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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (108 page)

—¡Canalla! —murmuró Porthos.

D’Artagnan nada dijo pero se atusó el bigote de un modo no acostumbrado que indicaba que ya empezaba a exaltarse su bilis gascona. Ana de Austria se acercó al oído del rey, y díjole en voz baja:

—Dad alguna muestra de agrado y dirigid algunas palabras al señor de D’Artagnan.

El joven rey se asomó a la portezuela y dijo:

—No os he dado aún los buenos días, D’Artagnan, pero no es por no haberos conocido. Vos sois el que se ocultó detrás de las cortinas de mi casa la noche que quisieron los parisienses verme dormido.

—Y si lo permite el rey —contestó D’Artagnan—, yo seré siempre quien esté a su lado cuando corra S. M. algún peligro.

—Caballero —dijo Mazarino a Porthos—, ¿qué haríais si se arrojase contra nosotros toda esa gente?

—Matar a cuantos pudiera, señor —respondió Porthos.

—¡Hum! —exclamó Mazarino—. Por valiente y vigoroso que seáis, no los podéis matar a todos.

—Es cierto —respondió Porthos empinándose sobre los estribos para ver mejor—; es verdad, hay muchos.

—El otro es preferible —dijo Mazarino.

Y volvióse a recostar en el fondo del carruaje.

Razón tenía la reina y su ministro, o cuando menos este último, para sentir alguna inquietud. La muchedumbre, aunque guardaba las apariencias de respeto y aún de cariño al rey y a la regente, empezaba a agitarse tumultuosamente. Oíanse circular esos sordos rumores que cuando corren sobre las olas señalan la tempestad y cuando se alzan sobre las turbas presagian el motín.

Volvióse D’Artagnan a los mosqueteros y les guiñó el ojo de un modo imperceptible para el pueblo, pero suficientemente comprensible para aquella escogida tropa.

Las filas de la caballería se estrecharon y corrió por entre los jinetes un ligero murmullo.

En la
barrera de los Sargentos
hicieron alto. Comminges abandonó la escolta a cuya cabeza iba, y se acercó al carruaje de la reina. Esta interrogó a D’Artagnan con una mirada, y D’Artagnan le contestó en el mismo lenguaje.

—Id adelante —ordenó la reina.

Volvió Comminges a su puesto: hízose un esfuerzo y la animada barrera se rompió violentamente.

Alzáronse algunos rumores entre la muchedumbre dirigidos entonces tanto contra el rey como contra el ministro.

—¡Adelante! —gritó D’Artagnan con voz sonora.

—Adelante —repitió Porthos.

Mas como si la multitud hubiese esperado tan sólo esta demostración, al verla se pusieron de manifiesto los hostiles sentimientos que abrigaba. Por todas partes resonaron gritos de «¡muera Mazarino!, ¡muera el cardenal!».

Al mismo tiempo desembocaron dos amenazadores grupos por las calles de Grenelle y du-Coq, rompiendo la débil fila de guardias suizos y llegando como un torbellino hasta los pies de los caballos de D’Artagnan y Porthos.

Esta nueva irrupción era más terrible que las otras, porque se componía de gente armada, y mejor armada que suele estarlo el pueblo en semejantes casos. Veíase que el movimiento no era efecto de la casualidad que hubiera reunido cierto número de descontentos en el mismo punto, sino combinación de un hombre que había organizado el ataque.

Marchaba al frente de cada turba su jefe; el uno no parecía individuo del pueblo, sino de la honrada congregación de mendigos; en el otro, a pesar de su afectación por imitar los modales de la plebe, se reconocía con facilidad a un caballero.

Ambos obraban evidentemente movidos por el mismo impulso. Sintióse un fuerte sacudimiento que se comunicó al mismo carruaje real; y en pos de él se dejaron oír muchos gritos formando un solo clamor, entrecortado por algunos tiros.

—¡Mosqueteros, a mí! —gritó D’Artagnan.

Dividióse la escolta en dos filas; la una pasó a la derecha del coche, la otra a la izquierda; la primera fue a auxiliar a D’Artagnan, la segunda a Porthos.

Empeñóse entonces una lucha, tanto más terrible, cuanto que nadie sabía por qué ni por quién batallaba.

El choque fue horrible como todos los movimientos del populacho; los mosqueteros, poco numerosos y mal alineados, no podían manejar sus caballos en medio de aquella turba, y empezaban a verse arrollados. D’Artagnan aconsejó al rey que echase las persianas del coche, pero el joven monarca tendió el brazo diciendo:

—No, D’Artagnan, deseo verlo.

—Si quiere ver V. M. —dijo D’Artagnan—, mire enhorabuena.

Y volviéndose con la rabia que tan terrible le hacía, cayó sobre el jefe de los amotinados, que con una pistola en la mano y un espadón en la otra, hacía mil esfuerzos a fin de abrirse paso hasta el carruaje luchando con dos mosqueteros.

—¡Paso, voto a cien! —gritó D’Artagnan.

A esta voz alzó la cabeza el de la pistola y el espadón, pero ya era tarde; D’Artagnan le había atravesado el pecho con su tizona.

—¡Por vida de!… —dijo el mosquetero deteniendo, aunque tarde, el golpe—. ¿Qué diablos veníais a hacer aquí, conde?

—Ésta era mi estrella —respondió Rochefort doblando la rodilla—; de tres estocadas vuestras me he curado, mas no me curaré de la cuarta.

—Conde —dijo D’Artagnan con cierta emoción—, os he herido sin conoceros, si morís sentiría que fuera con sentimientos de odio contra mí.

Rochefort presentó la mano a D’Artagnan, cogióla éste; el conde quiso hablar, pero le atajo la palabra una bocanada de sangre; contrájose su cuerpo en la última convulsión y expiró.

—¡Atrás, miserables! —gritó D’Artagnan—, ya ha muerto vuestro jefe, estáis de más aquí.

En efecto, cual si el conde de Rochefort fuera el alma del ataque que por aquel lado del carruaje se, daba, la turba, que le seguía y obedecía, volvió las espaldas al verle caer. D’Artagnan dio una carga por la calle du-Coq con unos veinte mosqueteros, y aquella parte del motín disipóse como una humareda, diseminándose por la plaza de San Germán l’Auxerrois y desapareciendo por los muelles.

Hecho esto, volvió atrás para ayudar a Porthos si lo necesitaba; pero Porthos por su parte había desempeñado su tarea tan concienzudamente como D’Artagnan. No se encontraba menos limpia la izquierda del carruaje que la derecha, y Mazarino, que menos belicoso que el rey tomó la precaución de cerrar la persiana de su portezuela, la había ya vuelto a abrir.

El aspecto de Porthos era sumamente triste.

—¿Qué diablo de cara ponéis, Porthos? ¡Vaya una facha para vencedor!

—Pues vos —dijo Porthos—, también parece que estáis emocionado.

—Y con razón, ¡voto a tantos! Acabo de matar a un antiguo amigo.

—¿De veras? —dijo Porthos—. ¿A quién?

—Al infeliz conde de Rochefort.

—¿Sí? Pues a mí me ha sucedido una cosa semejante; he matado a un hombre cuyo rostro no me es desconocido; pero por desgracia le di en la cabeza y al momento se cubrió de sangre.

—¿Y no dijo nada al caer? —Sí, dijo… ¡Uf!

—Confieso —dijo D’Artagnan sin poder contener la risa—, que si no ha dicho más, poco se puede sacar en limpio.

—¿Qué tenemos, caballero? —preguntó la reina.

—Señora —contestó D’Artagnan—, el camino está enteramente despejado y V. M. puede continuar adelante sin recelo de ninguna especie. Efectivamente, toda la comitiva llegó sin novedad a la Iglesia de Nuestra Señora, bajo cuyo pórtico se hallaba reunido el clero con el coadjutor a la cabeza esperando al rey, la reina y el ministro, por cuyo feliz regreso debía cantarse un
Te-Deum
.

Durante el oficio divino y cuando ya tocaba a su fin, entró apresuradamente en la iglesia un muchacho, corrió a la sacristía, se vistió rápidamente de monaguillo, y atravesando, por entre la turba que llenaba el templo, se aproximaba a Bazin, el cual vestido con su ropón azul y empuñando un bastón guarnecido de plata, se hallaba gravemente colocado frente al perrero a la entrada del coro.

Notó Bazin que le tiraban de la manga, bajó los ojos, beatíficamente alzados al cielo, y vio a Friquet.

—¡Eh, tunante! ¿Qué sucede? ¿Cómo os atrevéis a interrumpirme en el ejercicio de mis funciones? —preguntó el bedel.

—Sucede, señor Bazin —dijo Friquet—, que el señor Maillard… y sabéis quien es, el repartidor de agua bendita de San Eustaquio…

—Sí, adelante.

—Ha recibido en la lucha una cuchillada en la cabeza; ese gigantón que veis allí lleno de bordados se la ha dado.

—Entonces —dijo Bazin—, debe estar muy malo.

—Tan malo que se acaba, y que antes de morir quiere confesarse con el señor coadjutor, que dicen tiene poder para perdonar los pecados mortales.

—¿Y supone que el señor coadjutor ha de incomodarse por él?

—Sí, pues parece que se lo tiene prometido.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El mismo señor Maillard.

—¿Le has visto?

—Cuando cayó herido permanecía yo delante.

—¿Qué hacías allí?

—¡Toma! Gritar ¡abajo Mazarino!, ¡muera el cardenal!, ¡que ahorquen al italiano! ¿No me dijisteis que gritara eso?

—¿Queréis callar, tunante? —preguntó Bazin mirando en torno suyo.

—Conque el pobre señor Maillard me vio y me dijo: «Corre a buscar al señor coadjutor, Friquet, y si me lo traes te hago mi heredero». ¿Qué tal, maese Bazin? heredero del señor Maillard, el repartidor del agua bendita de San Eustaquio, ¿eh? Ya puedo tumbarme a la larga. De todos modos yo desearía hacerle ese favor, ¿qué decís?

—Voy a avisar al señor coadjutor —respondió Bazin.

Acercóse, en efecto, respetuosa y lentamente al prelado, y díjole al oído algunas palabras, a que contestó éste con una seña afirmativa. Volviéndose entonces por sus pasos contados, añadió:

—Anda a decirle al moribundo que tenga paciencia, que dentro de una hora estará allí Su Eminencia.

—Bien —respondió Friquet ; ya hice mi fortuna.

—Oye —dijo Bazin—, ¿adónde le han llevado?

—A la torre de Saint-Jacques-de-la-Boucherie.

Y satisfecho del feliz éxito de su embajada, salió Friquet de la basílica sin quitarse el traje de monaguillo, que, por otra parte, le facilitaba el paso, y corrió cuanto pudo a la torre.

Luego que concluyó el
Te-Deum
, el coadjutor, en cumplimiento de su promesa, tomó el mismo camino, que tan conocido le era, sin quitarse el hábito sacerdotal. Llegó a tiempo. Aunque el herido iba decayendo por instantes, aún no había muerto.

Un instante después salió Friquet con un repleto saco de cuero en la mano.

Fuera ya del aposento, le abrió, y con no poca sorpresa le encontró lleno de oro. El mendigo había cumplido su promesa nombrándole su heredero.

—¡Ah madre Nanette! —exclamó Friquet casi sin poder respirar—; ¡Ah madre Nanette!

No pudo decir más; pero la fuerza que para hablar le faltaba quedóle para obrar. Arrancó a correr desesperadamente, y como aquel griego de Marathon que cayó en la plaza de Atenas con su laurel en la mano, llegó al umbral de la casa del consejero Broussel y cayó al suelo, desparramándose los luises que del saco rebosaban.

Nanette recogió primero los luises y luego a su hijo.

En aquel intermedio regresaba la regia comitiva del Palacio Real.

—Valiente es a fe D’Artagnan, madre —dijo el joven rey.

—Sí, hijo querido, y ha prestado grandes servicios a vuestro padre; disponedle con buenos tratamientos a que os sirva en adelante.

—Señor capitán —dijo el rey a D’Artagnan el apearse—; S. M. la reina me encarga que os convide a comer hoy, a vos y vuestro amigo el señor Du-Vallon.

Gran honor era ése para D’Artagnan y Porthos, y el último especialmente estaba fuera de sí con él. Sin embargo, no por eso abandonó su melancolía el digno caballero durante la comida.

—Pero ¿qué os pasa, barón? —le preguntó D’Artagnan al bajar por la escalera del Palacio Real—. ¿Qué os pasa que en el mismo banquete habéis estado tan distraído?

—Nada, sino que quisiera recordar dónde demonios he visto a ese mendigo que debo haber matado.

—¿Y no podéis lograrlo?

—No.

—Pues pensad, amigo, pensad, y cuando deis con ello, me lo diréis, ¿eh?

—Desde luego —respondió Porthos.

Epílogo

Cuando volvieron a su casa los dos amigos, se encontraron con una carta de Athos, que los citaba en el Gran Carlomagno para la siguiente mañana.

Ambos se acostaron pronto, pero ni uno ni otro durmieron. No llega así un hombre al término de todos sus deseos sin que este resultado le quite el sueño, siquiera la primera noche.

Al siguiente día presentáronse los dos a la hora señalada en casa de Athos. Hallaron al conde y Aramis en traje de camino.

—¡Pardiez! —dijo Porthos—. Parece que nos vamos todos: yo también he hecho mi lío esta mañana.

—¡Qué remedio! —contestó Aramis—. No habiendo ya Fronda, nada nos queda que hacer en París. La señora de Longueville me ha convidado a pasar algunos días en Normandía, encargándome que vaya a disponer su alojamiento en Rouen mientras aquí bautizan a su hijo. Cumpliré esta comisión, y si no sucede luego ninguna novedad, volveré a enterrarme en mi convento de Noisy-le-Sec.

—Y yo —dijo Athos—, regreso a Bragelonne. Ya lo sabéis, amigo D’Artagnan, de hoy en adelante sólo soy un campesino. Raúl no tiene más bienes que los míos ¡pobre muchacho! Y es menester que yo se los cuide.

—¿Y qué pensáis de Raúl?

—A vos queda confiado, amigo. En Flandes va a haber guerra: llevadle. Temo que le sea peligrosa su residencia en Blois. Conducidle y enseñadle a ser valiente y honrado como vos.

—Ya que no os tenga a mi lado —respondió D’Artagnan—, tendré por lo menos a mi rubio amiguito; y aunque es un niño, como que en él se ha reproducido vuestra alma, amigo Athos, siempre me figuraré que estáis conmigo acompañándome y animándome.

Los cuatro compañeros abrazáronse con los ojos bañados en lágrimas.

En seguida se separaron sin saber si volverían a verse.

D’Artagnan volvió a la calle Tiquetonne con Porthos, siempre distraído y pensando continuamente en quién podía ser el mendigo muerto por su mano en la refriega.

Al llegar a la fonda de la Chevrette encontraron ya preparado el equipaje del barón. Mosquetón estaba a caballo.

—Una idea me ocurre, D’Artagnan —dijo Porthos—: renunciad a las armas y veníos conmigo a Pierrefonds, a Bracieux o al Vallon; envejeceremos juntos conversando de nuestros amigos.

—No —dijo D’Artagnan—. ¡Diantre! Se va a abrir la campaña y quiero hacerla. Espero ganar alguna cosa en ella.

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