Recorrimos la calle Heinestrasse de Strasshof: jardines, setos, viviendas unifamiliares. La calle estaba desierta. El corazón me latía con tanta fuerza que parecía que se me iba a salir del pecho. Era la primera vez en siete años que abandonaba la casa del secuestrador. Estaba en un mundo que sólo conocía por mis recuerdos y por algunos breves vídeos que el secuestrador había grabado para mí unos años antes. Pequeñas tomas de Strasshof con apenas un par de personas. Cuando entró en la calle principal y el tráfico se hizo más denso, miré por el rabillo del ojo a un hombre que andaba por la acera. Avanzaba de un modo extrañamente monótono, sin detenerse, sin hacer ningún movimiento inesperado, como si fuera un muñeco con una llave en la espalda para darle cuerda.
Todo lo que vi parecía falso. Y como me ocurrió por primera vez a los doce años, cuando estaba una noche en el jardín, me asaltaron las dudas sobre la existencia de todas aquellas personas que se movían de forma tan natural y maquinal por un entorno que, aunque yo conocía bien, me resultaba totalmente extraño. La clara luz que bañaba todo parecía proceder de un foco gigantesco. En ese momento estaba segura de que el secuestrador había preparado toda la escena. Se trataba de un plato, su gran Show de Truman, las personas eran figurantes, todo era una representación para hacerme creer que estaba en el mundo exterior. Mientras que, en realidad, seguía encerrada en una celda más grande. Que estaba encerrada en mi propia cárcel mental es algo que comprendí algo más tarde.
Abandonamos Strasshof, avanzamos un tramo por el campo y nos detuvimos en un pequeño bosque. El secuestrador me permitió bajar un rato del coche. El aire olía a madera, en el suelo el sol jugueteaba con las agujas de pino secas. Yo me arrodillé y puse una mano en el suelo con cuidado. Las agujas de pino me pincharon y me dejaron unos puntitos rojos en la palma de la mano. Avancé unos pasos hasta un árbol y apoyé la frente en su tronco. El sol había calentado la gruesa corteza, que desprendía un fuerte olor a resina. Como los árboles de mi infancia.
Ninguno de los dos pronunció una sola palabra en el viaje de regreso. Cuando, ya en el garaje, el secuestrador me hizo bajar del coche y me encerró en el zulo, sentí que me invadía una profunda tristeza. ¡Llevaba tanto tiempo añorando el mundo exterior, sus bonitos colores! Y ahora me movía por él como si no fuera real. Mi realidad era la foto de abedules de la cocina, ése era el entorno en el que sabía cómo debía moverme. En el exterior iba a trompicones, como en una falsa película.
Esa impresión se mantuvo en la siguiente salida al exterior. El secuestrador se sentía más seguro después de ver mi actitud dócil, miedosa, en mis primeros pasos. Así que unos días más tarde me llevó con él a la droguería del pueblo. Me había prometido que podría escoger algo bonito. Aparcó delante de la tienda y me susurró otra vez más: «Ni una palabra. O morirán todos ahí dentro». Luego se bajó, rodeó el coche y me abrió la puerta.
Yo entré en la tienda delante de él. Le oía respirar a mi espalda e imaginé cómo sujetaba en su mano la pistola dentro del bolsillo, preparado para disparar si yo hacía el más mínimo movimiento extraño. Pero iba a ser buena. No iba a poner en peligro a nadie, no iba a huir, sólo quería hacer algo que era muy normal para el resto de las chicas de mi edad: dar una vuelta por la sección de cosméticos de una tienda. No me dejaba maquillarme —el secuestrador ni siquiera me permitía llevar ropa normal—, pero había conseguido que me dejara elegir dos artículos que formaran parte de la vida de cualquier adolescente. El rímel era, en mi opinión, indispensable. Lo había leído en las revistas para chicas que el secuestrador me llevaba de vez en cuando al zulo. Había repasado una y otra vez las páginas donde se incluían consejos para maquillarse, imaginando cómo me arreglaría para mi primera salida a una discoteca. Riendo con mis amigas delånte del espejo, probándome primero una blusa, luego otra, ¿qué tal mi pelo? ¡Venga, tenemos que irnos!
Y ahí estaba yo, ante largos estantes repletos de frasquitos y envases de todo tipo que no conocía, que me atraían de un modo mágico, pero también me hacían sentir insegura. ¡Eran tantas impresiones de golpe! Yo no sabía bien qué hacer, y tenía miedo de tirar algo al suelo.
«¡Venga! Date prisa», oí a mi espalda. Cogí a toda prisa un tubo de rímel, luego me dirigí a un pequeño mueble de madera con aceites aromáticos y encogí un frasquito de aceite de menta. Quería dejarlo abierto en el zulo con la esperanza de que disimulara el nauseabundo olor del sótano. El secuestrador se mantuvo todo el tiempo justo detrás de mí. Me ponía nerviosa, me sentía como una delincuente que todavía no ha sido reconocida, pero puede ser descubierta en cualquier momento. Intenté dirigirme a la caja de la forma más natural posible. La cajera era una mujer gruesa, en torno a los cincuenta años, con el pelo canoso y recogido. Cuando me saludó con un amable «¡Buenos días!», me estremecí. Eran las primeras palabras que un desconocido me dirigía en más de siete años. La última vez que había hablado con alguien que no fuera yo misma o el secuestrador era una niña pequeña y gordita. Ahora la cajera me saludaba como a una dienta adulta. Me llamó de «usted» y sonrió mientras yo dejaba los dos artículos sobre la cinta. ¡Me sentí tan agradecida hacia esa mujer por hacerme sentir que era verdad que yo existía! Podría haberme quedado horas en la caja sólo para sentir la cercanía de otra persona. Ni se me pasó por la cabeza pedirle ayuda. El secuestrador estaba a sólo unos centímetros de mí, y yo creía que iba armado. Jamás habría puesto en peligro a esa mujer que por un breve instante me había hecho sentir que estaba viva.
En los días siguientes aumentaron los malos tratos. El secuestrador volvió a encerrarme en el zulo, otra vez estaba tumbada en la cama, llena de hematomas, luchando conmigo misma. No debía dejarme vencer por el dolor. No podía rendirme. No debía pensar que ese cautiverio era lo mejor que me había pasado en la vida. Tenía que repetirme una y otra vez que no era ninguna suerte poder vivir con el secuestrador, tal como él me había hecho creer. Sus frases me tenían atrapada como si fueran grilletes. Cuando estaba tumbada en la oscuridad, doblada de dolor, sabía que no tenía razón en lo que me decía. Pero el cerebro humano aparta enseguida lo malo. Y al día siguiente ya estaba convencida otra vez de que todo eso no estaba tan mal, y me creía sus palabras.
Pero si quería salir alguna vez de aquel zulo tenía que deshacerme de los grilletes.
want once more in my life some happiness
And survive in the ecstasy of living
I want once more see a smile and a laughing for a while
I want once more the taste of someone's love.
Entonces empecé a escribirme pequeños mensajes a mí misma. Cuando se ve algo negro sobre blanco resulta más evidente. Está en un nivel que difícilmente escapa a la mente, se hace realidad. A partir de entonces anoté cada agresión, de forma escueta y sin emociones. Todavía conservo esas anotaciones. Algunas están hechas en un sencillo cuaderno escolar de formato A5, con una cuidada caligrafía. Otras las escribí en hojas A4 de color verde, con los renglones muy juntos. Estas anotaciones tenían entonces el mismo objetivo que hoy. Pues incluso ahora tengo más presentes las pequeñas vivencias positivas durante mi cautiverio que la increíble crueldad a la que estuve sometida durante años.
20-8-2005 Wolfgang me ha pegado al menos tres veces en la cara, me ha golpeado con la rodilla unas cuatro veces en el coxis y una vez en el pubis. Me ha obligado a arrodillarme ante él y me ha clavado un manojo de llaves en el codo izquierdo, lo que me ha provocado un hematoma y una herida con una secreción amarillenta. A esto hay que añadir los gritos y humillaciones. Seis puñetazos en la cabeza.
21-8-2005
.Gritos por la mañana. Regañina sin motivo. Luego golpes y rodillazos. Patadas y empujones. Siete golpes en la cara, un puñetazo en la cabeza. Insultos y golpes en la cara, un puñetazo en la cabeza. Insultos y golpes, desayuno sin cereales. Luego encierro a oscuras abajo, sin explicaciones, estúpidas disculpas. Y una vez arañazos con el dedo en las encías. Me aprieta la barbilla y el cuello.
22-8-2005
. Puñetazos en la cabeza.
23-8-2005
. Al menos sesenta golpes en la cara; entre diez y quince golpes con el puño en la cabeza que me provocan un grave mareo, un puñetazo con rabia en la oreja y la mandíbula derechas. La oreja se me pone de un color negruzco. Me aprieta el cuello, fuerte gancho a la cara que me hace crujir la mandíbula, rodillazos unos setenta, sobre todo en el coxis y en el culo. Puñetazos en los riñones y en la columna vertebral, las costillas y entre los pechos. Golpes con la escoba en el codo y el brazo izquierdos (hematoma de color negruzco), así como en la muñeca izquierda. Cuatro golpes en el ojo, vi rayos azules. Y más.
24-8-2005
. Golpes brutales con la rodilla en la tripa y zona genital (quería que me arrodillara). También en la parte baja de la columna. Golpes con la palma de la mano en la cara, un puñetazo brutal en la oreja derecha (tono negro azulado). Luego encierro a oscuras sin aire ni comida.
25-8-2005
. Puñetazos en la cadera y el esternón. Luego humillaciones totalmente indecentes. Encierro a oscuras. En todo el día solo he recibido siete zanahorias crudas y un vaso de leche.
26-8-2005
. Golpes brutales con el puño en la parte anterior del muslo y el culo (nudillos). Golpes que me dejaron dolorosas marcas rojas en el culo, la espalda, parte lateral de los muslos, hombro derecho y pecho.
El horror de una sola semana, igual a otras muchas. A veces lo pasaba tan mal y temblaba tanto que no podía ni sujetar el lápiz. Me metía en la cama llorando, con miedo a que las imágenes del día se repitieran también de noche. Entonces hablaba con mi segundo yo, que me esperaba, me cogía de la mano pasara lo que pasase. Me imaginaba que ese otro yo podía verme en el espejo dividido en tres partes que ya entonces colgaba en el zulo encima del fregadero. Si lo observaba el tiempo suficiente se reflejaría mi yo fuerte en mi rostro.
La próxima vez, eso me lo había propuesto firmemente, aceptaría la mano extendida. Tendría la fuerza suficiente para pedir ayuda a alguien.
Una mañana el secuestrador me dio unos pantalones vaqueros y una camiseta. Quería que le acompañara a un almacén de material de construcción. En cuanto tomamos la carretera hacia Viena se me cayó el alma a los pies. Si seguía por ella llegaríamos hasta mi antiguo barrio. Era el mismo camino que había hecho el día 2 de marzo de 1998 en sentido inverso, sentada en el suelo de la parte trasera de una furgoneta. Entonces tenía miedo a morir. Ahora, con diecisiete años, iba sentada en el asiento delantero y tenía miedo a la vida.
Atravesamos Süssenbrunn, y pasamos a un par de calles de la casa de mi abuela. Sentí una fuerte nostalgia de la niña que había pasado allí los fines de semana. Me pareció que se había perdido, que era irrecuperable, como si perteneciera a un siglo lejano. Vi las callejas conocidas, las casas, los adoquines en los que tanto había jugado. Pero yo ya no formaba parte de todo aquello.
«Baja la mirada», me ordenó Priklopil. Yo le obedecí al instante. Al ver de nuevo los lugares de mi infancia se me hizo un nudo en la garganta, intenté contener las lágrimas. Por una de aquellas calles, a la derecha, se llegaba hasta Rennbahnweg. Y allí, en la gran urbanización, es posible que estuviera mi madre sentada a la mesa de la cocina. Seguro que pensaba que yo estaba muerta, pero yo estaba pasando a unos cientos de metros de ella. Me sentí abatida y mucho más alejada de ella que las pocas calles que nos separaban.
La impresión fue aún más fuerte cuando el secuestrador giró para entrar en el aparcamiento de la tienda. Mi madre había esperado cientos de veces en esa esquina, con el semáforo en rojo, para girar a la derecha, pues allí estaba la casa de mi hermana. Hoy sé que Waltraud Priklopil, la madre del secuestrador, vivía unos metros más allá.
El aparcamiento estaba lleno de gente. Algunas personas hacían cola en un puesto de comida que había junto a la entrada. Otras empujaban sus carros cargados hasta el coche. Unos obreros con pantalones azules llenos de manchas cargaban unas tablas de madera. Yo tenía los nervios a punto de estallar. Miré por la ventanilla. Alguna de aquellas personas tenía que verme, tenía que notar que algo no encajaba. El secuestrador pareció leerme la mente. «¡Quédate sentada! Bajarás cuando yo te lo diga. Y entonces te dirigirás hacia la entrada, delante de mí, despacio, sin separarte. ¡Y no quiero oír nada!»
Entré en la tienda delante de él, su mano en mi hombro mientras me iba dirigiendo. Yo notaba su nerviosismo, sus dedos temblaban.
Lancé una mirada al largo pasillo que tenía ante mí. Varios hombres con traje de faena, solos o en grupo, con listas en la mano, examinaban los estantes buscando lo que necesitaban. ¿A quién me iba a dirigir? ¿Y qué iba a decir? Observé por el rabillo del ojo a los que tenía más cerca. Pero cuanto más los observaba, más extrañas me resultaban sus caras. De pronto todos me parecían enemigos, tipos poco amigables. Hombres rudos ocupados de sí mismos y sin ojos para su entorno. Se me cruzaron mil ideas por la cabeza. De pronto me pareció absurdo pedir ayuda a alguien. ¿Quién me iba a creer, a mí, una adolescente escuálida y desorientada que apenas podía utilizar su propia voz? Qué pasaría si me dirigía a uno de esos hombres diciendo: ¿me puede ayudar, por favor?
«Es mi sobrina, la pobre, lo hace a menudo, está trastornada, por desgracia. Necesita sus medicinas», diría Priklopil, y todos asentirían mientras él me agarraba del brazo y me arrastraba fuera de la tienda. Podía echarme a reír como una loca. ¡El secuestrador no tendría que matar a nadie para encubrir su delito! Todo le saldría perfecto. Nadie se interesaría por mí. Nadie pensaría que era verdad si yo decía: «¡Ayúdenme, estoy secuestrada!». Cámaras ocultas, jaja, enseguida sale el presentador con nariz de cartón por detrás de una estantería y lo aclara todo. O pensarían realmente que era un tío cuidando de su sobrina. Oí sus voces en mi cabeza: ¡Ay, Dios mío, qué pena, una cruz…! Pero ¡qué bien se ocupa de ella!
«¿Puedo ayudarles?» La voz sonó como una burla en mis oídos. Tardé un rato en darme cuenta de que no procedía del lío de voces que retumbaba dentro de mi cabeza. Un dependiente de la sección de sanitarios estaba ante nosotros. «¿Puedo ayudarles?» Su mirada se deslizó un instante por mí para detenerse después en el secuestrador. ¡Qué ingenuo era ese amable dependiente! ¡Sí, puede ayudarme! ¡Por favor! Empecé a sudar, enseguida aparecieron manchas de humedad en mi camiseta. Me sentía mal, el cerebro no me obedecía. ¿Qué quería decir?