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Authors: Francisco Miguel Espinosa

Tags: #Histórico

XXI

 

Se suponía que el futuro era esperanza, que era algo bueno, que era desarrollo, progreso. El futuro era nuestra excusa para seguir vivos. Hasta que llegó Fox. Durante la primera década del siglo XXI, un simple hombre moverá la conciencia de millones de personas con su mensaje: el ser humano es el problema del planeta, y para salvarlo hay que hacer el mayor de los sacrificios. Diez años después, tres de los supervivientes a la oleada de suicidios, atentados y desastres que dejaron el mundo convertido en un oscuro paraíso de muerte, luchan día a día para encontrar un motivo por el que levantarse todas las mañanas. Necesitan aceptar tanto el desolador panorama que el futuro ofrece, como la certeza de que el pasado no fue todo lo maravilloso e idílico que quieren creer… Mientras, un mensaje de radio se repite constantemente: Fox está vivo y espera a todo aquel que desee venganza.

Francisco Miguel Espinosa

XXI

ePUB v1.1

AlexAinhoa
19.01.13

Título original:
XXI

©2011, Francisco Miguel Espinosa

Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.1)

Corrección de erratas: Lihuen

ePub base v2.1

Dedicada a Alex

a Ferran, a Nacho

a Juanjo y a Laura, mi Laura.

Podemos estar felices de saber que el futuro nos pertenece completamente.

Adolf Hitler

La lucha
1

—Cuéntamelo otra vez —dice la niña sin brazos—. ¿Cómo empezó todo?

El viejo suspira y la mira con ternura mientras arrastra sus pies por el arcén de la carretera.

—Yo vi la primera explosión desde la calle. Acababa de salir del tren.

—¿Y cómo fue?

—Como ver el cielo caerse. Todo rojo y humeante.

—¿Y qué hiciste?

—Correr —dice el viejo mientras suspira y acaricia la cabeza de la niña. En realidad es joven, no tiene más de treinta años, pero el peso de la vida le ha envejecido terriblemente—. Correr y esconderme.

—¿Y cómo me encontraste a mí?

Se queda en silencio unos segundos y rehúsa responder. Continúa arrastrando sus viejas botas por el terreno irregular y echando de vez en cuando una ojeada a la niña, que camina a paso más lento. No tiene brazos y las mangas le cuelgan inertes a ambos lados de su diminuto cuerpo. Él cojea de cansancio. Hace días que no duerme, que casi no come y que respira ese aire infecto que les rodea y les enferma.

—Tenemos que darnos prisa y salir de este banco de niebla.

—No me has respondido —dice la niña—. ¿Cómo me encontraste a mí?

—Amelia, tenemos que darnos prisa.

La niña corre un poco y se pone a su lado. Él la mira y sonríe, una sonrisa apenas perceptible por la barba encanecida que cubre su cara. La niebla verdosa les rodea como un vapor mortal, condensa el aire y hace del caminar una necesidad vital; no pueden dejar de moverse, deben permitir que su cuerpo se llene del vapor mortal para caminar y llegar a allí adonde se dirigen, a ninguna parte.

—¿Quién me puso ese nombre?

El muchacho agarra una de las mangas vacías de la niña y la lleva a su lado.

—Te lo puse yo.

—¿Tengo cara de Amelia?

—A mí me lo parece, ¿a ti no?

—Sí, bastante. —La niña sonríe con gracia y los ojos se le llenan de la alegría propia de una criatura inocente.

Habían tardado casi un año en llegar por el canal de la Mancha, que, aunque estaba medio derruido, todavía comunicaba Inglaterra con el viejo continente europeo. Cruzarlo andando fue toda una proeza, pero no era imposible cruzar el océano con Amelia en brazos. Una vez llegaron, encontraron más de lo mismo: desierto allá donde miraban. Las explosiones habían sido más numerosas y devastadoras y los vapores campaban a sus anchas en el aire. Algunas ciudades aún se resistían a ser borradas por completo del mapa y los edificios más antiguos de la historia se mantenían casi en pie. Los rascacielos habían sido los primeros en venirse abajo.

—¿Dónde estamos, Luis?

—En algún lugar de España.

—¿Y por qué hemos venido aquí?

—Porque aquí nací y me crie yo.

—¿Veremos tu casa?

—No lo sé. Tal vez sí.

Por lo menos, el ambiente es mucho mejor que en el norte. El poco calor que aún queda en el planeta se concentra en la península. Amelia se quita uno de los abrigos que tiene puestos tirando de él con la boca. Aunque sabe que puede hacerlo sola, Luis se acerca para ayudarla. Sabe que ella es mucho más fuerte de lo que parece, mucho más que él. Luis piensa que en los tiempos que corren se necesita más gente como Amelia.

La tierra árida y gris da paso a los escombros de lo que una vez fue asfalto. Luis levanta la vista y ve una extraña forma en la lejanía, como un monolito que se levanta en el horizonte. Es un edificio que alguna vez fue blanco e imponente y que ahora se contorsiona sobre sus cimientos aguantando un peso invisible que cae del cielo y le hace doblarse.

—Es un edificio, ¿no?

—Sí, pero no un edificio cualquiera.

—¿Lo conoces?

—Sí.

Cuando llegan al edificio se quedan boquiabiertos por lo que ven. Pese al paso de los años y al cruel trato de las inclemencias del tiempo, sigue siendo alto y majestuoso. Luis suelta su mochila en el suelo y empieza a subir por las escaleras medio derruidas.

—Esto es el Museo del Prado —dice.

—¿Qué es un museo?

—Un edificio donde se guardaban las obras de arte.

Luis saca de su mochila un dibujo que un día Amelia le pintó con los pies y lo observa con detenimiento. Es lo más bonito que ha visto en años.

—Vamos a dejarlo en el museo. ¿Quieres?

—¡Claro!

—Pasaremos la noche aquí, así te contaré cosas de los museos y las pinturas.

—Genial.

Luis carga de nuevo la mochila a sus hombros, se acerca a Amelia y le acaricia la cabeza. Al retirar la mano, se lleva consigo un largo mechón de pelo.

—¿Me estoy muriendo? —pregunta Amelia.

—Sí.

—¿Y tú?

—También.

2

Amelia abre los ojos y se despereza poco a poco. Luis lleva horas despierto, sentado en el suelo del museo, con un pequeño fuego encendido a sus pies. Amelia se levanta y le da un beso en la mejilla. Luego empieza a girar sobre sí misma, mirando los detalles de las paredes que les cobijan. Podían intuirse las siluetas de marcos invisibles en las paredes, marcos de obras de arte que estaban allí colgadas esperando ilusionar al viajero. Ahora las paredes son prácticamente negras y el polvo acumulado no permite ver casi nada. Las nubes de vapor verdoso que surcan la calle apenas penetran en el ala del museo en la que Luis y Amelia han pasado la noche.

—¿Quieres desayunar? —le pregunta Luis.

—Me muero de hambre.

—He encontrado algunas latas por ahí.

—¿Se pueden comer?

—Creo que sí. Las he calentado y no están mal.

Mientras comen, ninguno de los dos dice nada. Sentados sobre el suelo sucio del museo, con las grietas de las paredes y los pocos cuadros que quedan como testigos, el desayuno resulta reconfortante. Es alentador sentirse seguro aunque sea por un rato y ambos los agradecen. Ninguno de los dos lo dice, pero han pasado más miedo del que podrían haber pensado y el camino hasta ese santuario no ha sido fácil. Cuando terminan, Luis se levanta, recoge los utensilios de cocina y las mantas y lo guarda todo. Luego, ayuda a Amelia a colocarse la mochila, atada por una tira de cuero a las piernas. La mira durante unos segundos y piensa que, si ella no existiese, él no tendría un motivo para seguir caminando y su mundo sería mucho más pequeño de lo que ya es.

Los pasillos del museo les devuelven el eco de cada paso que dan. De las paredes aún cuelgan algunas de las más importantes obras de arte de la historia, suspendidas como trapos. Amelia observa cada detalle de las pinturas y lo memoriza para poder imaginar un mundo que nunca llegó a ver. Luis ya había estado en el museo de niño, con su clase del colegio, en momentos y circunstancias muy diferentes. Mientras camina recuerda que una vez, hace ya mucho tiempo, todo fue sencillo y bonito, todo tuvo color y alegría. Entonces la gente se quejaba del mundo en que les tocaba vivir. Y ahora todos los que se quejan están muertos y los vivos no se sienten con fuerzas para dar gracias.

—¿Tú ya habías venido? —pregunta Amelia.

—Sí, cuando era pequeño.

—¿Cuando tenías mi edad?

—No lo sé, no lo recuerdo.

—¿Cuántos años tengo?

—Nueve.

—¿Y cómo estás tan seguro?

—Esas cosas son importantes.

—¿Incluso ahora?

Luis tarda en responder. ¿Qué es lo importante ahora? La supervivencia, la comida, protegerse del frío y de la radiación, sobrevivir a toda cosa. ¿Hay tiempo para los cumpleaños? ¿Hay tiempo para el amor?

—Incluso ahora.

Cuando viajó a América, Luis estaba seguro de lo que era importante. Ya hacía más de diez años que había bajado del avión con una guitarra colgada a la espalda, convencido de que la fama era importante y de que América era el país de las oportunidades. Antes de que el futuro les pillase desprevenidos a todos, Luis sabía perfectamente que el presente era lo importante. Y ahora el futuro era un vasto desierto.

—Luis, ¿cómo me encontraste?

—No quiero hablar de eso ahora.

—Pero esa historia me gusta, Luis. Cuéntamela otra vez.

—Ahora no.

Suena un ruido y ambos se detienen de golpe. Escuchan las pisadas de alguien que camina por los mismos pasillos que ellos con pasos firmes y tranquilos, quizá vaya armado. Amelia siente el miedo recorrerle la espina dorsal, le tiemblan las piernas y los ojos le lagrimean. Luis la abraza y ambos se esconden debajo de un montón de escombros. Desde ahí oyen cómo los pasos avanzan hacia ellos y contienen la respiración. La mente de Luis empieza a recordar. Se ve a sí mismo saliendo del metro. Ve el cielo volverse rojo y después verde. Siente los empujones de la gente que empieza a gritar y correr y ve su guitarra cayendo al suelo pero no alcanza a cogerla. No llega, por más que lo intenta.

De repente, Amelia grita. Luis sale de su trance y ve que una mano está tirando de la niña. Enseguida se pone de pie y empuja una masa corpulenta y blanda.

—¡Eh, tranquilo, tío! —dice el desconocido con marcado acento español—. No iba a haceros nada, pensé que la niña estaba sola.

—Es mi hija.

—No te había visto, pensé que estaba sola. ¿Necesitáis algo?

—Estamos muy bien —responde Amelia.

—Me alegra saberlo. Yo me llamo Carlos. ¿Y tú cuántos años tienes?

—Once —responde Luis—. Tiene once años y tenemos que irnos ya.

Luis le hace un gesto con la cabeza a Amelia y empiezan a caminar alejándose de él. Luis no está seguro de que se lo haya creído, pero no ha tenido tiempo para pensar nada mejor. Mira hacia atrás un par de veces y se asegura de que el tipo se vaya con sus asuntos a otra parte. El museo no es un lugar seguro, pero no han encontrado nada mejor.

—Lo más probable es que hoy llueva —dice Luis, sentado sobre unas telas en la segunda planta—, así que pasaremos aquí otra noche más.

—¿Por qué le dijiste que tengo once años? ¿Por qué le mentiste?

—Porque hoy en día no nacen muchos niños y los que nacen son inmunes a ciertas cosas. ¿Me entiendes?

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