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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (3 page)

—Nos gusta pensar que somos unos emancipados —dijo Fisher—. Nos lo estamos currando para llegar a la categoría de vagos.

Kevin hizo un gesto de desaprobación; para ellos todo era una broma. Vivían totalmente en el presente, sin responsabilidades, sin conciencia alguna. Kevin no podía imaginarse a sí mismo viviendo de esa manera. Su vida había sido planificada hasta el más mínimo detalle: Exeter, el MIT, su trabajo a media jornada en el laboratorio… Y, aun así, le costaba muchísimo tomar una decisión respecto al futuro. Fisher y Martínez no se rompían la cabeza por nada. No parecía que fueran a tener un futuro y tampoco parecía que eso les preocupara demasiado.

Ninguno de los dos había terminado los estudios en el MIT; ambos lo habían dejado sin más. Al menos Fisher lo había hecho por una razón noble: su hermana había tenido un accidente de tráfico y él dejó el curso para poder ayudarla durante la recuperación. Desde entonces andaba siempre con Martínez. «Andaba» era una buena manera de decirlo, porque ninguno de los dos había tenido nunca trabajo o había puesto un despertador o se había vestido con traje y corbata.

Y, sin embargo, parecía que el dinero no se les acabara nunca. De hecho, tenían suficiente dinero para irse de viaje a Las Vegas casi todos los fines de semana. Por qué casi siempre a Las Vegas, Kevin aún no se lo explicaba. Él nunca había ido, sólo había oído hablar de la «ciudad del pecado» en la tele y en novelas baratas. Aunque las luces fosforescentes y los enormes complejos hoteleros le parecieran atractivos, no podía imaginarse yendo de vacaciones al mismo lugar una y otra vez. Si le añadías algunas chicas en toples, tenía un poco más de sentido, pero ni Fisher ni Martínez eran unos donjuanes, que digamos. A ninguno de los dos le había durado una novia más tiempo que una caja de sushi en la nevera.

—Si no os conociera —dijo Kevin, reclinándose otra vez en el sofá—, pensaría que sois traficantes.

—Trata de blancas —respondió Martínez peleándose con Fisher por el último trozo de sushi—. Suerte tienes que eres un chinaco como nosotros.

Hizo una mueca de burla. Su madre era de Singapur y su padre de Cuba. Su árbol genealógico estaba formado por tantas razas distintas que necesitabas un mapa para comprarle un regalo de cumpleaños.

—En serio —dijo Kevin con los ojos medio cerrados—, ¿qué coño hacéis los fines de semana? Este verano no os habéis quedado aquí ni un solo viernes. No es que me queje; al contrario, el problema es que siempre volvéis.

Fisher empezó a limpiar la mesa utilizando la manga de su sudadera para recoger las migas. Martínez de repente se interesó por una mancha en la costura de su camisa de seda.

—Veo que es información confidencial —aventuró Kevin.

Martínez miró a Fisher, que se encogió de hombros. Martínez sacó algo del bolsillo y lo tiró encima de la mesa. Cayó con un ruido sordo.

Kevin abrió los ojos como platos. Era un fajo de billetes de cinco centímetros de grosor, atado con un trozo de cinta. Kevin lo cogió y vio que en el centro del primer billete había un dibujo de Benjamín Franklin. Mientras examinaba el resto de billetes sintió que la cara se le encendía. Todos eran billetes de cien. Él no era un «Rain Man», pero sabía contar. Cien billetes de cien. Diez mil dólares.

Se había despertado por completo.

—Tíos, ¿en qué os habéis metido?

Fisher sonrió y le miró con expresión traviesa:

—¿Por qué no te vienes con nosotros el próximo fin de semana y lo ves?

Kevin no podía parar de mirar el fajo de billetes de cien. No había visto tanto dinero junto en toda su vida. Con eso podían pagarse el alquiler de tres meses y aún tendrían bastante para comer
sushi
todas las noches.

—¿A Las Vegas?

Martínez le hizo un gesto para indicarle que le devolviera el dinero.

—A Las Vegas, no. A Atlantic City, para ver el combate de Holyfield en el Tropicana el sábado por la noche. Un amigo nos ha conseguido un enchufe.

Kevin no había ido nunca a un combate de boxeo profesional. Había oído que era casi imposible conseguir entradas para un combate de Holyfield. Esos dos vagos no sólo tenían un enchufe, sino que además Martínez iba por ahí con diez mil dólares en el bolsillo. Kevin sintió que estaba a las puertas de algo que no sabía cómo definir. Iba a desvelarse el misterio de la despreocupada existencia de sus amigos.

Kevin sabía lo que diría su padre:

—El sábado tengo que ir al laboratorio.

—Tómate el día libre —le dijo Fisher con mirada condescendiente—. Los tubos de ensayo seguirán ahí cuando vuelvas.

A Kevin no le gustó el tono. Fisher a veces podía ser un imbécil, era algo intrínseco a su tamaño. Sus palabras sonaron como un desafío de machitos, pero Kevin sentía mucha curiosidad. Siempre había escogido el camino correcto. Sólo le faltaba un año para terminar la universidad y todavía no sabía qué hacer con su futuro; buscaba algo que fuera confortable y atractivo al mismo tiempo. Tal vez Fisher y Martínez pudieran mostrarle el camino hacia un nuevo mundo mucho más estimulante. Y, además, él siempre había tenido ganas de ver un combate de Holyfield.

No tenía nada que perder.

Kevin le devolvió a Martínez el fajo de billetes de cien:

—¿Tenemos buenas entradas?

CUATRO

Atlantic City, junio de 1994

Cinco días después, Kevin salió del aeropuerto de Newark a través de un remolino de puertas giratorias, justo cuando una limusina Mercedes se paraba en el carril de recogida de viajeros. Tuvo que taparse los ojos para protegerse de la luz del sol que se reflejaba en las negras y brillantes curvas del coche, y se volvió para mirar a Martínez, que en ese momento se abría camino a través de la puerta giratoria por la que acababa de pasar. Martínez ya llevaba puestas las gafas de sol y sonreía de oreja a oreja. El maldito imbécil seguía estando borracho, aunque apenas eran las nueve de la mañana y se habían pasado la última hora sobrevolando el norte de New Jersey a diez mil pies de altura.

Martínez se puso al lado de Kevin mientras se colocaba la mochila encima del hombro:

—¿Qué me dices de nuestro medio de transporte? Kevin le miró con cara de asombro y volvió a mirar la limusina:

—¿Vamos a ir en eso?

Vio que se abría la puerta trasera. Un hombre extraordinariamente alto vestido con un elegante traje gris salió de la limusina mientras se ajustaba en la nuca una coleta de color azabache. El hombre vio a Martínez y se dirigió hacia él con la mano tendida.

—Me alegro de volver a verle, señor Kim.

Kevin se quedó atónito, mirando cómo Martínez le estrechaba la mano. «¿Señor Kim?». Oyó un ruido metálico procedente de la muñeca del hombre de la limusina: llevaba una pulsera de oro muy hortera alrededor de un reloj de oro aún más hortera. Tenía un rostro suave y bronceado, los ojos muy juntos y la nariz tremendamente afilada. Su expresión era de algún modo servicial y aterradora al mismo tiempo.

—Y usted debe de ser su amigo —me dijo, mientras seguía dándole un fuerte apretón de manos a Martínez—. Me llamo Dino Taratolli. Soy el anfitrión del señor Kim en el Tropicana. Los amigos del señor Kim son amigos de nuestro casino.

Nos indicó que subiéramos a la limusina y luego cogió la mochila de Martínez para meterla en el maletero. Cuando se alejó lo suficiente, Kevin cogió a Martínez por el codo y le preguntó:

—¿Señor Kim?

—Ah, sí. Se me olvidó decirte que este fin de semana me llamo Robert Kim —respondió Martínez riendo y entrando en la limusina.

Kevin le siguió, y al entrar se encontró con unos asientos de piel, un mini-bar de cristal y una televisión de veinte pulgadas empotrada en el mueble de palisandro que les separaba de un conductor invisible.

—Si tú eres Robert Kim, ¿quién soy yo?

—Tú sigues siendo Kevin Lewis, pero ambos somos unos putos millonarios.

A Kevin no le emocionaba demasiado empezar el fin de semana con identidades falsas. Sus sospechas de que sus amigos estaban metidos en algo ilegal aumentaban por momentos. Pero decidió seguirles el juego. Al fin y al cabo, la limusina con televisión y minibar sí que era real.

Oyó que el hombre cerraba el maletero de un portazo y volvió la cabeza para mirar la terminal del aeropuerto. El punto de recogida de viajeros estaba casi vacío; era un sábado por la mañana y uno tenía que estar loco o borracho para ir en avión a New Jersey un sábado por la mañana. O ambas cosas a la vez.

—¿Y qué pasa con Fisher? ¿Dónde coño se ha metido?

Fisher había ido al baño justo después de salir del avión. Kevin supuso que se reunirían con él al salir, pero aún no había aparecido.

—Vendrá más tarde —dijo Martínez—. Tenía que llamar por teléfono.

Kevin sintió un escalofrío nervioso en todo el cuerpo. Esperaba que el fin de semana fuera una aventura, pero no podía evitar preguntarse: ¿hasta qué punto conocía a ese par de holgazanes? Hasta hacía cuatro meses sólo los conocía de oídas. Sabía que ambos habían dejado los estudios y que vivían de un modo poco convencional gracias a unos ingresos de origen desconocido. Kevin empezó a oír voces de alarma, pero hizo todo lo posible por ignorarlas. Se recordó que estaba ahí para ver el combate y tal vez para jugar un rato en el casino. Además, las voces de alarma las habían creado sus padres. Quizá iba siendo hora de que Kevin empezara a correr sus propios riesgos.

—¿Entonces Fisher no viene con nosotros en la limusina?

—No, va por su cuenta —se limitó a responder Martínez, justo cuando Dino Taratolli se sentaba a su lado y cerraba la puerta. El hombre larguirucho dio un golpecito con los anillos en el separador de palisandro y el conductor pisó el acelerador.

El paisaje de la autopista constaba básicamente de plantas químicas y almacenes industriales, por lo que Kevin no tenía mucho con lo que distraerse de la conversación que mantenían Martínez y el empleado del casino. Al parecer, se conocían bastante. Por lo que Kevin pudo deducir de su conversación intermitente, Dino había sido el
anfitrión
de Martínez —otra vez esa palabra, cargada de un significado que Kevin no quería entender— en el Caesars Palace de Las Vegas hasta hacía seis meses. Luego Dino había sido comprado por el Tropicana de Atlantic City y se había llevado consigo a muchos de sus grandes fajos.

No cabía duda de que Martínez —o Kim, tal como le conocía Dino— era uno de esos grandes fajos. Al parecer Martínez se sabía la jerga al dedillo. Era como si él y su anfitrión tuvieran un vocabulario privado, lleno de palabras como
reguis, ballena, acción y HCB
. Al cabo de veinte minutos, Kevin ya no pudo contener su curiosidad.

—Pero ¿qué hace exactamente un anfitrión?

Quizá había sido demasiado directo, pero parecía una buena manera de empezar. Martínez no dio muestras de que la interrupción le importara demasiado; al contrario, gracias a ella, pudo estudiar el minibar con más detenimiento. En cuanto a Dino, le sonrió: no era una sonrisa condescendiente, pero sí que le dejaba claro que sólo le respondía porque era el acompañante del señor Kim.

—Hacemos lo que haga falta. Nos encargamos de que la estancia de los clientes sea lo más agradable posible. Atraemos a los grandes jugadores a nuestro casino y nos aseguramos de que vuelvan.

Kevin pensó que parecía bastante sencillo. Quizá estaba haciendo el ridículo, pero había sido criado por un científico y tenía el cerebro de un ingeniero, así que le gustaba hacer preguntas para llegar hasta el fondo de las cosas.

—¿Y qué es un gran jugador?

Martínez tenía una botella de vodka en una mano y con la otra buscaba zumo de naranja en la nevera que estaba debajo de la barra. Si la conversación le preocupaba, no lo demostraba en absoluto.

—Eso depende del casino —respondió Dino—. Normalmente hay una escala progresiva. Si un cliente apuesta veinticinco dólares en una mano de Blackjack —o a los dados, en una tragaperras o la ruleta—, consigue una tarifa especial para la habitación y una sonrisa del recepcionista. Si apuesta setenta y cinco por mano, entonces quizá consigue la habitación gratis. Si son ciento cincuenta, tal vez le dan HCB, es decir, habitación, comida y bebida. Pero si es un gran fajo, alguien que apuesta cinco, diez o veinte mil dólares por estancia, entonces recibe el tratamiento completo. Le vamos a buscar al aeropuerto; le dejamos varias botellas de champán al lado del
jacuzzi
, y un tipo como yo se encarga de que todo salga bien y no haya contratiempos.

Kevin soltó un silbido de admiración: ¡entre cinco y veinte mil dólares por viaje! Ese par de vagos, que dormían hasta las doce todos los días, se pulían cinco de los grandes en Las Vegas todos los fines de semana. Tal vez tuvieran algún pariente rico del que él no sabía nada. O quizá un alijo de cocaína escondido bajo la cama…

—Entonces los anfitriones buscan a los grandes fajos —dijo Kevin—, les dan cosas gratis para conservarlos como clientes, y cuando un anfitrión cambia de casino se lleva a sus jugadores.

—Ésa es la idea —asintió Dino mientras Martínez terminaba de prepararse la copa—. Todos y cada uno de mis grandes fajos conocen el tipo de servicio que yo puedo proporcionarles. Yo haré lo que haga falta con tal de tenerlos contentos. Y quién sabe, tal vez tengan un golpe de suerte y se conviertan en auténticas ballenas. ¿Verdad, señor Kim?

—Grandes ballenas blancas, Dino —respondió Martínez levantando la mirada.

Tras el cristal, los almacenes industriales habían dado paso a largas hileras de casitas de campo. A lo lejos Kevin vio el puente que las conectaba al banco de arena de quince kilómetros que albergaba el mayor centro de juego al oeste de Las Vegas.

Como Kevin había crecido en la Costa Este, compartía la opinión generalizada —y «local»— sobre Atlantic City: un experimento que nunca estuvo a la altura de las expectativas. A finales de los años setenta, abrieron sus puertas con mucho bombo los casinos del paseo marítimo más famoso del país, pero el sueño de construir Las Vegas del Este nunca había cuajado del todo. Si bien los casinos salieron adelante, los alrededores habían ido deteriorándose a pasos agigantados. En los últimos veinte años, Atlantic City se había convertido en el ejemplo paradigmático para estar en contra de la legalización del juego en los centros urbanos.

El bombo publicitario partía de la idea/esperanza de que los casinos crearían empleos y atraerían a las clases altas de Manhattan. Pero, a pesar de una inversión privada de seis mil millones de dólares, los alrededores de los casinos nunca experimentaron la recuperación económica esperada. La especulación inmobiliaria y el derribo de las instalaciones existentes para construir hoteles provocaron el abandono de muchos edificios y el cierre de casi el 35 por 100 de los negocios de la ciudad. El paro se disparó y la delincuencia se triplicó, mientras el 25 por 100 de la población de la ciudad se marchaba en busca de nuevos horizontes.

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