«No podemos coger el teleférico, es demasiado peligroso. Podrías hablar con alguien —dijo el secuestrador cuando, después de recorrer una carretera de curvas, llegamos al aparcamiento de la estación de esquí de Hochkar—. Iremos directamente a las pistas.»
Aparcamos a un lado. A derecha e izquierda se alzaban las laderas cubiertas de nieve. Algo más adelante se veía un telesilla. A lo lejos se oía la música del bar de la estación del valle. Hochkar es una de las pocas estaciones de esquí que tienen fácil acceso desde Viena. Es pequeña, seis telesillas y algunos pequeños telesquís suben a los esquiadores hasta tres picos. Las pistas son estrechas, cuatro de ellas están consideradas como «negras», la categoría más difícil.
Intenté hacer memoria. Con cuatro años había estado allí con mi madre y una familia amiga. Pero nada recordaba ya a la pequeña niña vestida con un mono de esquiar rosa que entonces se hundía en la nieve.
Priklopil me ayudó a ponerme las botas de esquiar y a ajustarme los esquís. Me deslicé insegura sobre las tablas por la nieve. Me subió al montículo de nieve que se acumulaba al borde de la carretera y me empujó por una ladera. Me pareció terriblemente empinada, y me asusté de la velocidad a la que me deslizaba. Las botas y los esquís pesaban más que mis piernas. No tenía suficiente músculo para dirigirlos, y no recordaba lo que había que hacer. El único cursillo de esquí que había hecho en mi vida fue en mi etapa escolar. Durante una semana que pasamos en un albergue juvenil en Bad Aussee. Yo tenía miedo, no quería ir, todavía me acordaba de mi brazo roto. Pero la monitora de esquí era muy simpática y se alegraba de cada avance que yo hacía. Aprendí bastante, y el último día del curso incluso participé en una carrera en la pista de ejercicios. Al llegar a la meta alcé los brazos y grité de alegría. Luego me dejé caer de espaldas sobre la nieve. ¡Nunca me había sentido tan libre y orgullosa de mí misma!
Libre y orgullosa: una vida que estaba a años luz.
Desesperada, intenté frenar. Pero ya en el primer intento se me clavaron los cantos y me caí. «¿Qué haces? —me regañó Priklopil cuando se detuvo junto a mí y me ayudó a levantarme—. ¡Tienes que ir girando! ¡Así!»
Tardé un buen rato en poder mantenerme de pie sobre los esquís y avanzar un par de metros. Mi debilidad y mi falta de destreza parecieron tranquilizar al secuestrador, que decidió comprar un forfait. Nos pusimos en una larga cola de esquiadores sonrientes e impacientes por llegar cuanto antes al siguiente pico. En medio de todas aquellas personas con sus coloridos trajes de esquiar me sentía como un ser de otra galaxia. Me estremecía cada vez que alguien se acercaba demasiado y me rozaba. Me estremecía cada vez que los bastones y esquís se me enganchaban y de pronto me veía rodeada de extraños que aparentemente no me veían, pero cuyas miradas yo creía sentir. No formas parte de esto. Este no es tu sitio. Priklopil me empujó. «¡No te duermas, sigue, sigue!»
Después de una eternidad cogimos por fin el telesilla. Me deslicé por un paisaje invernal, un momento de paz y tranquilidad del que intenté disfrutar. Pero todo mi cuerpo se rebelaba ante el inusual esfuerzo. Me temblaban las piernas y tenía mucho frío. Cuando el telesilla llegó arriba, me entró el pánico. No sabía cómo me tenía que bajar, y del susto se me enredaron los bastones. Priklopil me regañó y en el último momento me tiró del brazo y me bajó de la silla.
Tras algunas bajadas conseguí coger cierta seguridad. Por fin podía mantenerme de pie el tiempo suficiente para disfrutar de unos breves recorridos antes de caer de nuevo sobre la nieve. Sentí que recuperaba el ánimo y que por primera vez en mucho tiempo me invadía algo parecido a la felicidad. Cuando podía me detenía para contemplar el paisaje. Wolfgang Priklopil, que se mostraba orgulloso de conocer el entorno, me enseñó las montañas de alrededor. Desde Hochkar se podía ver el imponente pico del Otscher, detrás las alineaciones montañosas se difuminaban en la niebla. «Eso ya es Estiria —me explicó—. Y allí, al otro lado, se puede ver casi hasta Chequia.» La nieve brillaba con el sol, el cielo era de un azul profundo. Tomé aire, me habría gustado poder detener el tiempo. Pero el secuestrador me metió prisa: «¡Este día me ha costado un dineral, tenemos que aprovecharlo!».
«¡Tengo que ir al baño! —Priklopil me miró muy enfadado—. ¡De verdad! ¡Tengo que ir!» No le quedaba más remedio que acompañarme hasta las instalaciones más próximas. Se decidió por la estación del valle porque allí los cuartos de baño estaban en una construcción aparte y así no teníamos que cruzar la cafetería. Nos quitamos los esquís, el secuestrador me acompañó hasta la puerta y me dijo en voz baja que me diera prisa. Que me estaría esperando sin perder el reloj de vista. En un primer momento me sorprendió que no me acompañara. Siempre podía decir que se había equivocado de puerta. Pero se quedó fuera.
Los servicios se hallaban vacíos cuando entré. Pero cuando estaba en la cabina oí que se abría la puerta. Me asusté, estaba segura de que me había demorado demasiado y el secuestrador había entrado en los servicios de señoras a buscarme. Pero cuando salí a toda prisa vi a una mujer rubia delante del espejo. Era la primera vez desde el comienzo de mi cautiverio que me encontraba a solas con otra persona.
No sé exactamente lo que dije. Sólo sé que reuní todas mis fuerzas y me dirigí a ella. Pero todo lo que salió de mi boca fue un callado soplido.
La mujer rubia me sonrió con amabilidad, se volvió… y se marchó. No me había entendido. Había hablado con alguien por primera vez y había ocurrido como en mis peores pesadillas: no se me oía. Era invisible. No podía esperar la ayuda de nadie.
Una vez libre he sabido que aquella mujer era una turista holandesa que no había entendido qué quería decirle. Pero en aquel momento su reacción fue un duro golpe para mí.
El resto del día en la nieve se ha desvanecido de mi memoria. Había desaprovechado otra oportunidad. Cuando el secuestrador volvió a encerrarme en el zulo, estaba más desesperada que nunca.
Poco después llegó el día decisivo: el día que yo cumplía dieciocho años. Era la fecha que llevaba esperando con ansia desde hacía diez años, y estaba decidida a celebrarlo por todo lo alto… aunque siguiera secuestrada.
En años anteriores el secuestrador me había permitido preparar una tarta. Pero esta vez yo quería algo especial. Sabía que el socio de Priklopil organizaba fiestas en un local algo apartado. El secuestrador me había enseñado vídeos en los que se veían algunas bodas turcas y serbias. Quería hacer un vídeo promocional para dar publicidad al local. Yo había observado con gran atención las imágenes de la gente bailando en círculo cogida de la mano. En una de las celebraciones había un tiburón entero en el bufé, en otra se veían fuentes con las más exóticas comidas. Pero lo que más me había fascinado eran las tartas. Verdaderas obras de arte de mazapán de varios pisos o la reproducción de un coche hecha con bizcocho y crema. Yo quería una tarta así, con la forma de un 18, el símbolo de mi mayoría de edad.
Cuando el 17 de febrero de 2006 subí a la casa por la mañana estaba allí, sobre la mesa de la cocina: un uno y un ocho de esponjoso bizcocho cubiertos con una dulce espuma rosa y decorados con velas. No sé qué otros regalos recibí, seguro que había alguno, pues a Priklopil le gustaba mucho celebrar este tipo de fiestas. Pero para mí ese 18 era el centro de mi pequeña celebración. Era el símbolo de mi libertad. Era la señal de que había llegado el momento de cumplir mi promesa.
Yo había prendido la mecha de una bomba y ya no había forma de apagarla.
Yo había elegido la vida.
Al secuestrador sólo le quedaba la muerte.
El día comenzó como otro cualquiera… a la hora que ordenaba el programador. Yo estaba en la cama cuando se encendió la luz en el zulo y me despertó de un confuso sueño. Me quedé un rato tumbada intentando buscarle un sentido a lo que había soñado, pero no podía recordarlo bien, las imágenes se me escapaban cuando intentaba retenerlas. Sólo era evidente una vaga sensación que me embargaba: una gran determinación. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así.
Al cabo de un rato el hambre me sacó de la cama. No había cenado y me rugía el estómago. Movida por la idea de comer algo, bajé por la escalerilla. Pero antes de llegar abajo me di cuenta de que no tenía nada: la tarde anterior el secuestrador me había llevado un diminuto trozo de bizcocho para el desayuno, pero yo me lo había comido al momento. Frustrada, me lavé los dientes para eliminar el ácido sabor de estómago vacío que tenía en la boca. Luego miré indecisa a mi alrededor. Esa mañana el zulo estaba muy desordenado, había ropa por todas partes, en el escritorio se amontonaban los papeles. Cualquier otro día habría empezado enseguida a recoger y hacer mi diminuta habitación lo más acogedora posible. Pero esa mañana no tenía ganas. Me sentía más distanciada de esas cuatro paredes que se habían convertido en mi hogar.
Vestida con un vestido corto naranja que me gustaba mucho, esperé a que el secuestrador abriera la puerta. Aparte de eso sólo tenía leggins y camisetas con manchas de pintura, un jersey de cuello alto del secuestrador para los días más fríos y un par de cosas sencillas y limpias para las pocas salidas al exterior en las que me había llevado con él en los últimos meses. Con ese vestido podía sentirme como una chica normal. El secuestrador me lo había comprado como premio por mi trabajo en el jardín. Durante la primavera en que yo ya tenía dieciocho años me había permitido de nuevo trabajar bajo su custodia al aire libre. Se había vuelto más descuidado, existía el riesgo de que pudieran verme los vecinos. Su pariente de la casa vecina nos saludó en un par de ocasiones por encima de la valla mientras yo quitaba malas hierbas. «Una ayudante», se limitó a decir una vez el secuestrador cuando el vecino me saludó con la mano. Él se conformó con la explicación, y yo fui incapaz de decir nada.
Cuando por fin se abrió la puerta del zulo, vi a Priklopil desde abajo, subido en el escalón de cuarenta centímetros de la entrada del escondrijo. Una imagen que, a pesar del tiempo transcurrido, seguía dándome miedo. Priklopil parecía muy grande, una sombra prepotente, deformada por la bombilla del habitáculo anexo: era como un carcelero de una película de terror. Pero ese día no me resultó amenazante. Me sentía fuerte y segura de mí misma.
«¿Puedo ponerme unas bragas?», le pregunté antes de saludarle.
El secuestrador me miró sorprendido. «Eso no viene al caso», respondió.
En la casa yo siempre tenía que trabajar medio desnuda, y en el jardín por lo general no podía llevar ropa interior. Era uno de sus métodos para tenerme sometida. «Por favor, es mucho más cómodo», añadí.
Sacudió la cabeza con energía. «¡Ni hablar! ¿Cómo se te ocurre algo así? ¡Vamos!»
Le seguí a la estancia anexa y esperé a que se deslizara por el pasadizo. La pesada puerta de hormigón que se había convertido en parte importante del escenario donde transcurría mi vida estaba abierta. Cada vez que veía ese coloso de hormigón ante mí se me hacía un nudo en la garganta. Había tenido mucha suerte durante todos esos años. Un accidente del secuestrador habría significado mi condena a muerte. La puerta no se podía abrir desde el interior y resultaba imposible encontrarla desde el exterior. Había visto la escena claramente ante mis ojos: cómo al cabo de un par de días me daba cuenta de que el secuestrador había desaparecido; cómo me volvía loca y me entraba una angustia mortal; cómo, haciendo uso de mis últimas fuerzas, conseguía superar las dos puertas de madera; pero esa puerta de hormigón decidiría entre la muerte y la vida. A sus pies me moriría de hambre y sed. Siempre era un alivio atravesarla siguiendo al secuestrador. Significaba que un día más abría esa puerta, no me dejaba abandonada. Un día más que yo salía de mi tumba subterránea. Cuando subí los peldaños que llevaban al garaje, tomé aire con fuerza. Estaba arriba.
En la cocina, el secuestrador me ordenó untar dos panes con mantequilla y mermelada. Entre protestas de mi estómago, observé cómo se los comía. Sus dientes dejaban pequeñas marcas en el pan. Pan crujiente, sabroso, con mantequilla y mermelada de albaricoque. A mí no me dio nada, yo tenía mi trozo de bizcocho. Jamás me habría atrevido a decirle que me lo había comido la tarde anterior.
Cuando Priklopil terminó de desayunar, lavé los platos y me dirigí hacia el calendario que había en la cocina. Como cada mañana, arranqué la hoja con el número impreso y la doblé con cuidado. Me quedé mirando fijamente la nueva fecha: 23 de agosto de 2006. Llevaba 3.096 días secuestrada.
Wolfgang Priklopil estaba de buen humor ese día. Debía ser el comienzo de una nueva era, de una época más fácil sin problemas de dinero. Dos pasos decisivos debían conducir a ella. En primer lugar, quería deshacerse de la vieja furgoneta en la que me había secuestrado ocho años y medio antes. Y, en segundo lugar, había puesto en internet un anuncio de la vivienda que habían reformado en los últimos meses. La había comprado seis meses antes con la esperanza de que los ingresos del alquiler redujeran la carga financiera que le suponía el delito cometido. El dinero invertido procedía, según me dijo, de su trabajo junto a su socio Holzapfel.
Una mañana, poco antes del día en que cumplí dieciocho años me contó muy excitado: «Tenemos una obra nueva. Vamos a ir a la calle Hollergasse». Su alegría era contagiosa, y yo necesitaba ese cambio. El día mágico de mi mayoría de edad estaba cerca y no había cambiado nada. Seguía tan sometida y controlada como en todos los años anteriores. Aunque en mi interior se había activado un interruptor. Poco a poco se fue desvaneciendo la idea de que el secuestrador tenía razón, de que estaba mejor bajo su custodia que en el exterior. Ya era adulta, mi segundo yo me agarraba con fuerza de la mano y ahora estaba segura: no quería seguir viviendo así. Había sobrevivido a mi época de juventud como esclava, saco de boxeo, mujer de la limpieza y compañera del secuestrador, y había aguantado en ese mundo mientras no podía ser de otro modo. Pero ese tiempo había pasado. Cuando estaba en el zulo recordaba una y otra vez los planes que, siendo todavía una niña, tenía preparados para este momento. Quería ser independiente. Convertirme en actriz, escribir libros, hacer música, conocer a otras personas, ser libre. No quería aceptar por más tiempo que debía ser para siempre presa de su fantasía. Tan sólo debía esperar a que llegara el momento oportuno. Tal vez éste se presentara en la nueva obra. Después de tantos años atada a aquella casa, por fin podía trabajar por primera vez en otro sitio. Bajo la estrecha vigilancia del secuestrador, por supuesto, pero así y todo…