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Authors: Natascha Kampusch

Tags: #Relato, #Drama

3.096 días (10 page)

En estos monólogos veía claramente a mi madre ante mí. La oía decir con voz firme: «Haz un esfuerzo, no tiene sentido derrumbarse. Tienes que aguantar y todo saldrá bien». Sí. Si era fuerte todo saldría bien.

Si todo eso no servía de nada, intentaba recordar algún momento íntimo. Para ello me ayudaba una botella de aguardiente francés que le había pedido al secuestrador. Mi abuela solía darme masajes con él. El fuerte olor me trasladaba inmediatamente a la casa de Süssenbrunn y me daba una cálida sensación de seguridad. Cuando el cerebro ya no me servía, entonces la nariz me ayudaba a no perder la conexión conmigo misma, a no perder la cabeza.

Con el tiempo intenté adaptarme al secuestrador, de la misma forma intuitiva en que uno se adapta a las costumbres incomprensibles de un país extraño.

Hoy pienso: pudo ayudarme el hecho de que yo fuera sólo una niña. Como adulta no habría soportado esa forma de determinación ajena y de tortura psíquica a la que estaba sometida como prisionera encerrada en un zulo. Pero los niños están habituados desde pequeños a considerar a los adultos de su entorno más próximo como las personas por las que se orientan y que fijan las reglas de lo que está bien o está mal. A los niños se les impone cómo deben vestir y cuándo deben irse a la cama. Se come lo que se pone sobre la mesa y se prohíbe lo que no está bien. Cuando un adulto le quita el chocolate a un niño o el par de euros que un pariente le ha dado por su cumpleaños, eso es una transgresión. El niño tiene que aceptarla y confiar en que los padres hacen lo correcto. Si no, se enfrenta a la discrepancia entre la voluntad propia y la postura negativa de aquellos a los que quiere.

Estaba acostumbrada a obedecer las indicaciones de los adultos aunque no me gustaran. Si me hubieran dejado elegir, yo no habría ido al colegio. Sobre todo al mío, en el que se regulaban hasta las funciones corporales más básicas: cuándo se podía comer, dormir o ir al baño. Tampoco habría ido todos los días después de clase a la tienda de mi madre, donde mataba el aburrimiento con helados y pepinillos en vinagre.

Privar temporalmente a los niños de libertad era algo que no me parecía inimaginable. Aunque yo no lo viví nunca. Pero en algunas familias era entonces habitual encerrar a los niños desobedientes en un cuarto oscuro. Y las señoras mayores recriminaban en el tranvía a las madres de niños gritones con frases como: «¡Si fuera hijo mío lo encerraba!».

Los niños pueden adaptarse a las circunstancias más adversas: ven también la parte cariñosa de unos padres que les pegan y pueden considerar una choza mohosa como su hogar. Mi nuevo hogar era un zulo; mi persona de referencia, el secuestrador. Todo mi mundo había saltado por los aires, y él era la única persona en esa pesadilla en que se había convertido mi vida. Dependía de él tanto como dependen los bebés de sus padres: cada gesto de ayuda, cada bocado de comida, la luz, el aire… Mi supervivencia física y psíquica dependía de una única persona, la que me había encerrado en su sótano. Y con sus afirmaciones de que mis padres no respondían a su solicitud de un rescate me hacía aún más dependiente de él en el campo emocional.

Si quería sobrevivir en aquel mundo nuevo tenía que ponerme de su parte. A alguien que no ha estado nunca en una situación tan extrema de sometimiento puede resultarle difícil entenderlo. Pero yo hoy me siento orgullosa de haber dado ese paso frente a esa persona que me lo había robado todo. Pues ese paso me salvó la vida. Aunque cada vez me costaba más mantener ese «trato positivo» con el secuestrador. Él se fue convirtiendo cada vez más en un déspota y un dictador. Pero yo nunca abandoné mi papel.

De momento mantuvo la fachada del benefactor que quería hacerme la vida en el zulo lo más agradable posible. Pronto se estableció una especie de vida diaria. Unas semanas después del secuestro Priklopil trajo una mesa de jardín, dos sillas plegables, un paño de cocina que yo podía usar como mantel y algunas piezas de vajilla. Cuando llegaba con la comida, yo ponía el paño sobre la mesa, colocaba encima dos vasos y disponía con cuidado los tenedores junto a los platos. Sólo faltaban unas servilletas, era demasiado tacaño para eso. Luego nos sentábamos los dos a la mesa, comíamos los platos ya preparados y bebíamos zumo. En aquel entonces todavía no me racionaba nada, y yo podía beber y comer cuanto quisiera. Se estableció una cierta forma de comodidad, y empecé a alegrarme de esas comidas junto al secuestrador. Rompían mi soledad. Se convirtieron en algo importante para mí.

Estas situaciones eran tan absurdas que no podía incluirlas en ninguna de las categorías que yo conocía de mi realidad anterior. Ese pequeño mundo oscuro en el que me veía de pronto encerrada no respondía a unos parámetros normales. Tenía que buscarme otro. ¿Me encontraba tal vez dentro de un cuento? ¿En un lugar surgido de la fantasía de los hermanos Grimm, alejado de toda normalidad? ¡Naturalmente! ¿No había rodeado ya entonces a Strasshof un aura de maldad? Los odiosos suegros de mi hermana vivían en un barrio llamado Silberwald. De pequeña temía encontrarme con ellos en casa de mi hermana. El nombre del barrio y el mal ambiente en esa familia ya habían convertido Silberwald —y con él también Strasshof— en un bosque embrujado antes de mi secuestro. Sí, seguro que me había sumergido en un cuento cuyo sentido no entendía muy bien.

Lo único que no encajaba en aquel cuento era el aseo por las mañanas. Yo no recordaba haber leído nunca nada sobre eso. En el sótano sólo tenía un fregadero doble de acero inoxidable y agua fría. La conducción de agua caliente que había instalado el secuestrador no funcionaba. Por eso me bajaba agua caliente en botellas de plástico. Yo tenía que desnudarme, sentarme en uno de los fregaderos y meter los pies en el otro. Al principio él me echaba por encima el agua caliente de la botella. Más tarde se me ocurrió hacer pequeños agujeros en las botellas. Así fabriqué una especie de ducha. Como todo era tan estrecho, él tenía que ayudarme a lavarme; yo no estaba acostumbrada a estar desnuda delante de un extraño. ¿Qué se le pasaba por la cabeza? Yo le miraba con desconfianza, pero él me frotaba como a un coche. No había nada tierno ni vejatorio en sus gestos. Me cuidaba como si fuera un electrodoméstico.

Precisamente el día en que la imagen de ese cuento malvado eclipsaba la realidad, la policía siguió, por fin, la pista de la niña que había sido testigo de mi secuestro. El 18 de marzo se hizo pública la declaración de la única testigo, junto con el anuncio de que en los días siguientes se investigaría a los propietarios de setecientas furgonetas blancas. El secuestrador tenía tiempo suficiente para prepararse.

El Viernes Santo, cuando se cumplían treinta y cinco días de cautiverio, la policía llegó a Strasshof y le pidió a Wolfgang Priklopil que les mostrara su furgoneta. Él la había cargado de escombros y declaró que la usaba en sus trabajos de reforma. El 2 de marzo, según consta en su declaración, había pasado todo el día en casa. No contaba con ningún testigo. No tenía coartada, un hecho que la policía pasó por alto incluso años después de mi autoliberación.

Los policías se conformaron con la explicación y renunciaron también a registrar la casa, algo que Priklopil les ofreció de forma voluntaria. Mientras yo estaba sentada en el zulo, esperaba la liberación e intentaba no perder la cabeza, ellos se limitaron a hacer un par de fotos a la furgoneta en la que yo había sido secuestrada para adjuntarlas a los informes de la investigación. En mis fantasías los especialistas rastreaban la zona en busca de muestras de mi ADN o de pequeños jirones de mi vestido. Pero allí arriba la imagen era muy distinta: la policía no hacía nada parecido. Se disculpó ante Priklopil y se marchó sin registrar más a fondo ni la furgoneta ni la casa.

Que el secuestrador pudo ser descubierto si se hubieran hecho bien las cosas es algo de lo que me he enterado después de mi cautiverio. Pero, en cambio, que yo no iba a ser liberada lo tuve claro sólo una semana más tarde.

El Domingo de Resurrección del año 1998 era 12 de abril. Ese día el secuestrador me llevó una pequeña cesta con huevos de colores y un pequeño conejo de chocolate. «Celebramos» la resurrección de Cristo a la fría luz de la bombilla, en una pequeña mesa de jardín, en mi húmedo refugio. Yo me puse muy contenta por las golosinas y evité por todos los medios pensar en otras Pascuas pasadas ahí afuera: hierba, luz, sol, árboles, aire, gente, mis padres…

Aquel día el secuestrador me dijo que había perdido toda esperanza de recibir un rescate, ya que mis padres todavía no habían dado señales de vida. «Es evidente que no se preocupan demasiado por ti», añadió. Luego vino la sentencia: cadena perpetua. «Me has visto la cara y ya me conoces bien. Ya no puedo soltarte. No te devolveré nunca a tus padres, pero cuidaré de ti lo mejor que pueda.»

Mis esperanzas se vieron rotas de un plumazo aquel Domingo de Resurrección. Lloré y le supliqué que me dejara marchar. «Tengo todavía toda la vida por delante, no puedes tenerme aquí encerrada: ¿qué pasa con el colegio?, ¿qué pasa con mis padres?» Le juré por Dios y por todo lo que más quería que no le delataría. Pero no me creyó: dijo que cuando estuviera fuera olvidaría mi juramento o no podría soportar la presión de la policía. Intenté hacerle ver que él tampoco podía pasarse el resto de su vida con una persona secuestrada en el sótano, y le supliqué que me llevara a un lugar lejano con los ojos vendados. Yo no encontraría jamás la casa, no tenía ningún nombre que pudiera conducir a la policía hasta él. Tramé incluso un plan de huida para él. Podía marcharse al extranjero, empezar una nueva vida en otro país sería mucho mejor que tenerme encerrada para siempre en aquel zulo y tener que cuidar de mí.

Lloré, supliqué y en algún momento empecé a gritar: «¡La policía me encontrará! ¡Y entonces te encerrarán a ti! ¡O te fusilarán! ¡Y si no serán mis padres los que me encuentren!», casi no podía ni hablar.

Priklopil permaneció muy tranquilo. «No les interesas en absoluto, ¿lo has olvidado? Y si se presentan aquí, los mataré.» Luego salió de espaldas y cerró la puerta por fuera.

Yo me quedé sola.

Diez años más tarde, dos años después de mi autoliberación y en medio de un escándalo policial por el error cometido en la investigación y su posterior encubrimiento, tuve conocimiento de que en esos días de Pascua estuve por segunda vez muy cerca de ser liberada. El martes de la semana de Pascua, 14 de abril, la policía dio a conocer otra pista. Había testigos que aseguraban haber visto en la mañana de mi secuestro una furgoneta con cristales tintados en las proximidades de mi urbanización. La matrícula era de Gänserdorf.

Pero en cambio no se hizo pública una segunda pista. También el 14 de abril había llamado un policía de Viena a una comisaría. El funcionario de servicio escribió textualmente, faltas incluidas, la siguiente nota:

El día 14.04.1998, a las 14.45, llama un desconocido de sexo masculino y comunica lo siguiente:

En relación con la búsqueda de una furgoneta blanca con cristales oscuros en la zona de Gänserndorf por la desaparición de Kampusch Natasche existe en Strasshof/Nordbahn una persona que podría tener relación con la desaparición y también está en posesión de una furgoneta blanca marca mercedes con cristales tintados. Este hombre sería un solitario que tiene extremas dificultades con su entorno y problemas de contacto. Se supone que vive con su madre en Strasshof/Nordbahn, Heinestrasse 6o (vivienda unifamiliar), con alarma electrónica. El hombre podría tener armas en casa. Delante de Heinestrasse 6o se encuentra con frecuencia su furgoneta blanca marca mercedes matrícula desconocida con los cristales posterior y laterales totalmente tintados. Este hombre trabajó en la fa.SIEMENS como técnico electrónico y podría serlo todavía hoy. El hombre viviría con su anciana madre en esta casa y tendría tendencia a los niños en su sexualidad, si tiene antecedentes en este sentido es desconocido.

El nombre del hombre es desconocido para el hombre que llama, sólo lo conoce del vecindario. El hombre en cuestión tendría unos treinta y cinco años, pelo rubio, mide entre 175 y 180 centímetros y es delgado. El autor anónimo de la llamada no puede aportar más datos.

Capítulo 4. Enterrada viva. La pesadilla se hace realidad

Por un trecho la madriguera seguía recta como un túnel y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un momento para pensar en agarrarse, sino que siguió cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo. Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer?

—¡Ea, de nada sirve llorar así! —se dijo Alicia a sí misma muy enfadada—. Te aconsejo que pares ahora mismo.

Solía darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a veces se reprendía con tal severidad que hasta se le saltaban las lágrimas. Y se acordaba de que una vez trató de darse un cachete por hacer trampas al jugar consigo misma una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy aficionada a fingir que era dos personas. «Pero ahora no sirve de nada —pensó la pobre Alicia—. Es inútil pretender ser dos personas. ¡Ah, si apenas ha quedado de mí lo suficiente para contar una persona entera!»

LEWIS CARROLL,

Alicia en el País de las Maravillas

Uno de los primeros libros que leí en mi escondrijo fue Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll. El libro me causó una impresión extraña, desagradable. Alicia, una niña más o menos de mi edad, sigue en sueños a un conejo blanco que habla hasta su madriguera. Cuando se mete en ella, cae al vacío y aterriza en una habitación llena de puertas. Queda atrapada en un mundo subterráneo, el camino hacia arriba está cortado. Alicia encuentra la llave de la puerta más pequeña y una botellita con una poción mágica que la hace encoger de tamaño. Apenas traspasa la diminuta puerta, ésta se cierra a sus espaldas. En el mundo subterráneo en que se sumerge nada es normal: las dimensiones cambian continuamente, los animales parlantes con los que se cruza hacen cosas fuera de toda lógica. Pero a nadie parece importarle. Todo es alocado, desequilibrado. Todo el libro es una auténtica pesadilla en la que no rigen las leyes de la naturaleza. Nada ni nadie es normal, la niña está sola en un mundo que no entiende y en el que no tiene a nadie con quien poder hablar. Tiene que infundirse ánimos a sí misma, prohibirse el llanto y actuar según las reglas del juego de los demás. Asiste a las interminables meriendas con el Sombrerero, en las que se reúnen todo tipo de invitados locos para tomar el té, y participa en una horrible partida de croquet de la malvada Reina de Corazones, al final de la cual todos los jugadores son condenados a muerte. «¡Que les corten la cabeza!», grita la reina, y suelta una risa de loca.

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