Read XXI Online

Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

XXI (3 page)

Luis hubiera dado lo que fuese por su guitarra, por poder tocarla una vez más. Silbaba la melodía de
Amelia
para mantenerla viva en su cabeza. Cuando la comida se acabó y los siervos de Hammer se volvieron más violentos, la gente empezó a perder la esperanza y las ganas de vivir. Los suicidios eran diarios. Al final ya nadie lloraba las muertes. Alguien caía sobre las vías del tren, se dejaba morir dentro de un vagón de metro o simplemente se rajaba las venas sentado en las escaleras, y nadie se sorprendía. El hedor de los cadáveres era el único aire para respirar. Y, en lugar de llorar a los muertos, decidieron comérselos.

Otro disparo hace que Luis vuelva a la realidad y tense todo su cuerpo para proteger a la niña. El disparo ha sonado cerca, demasiado. Han delatado su posición. Luis puede ver el destello de un arma de fuego refugiarse en la oscuridad de las ruinas. Mira a su alrededor y ve a Amelia intentando alcanzar su mochila con la pierna lo suficientemente estirada como para dejar ver su diminuto pie. Les han localizado. Otro disparo pasa todavía más cerca y Luis sabe que no durarán mucho tiempo allí escondidos. Se incorpora y vuelve a cubrir a la niña con su cuerpo. Si recorren unos metros de distancia deslizándose por el suelo hasta la acera podrán correr y esconderse. No hay una gran variedad de sitios seguros, pero aún lo pueden conseguir, si corren en diagonal y logran alejarse de los disparos.

Otro disparo impacta en la pared, a pocos centímetros de Luis, y hace que le piten los oídos. Deben correr, no hay tiempo para cálculos. Protege a Amelia con su cuerpo y echan a correr. Si llegan, si llegan. Todo debería ir bien.

Pero nada va bien. Antes de llegar Luis oye otros tres disparos, y siente tres agujas clavándose en su espalda. Las balas salen limpiamente por su pecho sin dar a la niña y le abrasan por dentro. Después se derrumba y ya no puede levantarse. Mira a la niña, como miró a su guitarra, y extiende la mano sin poder alcanzarla.

Todo se vuelve negro.

4

Sentado en las vías del tren, frías y muertas al contacto con la piel, Luis esperó a que alguien fuese a por él. Hammer liquidó a todos los insurrectos, y se vanagloriaba por ello. Los túneles del metro se habían convertido en su patio de recreo y, entre esas paredes, él gozaba de absoluta impunidad. La gente no resistió el hambre, la enfermedad y la soledad. Cuando el suicidio no era una opción, pedían a Hammer que acabase con sus miserables vidas. Se ofrecían como alimento. Después de unos meses, no hubo más hambre, al menos para todos los que se doblegaron y aceptaron comerse a sus iguales. Luis fue uno de ellos.

Era eso, o la muerte.

La muerte debía ser algo parecido al metro. La oscuridad profunda, imposible de penetrar con la mirada, avanzando en línea recta hacia ninguna parte. Hammer situó la capital de su nuevo imperio en la misma estación de metro por la que habían bajado. El canibalismo les ayudó a prosperar, a alzarse hegemónicamente. Hammer tenía un arma, un rifle de largo alcance. La única arma que quedaba bajo tierra, lo que sorprendía a Luis sabiendo que estaba rodeado de estadounidenses. Tal vez sea un estereotipo, pero Luis pensaba que todos los americanos escondían dos o tres armas bajo la ropa. Pero el rifle de Hammer imponía la ley. Imponía el orden. La dictadura del fuego unilateral. Una guerra perdida.

En algún lugar del exterior, la guitarra de Luis seguía tirada en el suelo. Y en algún lugar del subsuelo, Luis pasó el primer año de su nueva vida silbando la canción en cada esquina, haciendo un esfuerzo por recordar la melodía, aunque tal vez nadie volviese a escucharla. Temía a Hammer y los suyos, y se mantenía lo más alejado que podía, sin perderse en la red de metro. Sólo se acercaba cuando era llamado, y para comer. Para comerse a la gente con la que había convivido, con la que había compartido el aire. El aire. Entonces, lo supo con certeza. Todo estaba relacionado, y nadie allí abajo se había dado cuenta.

El aire.

Los conductos de ventilación funcionaban, pero extraían el aire del exterior. No lo limpiaban, sólo lo filtraban. Eso no bastaba. El vapor tóxico había ido llenando la estación desde hacía un año. Lo habían respirado, se habían impregnado sus cuerpos con él y después se habían comido los cuerpos de los infectados. Durante una de las comidas, Luis decidió soltarlo.

—Nos estamos comiendo a gente enferma —dijo.

—¿De qué hablas? —dijo Hammer.

—El vapor del exterior.

—¿Qué vapor?

—Lo que causó todo esto fue de origen nuclear. El vapor verdoso que respiramos es gas tóxico.

—Eso es pura mierda —dijo Hammer, y siguió comiendo.

—Nos comemos el cáncer de la gente.

Luis abre los ojos y un escalofrío le recorre la espalda y le baja por la espina dorsal hasta las piernas. Después llega el dolor ardiente, profundo. Escupe sangre y se da cuenta de que tiene las manos atadas, encadenadas y extendidas. Le duelen las muñecas, así que probablemente lleve tiempo en esa postura. Todo está oscuro, lo que no quiere decir que sea de noche. Su primer pensamiento es para Amelia. No hay señales de la niña y lo último que puede recordar es haberla protegido con su cuerpo. No estará herida, pero eso tampoco quiere decir que esté bien. Tiene el torso y la espalda vendados, de manera rápida y descuidada, pero lo suficientemente bien como para haber detenido la hemorragia. Se pregunta si aún tendrá balas en su interior. Las piernas le cuelgan, casi muertas, rozando con la arena. Se encuentra dentro de una jaula atornillada al suelo por uno de los lados. ¿Dónde está Amelia?

De pronto, oye un grito. Un grito de niña. Y voces de hombre. Deprisa, deprisa, deprisa. Mira a su alrededor y no distingue nada en la oscuridad, sólo un chorro de tenue luz artificial que se cuela por una apertura. Está en una tienda de campaña, o algo parecido. ¡Qué estúpido! Tiene asentado un campamento, un maldito campamento en el que puede haber decenas de personas, y no se ha dado cuenta, ni siquiera se lo planteó. Deprisa, antes de que sea muy tarde. La desesperación le impide pensar lo suficientemente rápido, escucha más gritos, no hay duda de que es Amelia. Su pequeña Amelia, a merced de varios hombres. Tira de las cadenas que le sujetan las manos y grita. Grita de desesperación e impotencia.

—¡Es una niña!

Joder, sólo es una niña. No puede hacer nada, ahora no. Lo siento, Amelia, te he fallado. Entra un hombre en la tienda de campaña y el chorro de luz le da directamente en la cara. De pronto se da cuenta de que no come nada desde hace días, que está herido y que no podría hacer nada si consiguiese escapar. Debe de haber varios hombres, armados, y él sólo es un pobre diablo, muy enfermo y débil. El hombre que entra en la tienda arrastra algo por el suelo con una mano. Dios. Arrastra a Amelia, cogida del pelo, inconsciente, dejando un reguero de sangre a su paso. Suelta a la niña cerca de la jaula y se da media vuelta. La niña sangra por entre las piernas. Dios, la han violado. Luis lanza otro grito e intenta golpear la jaula con las piernas. El hombre vuelve y le golpea en la cabeza con la culata del rifle que lleva.

Y de nuevo, la oscuridad.

Había pasado más de un año y la gente dispuesta a ofrecerse para ser comida se empezaba a agotar. Era cuestión de tiempo que se lo comiesen a él. Le colocarían la cabeza sobre la vía del tren y le golpearían con una barra de hierro. En esos días, tosió sangre por primera vez. El vapor que llegaba al metro por el conducto de ventilación era denso y verdoso. Era vapor tóxico, liberado tras las explosiones, transportado por el huracán
Herman
desde las costas del Pacífico al interior del país. En cuestión de días, Estados Unidos se llenó de gas. Después todo voló por los aires. Luis sentía la enfermedad crecer dentro de él, el cáncer, abriéndose paso en su cuerpo, lento pero incansable. Algo debía haber fuera, no podían haber muerto todos.

Una noche, se levantó y se dirigió hacia Hammer, que dormía. Y trató de arrebatarle el arma. Durante el forcejeo, el rifle se disparó una vez y alcanzó a Hammer en el estómago. Luego, tuvo que dispararle hasta que dejó de moverse y quedó tendido en el suelo, más inerte que una piedra. Y Luis no sintió nada. No sintió pena ni alegría. Simplemente ocurrió. A punta de rifle, ordenó a dos de los secuaces de Hammer que le abrieran la puerta de la verja que daba al exterior. Subió un tramo de escaleras y cuando llegó al exterior ya no quedaba mundo. Ya no quedaba nada.

—Luis, ya no me duele, pero me siento un poco rara.

—Se lo haré pagar, te lo prometo.

—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

—No mucho, cariño, no mucho.

—¿Vamos a morir?

—No.

—No quiero que me lo vuelvan a hacer.

—No van a tocarte otra vez, te lo prometo.

—¿Y si lo hacen?

—Los mataré. No te preocupes, tengo un plan.

No tiene ningún plan, pero debe hacer algo. Debe pensar.

—Luis.

—Dime.

—Cuéntame cómo me encontraste.

Luis sonríe. Amelia ha dejado de llorar.

—De acuerdo.

5

Matar. Matar. Matar. Era todo lo que ocupaba su mente después de acabar con Hammer. Se había convertido en un asesino, ahora formaba parte de la destrucción, del nuevo mundo, y no se sentía culpable. Respiró el aire contaminado de la atmósfera y se sintió verdaderamente enfermo. Había salido por la misma boca de metro en la que se había refugiado. Y su guitarra no estaba allí. Ya no habría tiempo para los acordes, sólo la supervivencia. Y para matar. Matar. Matar. Matar.

Las heridas de las balas le arden, le empiezan a sangrar las muñecas y ya no siente las rodillas. Vuelve a escuchar gritos y puede entrever por una rendija una especie de tienda de campaña. Por suerte no es la voz de Amelia.

—Han encontrado a otra chica. Le están haciendo lo mismo que a mí. Luis, tenemos que hacer algo.

—No podemos.

—¡Tenemos que ayudarla!

Luis cierra los ojos apenas un minuto. Es cierto. Tienen que hacer algo. Se están cebando con la pobre chica y posiblemente después le vuelva a tocar a Amelia. Tiene que desatarse como sea. Es ahora o nunca, igual que con Hammer. Tiene las manos atadas al techo, intenta dar vueltas para romper las cadenas. Da vueltas y vueltas en el mínimo espacio que la jaula le permite, con los ojos de Amelia clavados en su nuca y con los gritos de la pobre chica, violada y golpeada a pocos metros de donde se encuentra.

—¡Date prisa! —susurra Amelia.

—Ya lo intento.

—Luis.

—¿Qué?

—No saldremos vivos de ésta…

Y entonces, la cadena se rompe y hace un ruido sordo cuando cae sobre el suelo. Las rodillas de Luis golpean la arena y se despellejan. Como la jaula está mal atornillada al suelo, de un solo empujón consigue levantarla y lanzarse a abrazar a Amelia. Entonces otro grito desgarra el silencio. Luis sabe lo que tiene que hacer. Matar. Matar. Matar.

—Quédate aquí.

—No quiero.

—Por favor.

—Quiero estar contigo.

—Esta vez no. Quédate aquí.

Amelia obedece, y se acurruca en la penumbra de la tienda. Luis coge una barra metálica que hay cerca del mostrador y mira una vez más a su hija. Podría ser la última vez que la ve. Cada instante de su vida podría ser el último. Abre la tienda con la mano y sale corriendo, gritando. Matar, ésa es la premisa. Entonces ve el cuerpo de una chica sangrando profusamente por la vagina y a varios hombres con los pantalones por las rodillas y los miembros erguidos. Levanta la barra de hierro mientras corre hacia uno de ellos y la deja caer, con todo su peso, sobre la cabeza de su primera víctima elegida al azar. Sigue golpeando a diestro y siniestro y escucha los huesos rompiéndose. Cada gota de sangre que cae al suelo retumba en sus oídos, es como si oyera miles de trompetas infernales, todo un coro de muerte que le agujerea la cabeza. Y continúa gritando, como un animal aterrorizado. Sus propios gritos se convierten en el único réquiem que despide a sus víctimas. Sólo espera que Amelia no esté mirando. Matar. Matar. Matar.

Cuando se calma, la barra de hierro parece pesar una tonelada. La deja caer. La sangre de los hombres a los que acaba de liquidar le chorrea por la cara y por las manos. Entonces ve que la chica ya está muerta.

—¿Luis?

Amelia sale de la tienda con los ojos cerrados.

—¿Qué haces? —pregunta Luis.

—Me pediste que no lo viese. ¿Dónde estás?

—Estoy aquí.

Se acerca y le acaricia la cara con la mano.

—¿Cómo está?

—¿Quién?

—La chica. ¿Cómo está?

—Ha muerto, cariño. Lo siento.

Luis se mira así mismo y ve que los vendajes están ensangrentados, las heridas de las balas le escuecen, se siente fatigado, a punto de desmayarse. Le pasa la mano a la niña por la espalda y la conduce a otra de las tiendas. Es el momento de sopesar la situación y no sabe ni por dónde empezar.

—¿Qué viste cuando nos trajeron aquí?

—Troncos de árboles secos.

—¿Sabes si hay más hombres?

—Sí, hay otros dos o tres más. Esta mañana les escuché decir que se irían de caza y que volverían al anochecer.

Es vital saber qué hora es. Luis mira a su alrededor, la tienda en la que se han metido parece el almacén de la comida. Hay viejas latas y recipientes que contienen algún tipo de carne.

—Tienes que comer algo, cariño.

—Y tú necesitas más vendas y que te mire las heridas.

—Ahora no tenemos tiempo, comeremos algo y después iré a buscar un arma.

—No quiero que te alejes.

—No iré lejos, no salgas de la tienda.

Las peores cosas, las que dan más miedo, suceden siempre de noche. Amelia se refugia en la tienda de la comida, mientras Luis recorre el campamento con una linterna y una pistola que ha recogido de uno de los cadáveres. Las lámparas de aceite les pueden delatar, pero Amelia no quería quedarse sola en la oscuridad. Hay siete tiendas de campaña en total instaladas en el Retiro. De niño, Luis había paseado por el parque con sus abuelos; entonces todo era verde y no le daba miedo. Ahora, se siente como un niño pequeño atrapado en un cuento de monstruos. Sostiene la pistola en alto y abre otra de las tiendas, enfocando con la linterna hacia el fondo. Hay un tanque lleno de algún líquido parecido al agua. Dentro hay algo que parece un feto. Luis se acerca un poco y lo toca con la mano. Es el cuerpo de un niño, tiene la piel ennegrecida. No parece ni humano, es un fantasma, un despojo del mundo. Está conectado a un respiradero y sumergido en agua como si quisieran conservarlo incorruptible al paso del tiempo. En un lateral del tanque, hay una etiqueta que lo identifica: «Varón. 5 años. Cáncer de piel.»

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