—¿Yo soy inmune?
—No lo sé seguro, pero no quiero que nadie lo averigüe por la fuerza. Amelia, si alguna vez me pasara algo no le debes decir a nadie tu verdadera edad, ¿vale?
—Vale.
Durante su segunda noche en el museo el silencio atormenta a Luis y no le deja dormir. Si aquel tipo no está solo y tiene verdadero interés en Amelia podría volver con más hombres. Si antes la gente ya desconfiaba de los otros, ahora es peor: se matan, se roban y a veces incluso se comen.
Luis vuelve a pensar en el día de la explosión, en su guitarra y en la canción. Acariciaba las cuerdas de su guitarra como si estuviese haciendo el amor con ella, tocaba en los pasillos del metro, viendo a la gente pasar. Algunos le miraban y pasaban de largo, otros dejaban caer una moneda y él seguía tocando sin importarle la gente que le mirase o la gente que le ignorase. A veces, no se iba hasta que cerraban el metro. Y tocaba una y otra vez la misma canción, la canción que había compuesto en su hogar, antes de embarcarse en esa aventura. Era la canción más bonita que había compuesto y posiblemente que compondría nunca, era un canto a la esperanza. Esa canción era todo lo que ahora mismo necesitaba el mundo. La canción se llamaba
Amelia
.
La había compuesto ese mismo verano, cuando compró el billete de avión para Estados Unidos. No era exactamente una canción de amor, porque no estaba inspirada en ninguna chica real, sino más bien una canción sobre el futuro. En aquellos días en que el futuro solía ser sinónimo de esperanza y no de muerte. Amelia era la mujer elegida, lo mejor que le pasaría en la vida, su mitad perfecta. El día que la encontrase, su vida estaría completa. La letra decía que sabía que allí fuera estaba Amelia esperándole. Cantaba «
Voy lo más deprisa que puedo
» y sabía que, en algún lugar, también ella corría hacia él. Ambos se necesitaban, ambos se mirarían a los ojos y sabrían que se conocían desde siempre. «
¿Me esperarás, incluso cuando parezca que no existo?
»
Aquel día, un tipo con traje pasó frente a él y se quedó a escuchar
Amelia
. Cuando Luis terminó de tocar, el tipo no le echó una moneda, sino una tarjeta. Y se fue. Luis la recogió y vio un número de teléfono al lado de una inscripción en relieve: «agente musical». No se lo podía creer. América era el país de las oportunidades, y su futuro, más prometedor que nunca. Y entonces salió del metro. Y el cielo explotó ante sus ojos. Y los edificios empezaron a caer y su guitarra se deslizó por su hombro y cayó al suelo. Pero no pudo agacharse a recogerla. Miles de personas pensaron que el metro sería un lugar seguro y arrastraron a Luis con ellos. Y la guitarra se quedó en el suelo. Ese día, perdió la esperanza de encontrar a Amelia.
—Pero te encontré.
—¿Qué?
—Nada. Pensaba en voz alta.
Buenos días, supervivientes. Al habla Fox. Espero que despertéis con la esperanza de vivir un día más y de hacer todo lo posible por sobrevivir. Esta mañana me gustaría recordaros que la vida y la muerte son algo indivisible, sin muerte no habría vida. Que nadie pierda la esperanza, éstos no son días grises, son días de lucha. Ahora estáis en lo alto de la escala social, sois más poderosos que nadie porque estáis vivos. Buenos días, supervivientes.
La voz sale de la radio que tiene Amelia. Escucha cada palabra sin pestañear, sin mover ni un solo músculo, como si le fuese la vida en ello. Luis rebusca en su mochila, saca una tortita de avena y ayuda a Amelia a comérsela. La niña sigue mirando la radio, aunque la voz ha dejado de escucharse. Luis ni siquiera se molesta en apagarla.
—Esta mañana parecía de buen humor.
—Él siempre está de buen humor.
—¿Crees que alguien habrá llegado hasta él?
—No creo, ya se habría encargado de retransmitirlo. Está loco.
—Tiene comida y libros, y seguramente camas para dormir y medicinas.
—No necesitamos todo eso.
Entonces Luis sufre un ataque de tos imposible de disimular y escupe sangre sobre el suelo polvoriento. Amelia le mira mientras mastica su torta de avena.
—Sí que necesitamos medicinas.
—Aunque le encontrásemos, no creo que nos las diese.
—No parece malo.
—Lo es.
Palabras como «comida» y «supervivencia» han cobrado un significado diferente después de las explosiones. El mundo se fue reduciendo a cenizas, pero fue un proceso largo que dejó a la gente sin esperanza. Luis ayuda a Amelia a vestirse y repasa sus provisiones mentalmente. Dentro de pocos días empezarán a pasar necesidades.
—¿Cómo era esto antes, cuando eras niño?
—Casi no lo recuerdo. Era amarillo.
—¿Amarillo?
—Recuerdo que antes siempre hacía mucho sol.
—¿De qué color era el cielo?
—Era azul. —Luis sonríe y sigue caminando, llevando a Amelia sujeta por la manga hueca—. Era más azul que ninguna otra cosa.
Del museo no queda casi nada y lo que se resiste a ser borrado lucha contra el tiempo. La piedra ahora es negra, las ramas de las plantas dejaron su marca y se marcharon. El tiempo sigue pasando y el museo parece el limbo, sin presencia terrenal es apenas un suspiro, una sombra, un fantasma.
El sol se oculta tras las nubes de vapor tóxico y es imposible distinguir en qué momento del día se encuentran. Amelia camina pegada a Luis y de vez en cuando mira a su alrededor, temerosa de volver a encontrarse con alguien, recordando las palabras de Luis. ¿Acaso es la única niña que ha nacido después del fin del mundo? ¿O habrá más niños como ella? Si hay más deberían ser llamados los Niños del Apocalipsis.
—¿Yo no me muero porque tengo más resistencia al vapor que tú?
—Es posible.
—¿Por haber nacido después de las explosiones?
—Tal vez.
—No quiero que tú te mueras antes, Luis.
—Escúchame, cariño, no permitiré que te pase nada malo. No voy a morir.
—¿Me lo prometes?
—Aún no voy a morir, ¿de acuerdo?
La mayor certeza que se puede tener, respirando la muerte a cada paso que das, es que mañana estarás más muerto que hoy. Si vives en un mundo muerto no puedes pretender seguir vivo.
Luis y Amelia se sientan a descansar en las ruinas de una estación de tren. La cúpula de cristal y hormigón casi se ha derrumbado por completo y forma un semicírculo, parece medio circo romano. El vapor se filtra entre las grietas de la piedra, la poca luz solar que llega se refleja en la cara de la niña y su piel empieza a volverse translúcida. Sus manchas marrones, que antes parecían sólo pequeñas pecas, ahora se extienden en su rostro como océanos de petróleo inundando su pureza cristalina. Es el cáncer, abriéndose paso a través de la vida de la niña, consumiéndola por dentro, matándola día a día. Luis ayuda a Amelia a comer. Es la última lata de comida que les queda.
—No has comido nada.
—No tengo hambre.
—Luis, ¿qué haré si tú te vas?
Ésa era una frase de la canción. «¿
Qué haré si tú te vas
?» Día a día, Luis se ha planteado esa misma pregunta, mirando a la dulce niña sin brazos. Repite para sí mismo toda la letra de la canción, la recuerda perfectamente. Sigue siendo sólo un recuerdo, pero sigue ahí, intacta. La última vez que la cantó, el mundo se estaba yendo a la mierda. Millones de personas llegaron a la conclusión de que el metro sería el lugar más seguro. Dentro del subsuelo, casi no se podía respirar, por las escaleras caían decenas de cuerpos que se dejaban arrastrar hasta los túneles. Todos corrieron despavoridos y se refugiaron en el interior de la tierra. Las luces se apagaron, en los pasillos se oían los ecos de los gritos de miles de personas. Algunos murieron pisoteados, otros, asfixiados. Otros corrieron y se alejaron de sus seres queridos. Muchos perdieron más en ese momento de lo que perderían años después. Luis corrió como los demás con dos imágenes en su cabeza: su guitarra abandonada en el suelo y el cielo ardiendo.
«¿
Qué haré si tú te vas
?»
Ambos escuchan casi a la vez el sonido de una trompeta. Luis se levanta alarmado. Amelia lleva un rato con los ojos abiertos, mirando en dirección a las ruinas del centro de la ciudad. Un convoy de gente tirando de carros camina por entre los escombros. Desde la estación derruida, no puede verse gran cosa. Luis, sin hacer ruido, intenta trepar a lo alto de unas rocas. Hace visera con las manos y ve a las personas responsables del ruido, uno de ellos toca una trompeta tal vez para llamar la atención de quien esté escondido. Pero ¿con qué propósito? Tiran de carros construidos por ellos mismos, parecen buscar víveres. Luis mira a Amelia y se muerde los labios. Una niña es un trofeo muy suculento, especialmente para los hombres, que son mayoría en el grupo.
—Tenemos que escondernos.
—¿Por qué?
—No sé qué intenciones tienen, pero no voy a quedarme a averiguarlo.
—Pueden tener comida y a lo mejor quieren compartirla.
—No lo creo, recojamos nuestras cosas, nos vamos.
Luis carga con las mochilas y dan un rodeo a la estación demolida, pasando de nuevo frente al museo y dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Los pasos lejanos del grupo de gente aún se oyen en el silencio del día. El vapor es más denso en esa zona. Por desgracia, la ciudad está mucho más entera de lo que se esperaban. A cada paso que dan sobre el hormigón y el asfalto levantado, encuentran un cuerpo inerte, un esqueleto, un cadáver a medio consumir. Aquí no hay pájaros carroñeros que agilicen el trabajo, ni tierra que se los trague. Sólo el humo verde y la inmundicia de la ciudad. Amelia avanza con la boca cerrada y muy pegada a Luis, que aguanta una arcada. También hay fetos, esqueletos con los huesos deformados, sin cavidades oculares o con algún miembro de más, cadáveres de adultos cuya piel aún se adhiere al hueso, como un pellejo marrón parecido al cuero. Algunos cuelgan de las ventanas de los edificios, retorcidos sobre sí mismos, a punto de desplomarse. Luis aprieta el paso y Amelia le sigue.
—Cierra los ojos.
—Demasiado tarde.
—Cierra los ojos. Por favor.
Amelia obedece y se deja llevar. El olor es nauseabundo, la densa niebla verde no les deja respirar. Luis tapa la boca de la niña con un pañuelo mugriento, pero sabe que no pueden seguir así, el vapor tóxico les llega directamente a los pulmones. Alguna vez, eso fue el centro de Madrid. La ciudad es ahora un fantasma. Luis sabe que les observan, que hay demasiadas ventanas, demasiados edificios que no han terminado de caerse, demasiados lugares donde esconderse. Amelia solloza un poco cuando sus delicados pies tocan la cabeza calcinada de un feto. Luis mira a su alrededor y busca un sitio donde refugiarse. La noche pronto les caerá encima y siente la mirada de mil ojos clavándose en su nuca.
—Tenemos que escondernos.
—¿Por qué? —Amelia parece asustada.
—Creo que hay alguien.
—¿Los que hemos visto esta mañana?
—Tal vez. No te separes de mí.
El eco de sus pasos resuena en la ciudad hasta que otro sonido se alza en el silencio. Es un disparo que proviene de uno de los edificios y que pasa silbando al lado de la oreja de Luis para luego impactar en el hormigón. Instintivamente, tira de la cabeza de Amelia y consigue que se tumbe en el suelo. Otro disparo hace diana contra una señal de tráfico, retorcida y casi derretida, fundida con el asfalto. Se arrastran hasta que consiguen meterse en un portal y esperan. Ambos disparos venían de lo alto, desde puntos diferentes: son varios, pueden verles y la altura les da ventaja. Luis mira frenéticamente hacia todas partes, buscando cualquier indicio de vida y de movimiento en los edificios. Pero no ve nada. No son aficionados, tienen armas potentes, y saben perfectamente lo que hacen. Echan a correr escaleras arriba y se adentran en el edificio, buscando cobijo. Los peldaños casi se caen, los escalones seguramente no soportan el peso de nadie desde hace años. De los seis pisos originales del edificio, sólo quedan dos en pie, no es suficiente para colocarse a una altura ventajosa sobre los disparos, pero es lo que hay. Luis sostiene a Amelia, dispuesto a tapar la trayectoria de una bala con su cuerpo.
—Quiero que camines lo más agachada posible.
—¿Qué ocurre? —Está muy asustada.
—Escúchame, quiero que camines agachada. ¿Puedes hacerlo?
—De acuerdo…
Amelia se agacha y recuesta su cuerpo sobre el de Luis. Éste camina de costado, tapando la trayectoria de los disparos que puedan proceder de las ventanas, de las grietas kilométricas abiertas en la fachada del edificio. Se recuestan sobre el suelo y esperan, conteniendo la respiración. Amelia llora en silencio y Luis tiembla de terror. Pero no puede permitirse temblar, no puede permitirse tener miedo, porque la niña depende de él.
—Escúchame, no va a pasar nada. Se irán.
—¿Quiénes son? —dice llorando.
—No lo sé, pero se irán.
—¿Seguro?
—Confía en mí.
Del exterior llega el sonido de una tormenta. Llevan agachados varias horas a ras del suelo, en la misma posición. Sean quienes sean, quizá ya se han ido, pero Luis sabe que no puede correr ningún riesgo. La noche puede ampararles en su huida, pero el día se resiste a morir. Y si empieza a llover no hay techo que les cobije. Tendrán que salir de su escondite antes de que se vaya la luz. Es una carrera contra la lluvia, contra el tiempo y contra la muerte. Luis cierra los ojos y, por unos instantes, deja de sentir el vapor en la cara y vuelve a pensar en años atrás, cuando no tenía un motivo para sobrevivir. Antes de Amelia.
Los túneles del metro estadounidense se convirtieron en el reinado de la anarquía. Cientos de miles de personas buscaron refugio allí. El sistema de ventilación y el alumbrado de emergencia aún funcionaban y el oxígeno era un bien escaso. A los pocos días de estar allí abajo, los insurrectos Hijos del Caos se hicieron con el control.
Un tipo alto y delgado, que respondía al nombre de Hammer, se proclamó Señor de los Túneles y empezó a racionar la poca comida que les quedaba. Nadie sabía lo que había ocurrido, pero tampoco se atrevían a salir para descubrirlo. Escuchaban con atención, en busca de alguna señal de vida, y cuando el mundo se quedó completamente en silencio, Hammer ordenó cerrar las puertas. Las rejas metálicas sepultaron a la gente y les condenó a vivir bajo su ley.
—Aquí yo soy la ley. —La voz de Hammer todavía resuena en la cabeza de Luis, como si la estuviese escuchando—. Y todo aquel que no acate mis normas será castigado. Para sobrevivir, debéis someteros.