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Authors: Ben Mezrich

Tags: #Acción, Aventuras

21 Blackjack (10 page)

—Y eso enloqueció a Las Vegas —añadí.

—No es tan sencillo —dijo, negando con la cabeza—. Los contadores de cartas también pueden ser buenos para el negocio. Hacen que los civiles piensen que pueden ganar.
Un hijo de puta escribe un libro sobre una panda de chicos que consiguen vencer a Las Vegas y ellos van y piensan que también pueden hacerlo.

Me puse colorado. Damon ya no trabajaba para los casinos, pero su comentario casi da en el clavo. Me pregunté si era pura casualidad o si de algún modo mi misión se había visto comprometida. Decidí que era hora de ir al grano.

—Entonces, en su apogeo, ¿cuánto cree que les costaban a los casinos los contadores de cartas? ¿Cuánto pueden ganar realmente?

El chico de uniforme se estaba acercando. Mi vena de escritor me recordó que aún llevaba consigo el Magnum 357, pero yo sabía que estaba dramatizando.

—No es lo que ganan lo que pone nerviosos a los casinos —respondió Damon—. Es el hecho de que puedan ganar. Con el tiempo, nadie gana a la banca, ésa es la regla de oro de Las Vegas. Si te metes con la regla de oro, te estás metiendo con Las Vegas. —Le hizo un guiño al chico de uniforme—. Y tarde o temprano, Las Vegas va a encontrar la manera de meterse contigo.

NUEVE

Treinta mil pies de altura, noviembre de 1994

En algún lugar sobre Chicago, el cielo se volvió negro al otro lado del ojo de buey que Kevin tenía en el hombro. Se ajustó la gorra de béisbol para concentrarse en las cartas que tenía en la bandeja del asiento delantero. La corriente continua de aire frío y viciado procedente de la tetilla de plástico que tenía encima de la cabeza le había mantenido despierto desde el despegue; no entendía cómo Martínez se había podido dormir tan rápido. Estaba tumbado en el asiento todo despatarrado, con un pie en el pasillo, los brazos doblados y las manos bajo la cabeza. Seguramente el hecho de que midiera menos de metro setenta era de ayuda. «Estos asientos están hechos para contorsionistas».

Martínez había intentado utilizar sus puntos de cliente habitual para conseguir billetes de primera clase, pero no quedaba ni un asiento libre. Volaban en el America West 69, el expreso del viernes por la noche, que solía ir lleno, pero ese viernes era aún peor debido al combate entre George Foreman y Michael Moorer, un espectáculo de primera que iba a celebrarse en el MGM Grand. Martínez le había dicho que el sábado por la noche la ciudad estaría a reventar. Los combates creaban las condiciones ideales para el recuento de cartas: multitudes de gente borracha y escandalosa llenando las mesas de Blackjack, famosos que acaparaban todas las miradas, estrellas del deporte que gastaban cantidades ingentes de dinero en apuestas estúpidas… nadie iba a fijarse en una panda de niños asiáticos. Pasaba lo mismo en todos los días festivos: Nochevieja, el Memorial Day, el Día de la Independencia… Cuando las multitudes acudían en tropel, los contadores de cartas las seguían a manadas.

Kevin seguía repartiéndose cartas, contando casi sin querer. Unos días antes se había dado cuenta de que ya no veía los números: había practicado tanto que contaba instintivamente. Pero Micky le había pedido que siguiera entrenándose por lo menos durante dos horas al día.

Kevin terminó el mazo de cartas y movió las piernas para encontrar una nueva postura. El cinturón lleno de dinero que llevaba en la cintura no ayudaba, como tampoco las bolsas de plástico que tenía pegadas a los muslos. «Cien mil dólares en billetes de cien, en diez fajos de diez mil cada uno». Una fortuna bajo su ropa… tremendamente incómoda, por cierto. Pero, puesto que era su primer viaje con el equipo, le habían nombrado «mula de carga». Era el responsable de que el alijo llegara a Las Vegas intacto.

Además del dinero en metálico, en el equipaje de mano llevaba doscientos cincuenta mil dólares en fichas de casino. Al poner la bolsa en la cinta de la máquina de rayos X casi había tenido un ataque de nervios, pero Martínez le había tranquilizado diciéndole que, aunque algunas fichas se veían en los detectores, los guardias de seguridad del aeropuerto Logan no eran lo bastante listos como para saber cuánto valían. Por dentro, una ficha de quinientos dólares tenía el mismo aspecto que la de un dólar.

En total era una cantidad asombrosa de dinero, y casi la mitad pertenecía a Micky. Según Martínez, otros doscientos cincuenta mil dólares les esperaban en varias cajas de seguridad repartidas por el centro de Las Vegas. Le contó que el equipo solía partir de una cantidad inicial de seiscientos mil dólares aproximadamente; resultaba difícil manejar más de un millón sin llamar la atención y con una cantidad inferior al medio millón la rentabilidad disminuía mucho. Martínez y Fisher se habían quejado un poco porque sólo habían podido invertir cien mil dólares cada uno. Micky y sus «amigos» habían acaparado la mayor parte del pastel, de modo que se quedaban con el mayor potencial de beneficios. Pero, al fin y al cabo, era el equipo de Micky.

Kevin cerró los ojos e intentó ignorar el aire frío que le caía desde arriba. Recordó la breve conversación que había mantenido con Felicia antes de marcharse hacia el aeropuerto. Ni se le había pasado por la cabeza decirle la verdad sobre el viaje. No conocía ni a Martínez ni a Fisher —aunque conocerlos seguramente habría empeorado las cosas— y, por supuesto, no sabía nada del equipo de Blackjack. En las últimas semanas, Kevin le había ocultado sus sesiones de entrenamiento con el equipo de natación e inventándose un grupo de estudio de álgebra lineal. Como su padre, Felicia no habría intentado entender que lo que hacía no estaba mal.

Kevin no se sentía cómodo mintiendo, pero le gustaba la idea de vivir una doble vida. Tocó uno de los fajos de billetes de cien que tenía en la pierna y sonrió. «Me siento como si fuera James Bond».

El avión atravesó unas turbulencias y Kevin abrió los ojos. Por fin se había despertado Martínez: se estaba limpiando la saliva de los labios y estiraba las piernas por debajo del asiento de delante. Luego le dio un codazo a Kevin y señaló a un hombre sentado en la otra fila. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años: blanco, con camisa de vestir y gafas a lo John Lennon. Kevin le miró con atención y vio que leía un libro sobre Blackjack y que en el bolsillo de la camisa llevaba una baraja de cartas.

Martínez suspiró:

—Siempre hay alguno en todos los vuelos. Bienvenido a la hora de los aficionados. No hay nada que les guste más a los casinos que alguien que cree que sabe contar cartas. Seguro que ese tío se ha comprado el libro en el aeropuerto.

—Al menos aprenderá la estrategia básica —dijo Kevin, riendo.

—No estaría mal, siempre y cuando se quedara en eso. Pero nunca lo hacen. Estará una hora o dos apostando cinco dólares por mano; entonces verá una serie de cartas bajas y pensará que es hora de apostar a lo grande. No tendrá en cuenta que sólo se ha repartido una baraja y que han llovido figuras como en las cataratas del Niágara. A las seis de la mañana ya habrá perdido trescientos dólares.

Kevin sabía que Martínez tenía razón. La gente que iba a pasar un fin de semana en Las Vegas perdía jugando unos trescientos dólares de promedio. Sobre todo eran hombres de mediana edad que se quedaban en la ciudad tres noches. Se gastaban trescientos dólares más en comida, alojamiento y ocio, además de los trescientos dólares del billete de avión. En total, el libro le saldría por novecientos dólares.

—Estos vuelos de fin de semana son de lo más divertido —continuó Martínez—, en el vuelo de ida todo el mundo está riendo, haciendo bromas. Todos piensan en lo bien que se lo van a pasar y en lo mucho que van a ganar apostando. El de vuelta es un velatorio: todo el mundo vuelve a casa como un fracasado.

—Excepto nosotros —añadió Kevin. Martínez se encogió de hombros:

—A veces nosotros también perdemos. Pero cuanto más jugamos más probabilidades de ganar tenemos. A los civiles les pasa lo contrario.

Kevin vio que el hombre del libro cogía la baraja de cartas y empezaba a repartírselas. Al contar movía los labios. Kevin sacudió la cabeza: si el tipo conseguía ganar algo de verdad, sería tan obvio que lo pillarían inmediatamente. Y entonces… bueno, pues le pedirían que se fuera. ¿No era eso lo que había dicho Micky?

—Martínez —dijo Kevin bajando la voz—, ¿cuántas veces te han pedido que te marches de un casino?

Martínez se tomó un momento para responder.

—Tres, quizá cuatro. Hay algunos casinos a los que ya no puedo ir. Más por la gente con la que me han visto que por mi propio juego.

—¿Gente con la que te han visto? —dijo Kevin enarcando las cejas. Martínez asintió con la cabeza:

—Tienes que tener esto claro, Kevin. Desde el momento en que entras en un casino hasta que te vas, te están observando. ¿Has oído hablar de los ojos celestiales? ¿Las cámaras minúsculas que están en el techo de la sala de juego? Bueno, pues la verdad es que hay cámaras como ésas en todas partes. En el ascensor, en los restaurantes, incluso en los pasillos. Y hay unos gilipollas que se pasan todo el día y toda la noche observando las imágenes que transmiten esas cámaras, intentado localizar caras conocidas.

Kevin pensó que debía de ser algo un poco más técnico. Él estudiaba en el MIT; sabía que las agencias de policía contaban con unos programas informáticos que les permitían hacer reconocimientos faciales mediante fotografías. Suponía que con todos los millones en juego, los casinos debían de utilizar técnicas parecidas.

—Bueno —continuó Martínez—, el caso es que hay un libro de retratos… Lo hace una agencia de detectives que contrataron los casinos para pillar a los tramposos y a los contadores de cartas; obviamente los ponen a todos en el mismo saco. Plymouth Associates, se llama la agencia. Y, bueno, algunos contadores célebres se han visto retratados en el libro de la Plymouth.

Kevin suspiró. Pensándolo bien, era lógico que los casinos contrataran a una agencia de detectives y que tuvieran un expediente de los contadores de cartas. Pero, sabiendo eso, la cosa parecía un poco más seria de lo que Micky y el resto habían dado a entender.

—¿Tu foto está en el libro de la Plymouth? —preguntó Kevin.

Martínez negó con la cabeza:

—Aún no, que yo sepa. La de Fisher tampoco, pero Micky está en la primera página. Y si nos ven con Micky… bueno, seguro que tendremos problemas.

—¿Quieres decir que nos echarán?

—Exacto. —Martínez calló un momento y luego se volvió hacia Kevin—. Bueno, también puede pasar que intenten llevarnos al cuarto de atrás.

Kevin apretó los labios. Era la primera vez que le decían que un contador de cartas corría más riesgos que el simple hecho de que le echaran. A treinta mil pies de altura, volando a mil kilómetros por hora hacia Las Vegas, con dinero por todo el cuerpo… y ¿Martínez había decidido decírselo ahora?

—¿Qué coño significa eso? ¿El cuarto de atrás?

Martínez hizo un gesto con la mano, como el de Micky:

—Tranquilízate. En realidad, no es para tanto. Te piden que les acompañes a una sala cerrada, normalmente está en el sótano. Sólo tratan de intimidarte. Si bajas con ellos (tienes que ser un imbécil para ir con ellos), te sacan una foto y te hacen firmar un documento donde declaras que no volverás al casino. Entonces, estás oficialmente expulsado, puesto que si vuelves estarás entrando sin autorización y te podrán arrestar. Pero nunca lo hacen. Lo del cuarto de atrás no es más que un farol para meter miedo.

A Kevin no le gustaba lo que oía. No es que él se asustara con facilidad, pero no quería que los matones del casino le intimidaran.

—¿A Micky le han llevado al cuarto de atrás alguna vez? —preguntó.

Martínez se encogió de hombros:

—La verdad es que no lo sé. Pero a otros contadores del MIT sí. No es para tanto. Los casinos son propiedad de grandes corporaciones, no de la mafia, como antes. El Hilton, el Holyday Inn… ¿Tú crees que el Hilton se arriesgará a que le pongan una denuncia por pasarse de la raya con un contador de cartas?

Kevin sabía que Martínez tenía razón. Las grandes empresas corrían un riesgo demasiado grande como para ir haciendo tonterías. Él podría soportar la táctica de la intimidación. Al fin y al cabo, sólo era un ingrediente más del juego; otro motivo para que no te pillaran.

—Si te piden que les acompañes —dijo Martínez—, diles que no y vete. No dejes que te saquen la foto. La verdad es que ya te la habrán sacado con alguna cámara oculta. Y no firmes nada… y, sobre todo, no les des tus fichas. Legalmente no te las pueden quitar. —Martínez volvió a cruzar los brazos bajo la cabeza—. Ah, sí, otra cosa.

—¿Qué?

—No dejes que un tío llamado Vinnie te meta en un coche para ir a dar un paseo por el desierto.

Al cabo de tres horas, el avión dio un giro brusco a la derecha para iniciar el aterrizaje. Kevin apretó la cara contra la ventana para contemplar el paisaje. Casi no se veía nada: un océano de arena, al parecer más oscura que el cielo. Al cabo de unos minutos, empezó a ver algunas luces aisladas, pequeños puntitos luminosos en medio de un mar negro.

Y de repente se vio un gran resplandor, primero amorfo y luego con forma de seta. Poco a poco se empezó a divisar la ciudad: las luces centelleantes que recorrían el largo y brillante Strip y sus enormes hoteles. En un extremo, la elegante pirámide de cristal negro del nuevo hotel Luxor, que proyectaba en el espacio un haz de luz de quince mil metros de altura desde un foco de cuarenta mil millones de intensidad luminosa, la luz más potente del mundo. Un poco más allá, el reluciente verde esmeralda del MGM Grand, un edificio que ocupaba la superficie de cuatro campos de fútbol. Al lado, el Mirage, con su volcán rojo escupiendo llamas al aire. Y luego el Excalibur, el Caesars, el Bally's… emitían tanta luz que Kevin tuvo que parpadear. Un oasis de luz y color, joyas de neón que surgían en medio de la nada. «Ahí abajo —pensó Kevin—, todo está ahí abajo».

Luego dejó de mirar por la ventana y empezó a repartirse cartas por última vez.

DIEZ

Las Vegas, noviembre de 1994

Martínez había reservado tres habitaciones en el MGM Grand a nombre de Peter Koy. Fisher tenía varias habitaciones en el Stardust a nombre de Gordon Chow. Y Micky Rosa se alojaba en algún lugar del centro, con cinco habitaciones reservadas a tres nombres distintos. Once habitaciones para once personas, la mayoría suites, todas gratis. Pero Kevin sabía que no pasarían demasiado tiempo en las habitaciones.

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