolvió glacial.
–Éste es el periodista -dijo el muchacho-. Quiere saber si aquí hubo antes una iglesia.
–Sí, hubo una iglesia, en efecto. Pero de eso hace mucho. Nosotros siempre hemos vivido aquí. Yo antes trabajé para el hotel, como mi padre. La iglesia es muy anterior. ¿Para qué periódico trabaja usted?
–No es un periódico, es una revista:Límites.
–No la conozco -dijo el hombre, que miró receloso a su hijo y añadió-: ¿Y tú?
–Yo tampoco.
–Es nueva -les atajó Cloister-. Es normal que no la conozcan. Acabamos de empezar y estamos muy ilusionados. Tenemos algún presupuesto para las personas que colaboren con nosotros.
El dinero es casi siempre la llave maestra que abre la mayoría de las puertas.
–En ese caso… -dijo el hombre, acariciándose el mentón-, puedo mostrarle algo. ¿Cuánto «presupuesto» tiene, si no es indiscreción?
–Trescientos dólares.
Cloister pronunció una cifra pequeña. Cuando se trata con personas que cooperan por dinero, las cantidades van en aumento.
–No es gran cosa,jefe.
–Bueno, si lo que me muestra es verdaderamente interesante, podría subir un poco.
–¿Lo ve? Nos entendemos. ¿Lo ves, hijo?
A un lado de su progenitor, el joven miraba al hombre que lo había engendrado y criado, con cierta vergüenza. Pero no lo juzgaba. Pertenecía a una época más dura en la que buscarse la vida era muy difícil. Lo único que le sorprendía era ese «algo» que estaba a punto de enseñar al periodista, y que él tampoco conocía.
–Necesitaremos esto -dijo el hombre, tomando un par de linternas de la taquilla de su hijo-. Vamos, acompáñeme.
Los tres hombres abandonaron el vestíbulo y salieron a la calle, en dirección a la entrada de la antigua carbonera. Desde allí accedieron a un pequeño patio de luces, lo atravesaron y salieron de él por una portezuela metálica, cuyas capas de pintura desconchada dejaban entrever el óxido. Al otro lado se abría un oscuro corredor que desembocaba en unas escaleras estrechas y húmedas.
–Es por aquí. Hay que bajar. Ya casi estamos.
Al final del tramo de escaleras había una estancia jalonada de pilares de carga. Aproximadamente en el centro, el padre del conserje barrió con el pie la mugre acumulada y dejó al descubierto una trampilla.
–Hijo, levanta esto. Yo tengo la espalda mal y no puedo hacer esfuerzos.
El muchacho obedeció al punto, tan intrigado como Cloister. Pocas veces había estado en esa sala, y ni mucho menos conocía el lugar recóndito al que llevaba la boca que, con esfuerzo, abrió como si se tratara de las fauces de una bestia mitológica. Con su linterna, alumbró el interior y vio el suelo, al fondo, y una escala lateral metálica.
–Cuidado al bajar -dijo el padre-. Esa escalera no se usa desde que… Desde hace mucho tiempo.
Las palabras del hombre llamaron la atención de Cloister, que percibió en ellas algo extraño, como si hubiera estado a punto de decir algo y luego hubiera preferido callárselo.
–Yo tengo que volver a mi puesto -dijo el conserje-. No puedo ausentarme sin motivo.
–No tienes por qué tener miedo, hijo.
–No tengo miedo, papá. Pero no quiero bajar ahí y debo seguir trabajando.
A Cloister le resultó chocante la repentina actitud del joven. Cuando éste se marchó, el primero que descendió fue su padre, y finalmente el jesuita. Se trataba de la cripta de la antigua iglesia. El ambiente era opresivo, denso, cargado. Olía a humedad y a podredumbre. Todavía conservaba unos arcos de piedra ciegos, un altar y una gran cruz, que estaba tirada en el suelo. Había, además, mucha porquería, escombros y maderas podridas. Y algo más. Algo imposible de definir.
La cruz estaba tumbada ligeramente boca abajo. Cloister se fijó en eso nada más entrar. Era un detalle que sólo tendría en cuenta un paranoico. Pero sus coordenadas lógicas y racionales no eran las de siempre. Una cruz invertida se interpretaba como signo del Oponente de Cristo. Algo que cuadraba bastante bien con lo que le había llevado hasta aquella ciudad y aquel lugar.
–¿Qué,
jefe,
esto vale más de esos trescientos, o no?
–Sí, lo reconozco. Aquí tiene.
Cloister sacó su cartera y cogió de ella seiscientos dólares.
–Tome, cuatrocientos por esto, y doscientos más si me cuenta por qué antes dijo que esta escalera no se usa «desde que»… ¿Desde qué?
–Me pone en un aprieto… Es una historia muy antigua. Mi padre me bajaba aquí cuando yo era niño. También trabajó en el hotel. Era un hombre muy creyente, católico, apostólico y romano, igual que mi madre. Él arregló la trampilla de ahí arriba y volvió a colocar la escalera… Cuando cegaron el acceso a la cripta.
–Así que cegaron el acceso… ¿Y por qué es un aprieto contarme esto?
–Porque… ¿Cómo le diría?… Porque cuando yo tenía la edad de mi hijo, más o menos, el jefe de mi padre, el director del hotel… el director mató aquí a su mujer. Nadie sabe qué fue lo que le pasó. Se volvió loco, y luego se mató él. Mi hijo se ha ido porque se olía algo… Él nunca ha venido aquí. Le conté la historia del antiguo director del hotel, pero sin darle muchos detalles. Bastante triste es la cosa, y mi hijo es muy impresionable, ¿sabe? El caso es que el director y su señora bajaron aquí y… Y ya está. Ya le digo que nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó. El hombre, al parecer, se comportaba de un modo raro hacía tiempo.
–¿Y por qué venían a la cripta? – preguntó Cloister.
–Pues eso es otro misterio, porque a rezar no era -dijo el hombre, después de lanzar una de sus miradas de cierto desdén al jesuíta-. Ustedes los periodistas siempre buscando el sensacionalismo, ¿eh?
–Lo llevamos en la sangre -contestó Cloister-. Bueno, gracias por traerme aquí. Esto es lo que estaba buscando para… para mi artículo. Tendré que bajar otras veces, yo solo. ¿Hay algún problema?
El hombre se quedó con gesto neutro en el rostro y luego arqueó las cejas y lanzó un suspiro. Antes de que pudiera reaccionar, Cloister añadió:
–Naturalmente podré darle otros seiscientos dólares si me deja entrar aquí cuando quiera, durante los próximos días.
–Claro que puede venir aquí cuando quiera. Pero ¿no podrían ser mil esospavos? Ya sabe cómo son las pensiones, y lo cara que está la vida.
–Mil, de acuerdo. Pero necesitaré la llave de la carbonera para llegar hasta aquí, y la de la puerta de metal del patio.
–No hay problema. La carbonera ya no se usa. Nadie puede quejarse. Además, siendo usted un periodista… No hay cuidado.
El hombre entregó las dos llaves a Cloister y le pidió que se las devolviera a su hijo cuando hubiera terminado su labor y sus visitas a la cripta. El jesuita quiso entonces quedarse solo, para tomar unas notas de voz y hacer algunas fotografías. El padre del conserje aceptó de buen grado la petición. Su curiosidad por ver lo que hacía o decía: no era tan grande como su deseo de regocijarse en el golpe de suerte que había tenido. Subió con gran esfuerzo por la escalera de metal y se marchó, no sin antes sopesar la posibilidad de contarle algo más a aquel periodista de tan abultada cartera. El sabía la verdadera historia de cómo el director del hotel mató a su esposa. Una historia que su padre le contara en tantas ocasiones, siempre en tono de confidencia. El modo en que se produjo el asesinato en aquel lugar oculto.
Pero no. Era algo demasiado terrible. El director del hotel y su mujer estaban haciendo el amor sobre el altar, cuando él, que estaba debajo, sacó un cuchillo de caza y se lo clavó a ella en la vagina. Luego tiró del mango y le desgarró por completo el vientre. La mujer murió en medio de un enorme charco de sangre que chorreó sobre el suelo otrora sagrado… No, decididamente no debía contarle eso a nadie, ni siquiera por un buen dinero. Los muertos, muertos están. No hay que profanar sus secretos.
Ya completamente solo en la cripta, Cloister se acercó a la cruz tirada en el suelo y la levantó hasta apoyarla en un muro, como debía estar, boca arriba. Luego respiró hondamente aquel aire rancio y ahogó una arcada. El haz de la linterna reflejaba las innumerables motas de polvo que llenaban el espacio. En ese ambiente, el jesuíta se dispuso a incorporar aquel nuevo descubrimiento a los datos de su investigación.
New London.
La iglesia de San Pedro y San Pablo estaba situada en una zona portuaria del norte de New London, junto a unas vías de tren paralelas a la Interestatal Noventa y Cinco. Su párroco, de origen polaco, era un hombre piadoso al que esa noche se le resistía el sueño. Cansado ya de dar vueltas en la cama, había decidido bajar a la iglesia y, a esas horas tardías, estaba sentado en uno de los bancos de madera frente al altar, en espera de que el sueño acudiera por fin para expulsar al pertinaz insomnio.
El día había sido frío, pero nada en él hizo prever la tormenta que se inició al final de la tarde. Llovía con una intensidad asombrosa. Resultaba difícil recordar alguna otra ocasión en la que lo hubiera hecho con tanta violencia. El agua caía del cielo formando una barrera casi sólida. El corazón benévolo del párroco se apiadó de los pobres infelices que estuvieran por las calles. Ningún rincón de la ciudad debía continuar seco. Sin embargo, sí lo estaba el interior de su iglesia. Allí, el golpeteo de la lluvia sonaba amortiguado, con una cadencia arrulladora. El sacerdote notó que los párpados comenzaban finalmente a pesarle. Unos minutos después, se durmió.
En su sueño había un hermoso valle donde se levantaba una ermita. El blanco inmaculado de un rebaño de ovejas que pastaba a su alrededor completaba la escena pastoril. Las ovejas no se inquietaron cuando empezó a repicar la campana de la ermita. El párroco pensó que era la llamada para la misa vespertina, pero vio que la puerta del templo estaba cerrada. No había nadie dentro, aunque las campanas siguieron tocando y tocando, con una insistencia que empezaba a resultar molesta.
Los ojos del sacerdote se abrieron poco apoco. Se sentía desorientado. No era consciente aún de que se había quedado dormido en su iglesia. Los últimos retazos del sueño se desvanecían. Sólo recordaba que en él había un persistente repicar de campanas. Todavía algo confuso, tardó en percibir que llamaban a la puerta.
–¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre… -dijo el sacerdote, irritado con quien acababa de despertarle.
Recorrió el pasillo interior de la iglesia con pasos rápidos. Frente a la puerta de madera, se ajustó la tira de la bata que llevaba sobre el pijama, antes de abrir. Una ráfaga de lluvia y un viento gélido entraron en la iglesia cuando lo hizo. Al párroco se le ocurrió la absurda idea de que los traía consigo aquella mujer, cuya silueta se alzaba delante de sus ojos y a la que no reconoció, aunque no fuera una extraña.