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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (107 page)

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Sin levantarse y con los ojos chispeantes de orgullo y varonil intrepidez, D’Artagnan devolvió a Ana de Austria aquellos papeles que le arrancara uno a uno y con tanto sacrificio.

Hay momentos, pues aunque no todo es bueno, tampoco es todo malo en el mundo, hay momentos en que en los corazones más duros y fríos brota, regado por las lágrimas de una emoción sublime, un generoso sentimiento que pronto sofocan el cálculo y el orgullo, si otro corazón no se apodera de él cuando nace. Encontrábase Ana en uno de estos momentos. D’Artagnan, cediendo a su emoción en armonía con la de la reina, había dado el paso más profundamente diplomático que podía, e inmediatamente recibió el premio de su habilidad o de su desinterés, según se atribuya a su talento o a su corazón el motivo que le inclinara a proceder de aquella manera.

—Tenéis razón, caballero —dijo Ana—, no os había conocido. Ahí están los documentos firmados: os los devuelvo libremente, idos, y traedme cuanto antes al señor cardenal.

—Señora —repuso D’Artagnan—, veinte años ha, si no me engaña mi memoria, que tuve el honor de besar una de esas manos por detrás de un tapiz de las casas consistoriales.

—Aquí está la otra —dijo la reina—, y a fin de que la izquierda no sea menos liberal que su compañera —dijo quitándose una sortija de brillantes, semejante a la primera—, tomad, y conservad este anillo en memoria mía.

—Señora —respondió D’Artagnan levantándose—, no tengo más que un deseo, y es que la primera cosa que me pidáis sea mi vida.

Y con la gallardía que le era acostumbrada, saludó y se marchó.

—No he conocido a esos hombres —dijo Ana de Austria mirando a D’Artagnan cuando se alejaba—, y es ya muy tarde para servirme de ellos; dentro de un año será el rey mayor de edad.

Quince horas después llevaban D’Artagnan y Porthos a Mazarino a presencia de la reina, y recibían, el uno su nombramiento de capitán de mosqueteros, y el otro su diploma de barón.

—¿Quedáis contentos? —preguntó Ana de Austria.

D’Artagnan se inclinó, pero Porthos tomó el diploma y empezó a darle vueltas entre las manos mirando a Mazarino.

—Falta, señor, que me habéis prometido conferirme las insignias de una orden a la primera promoción.

—Pero, señor barón —dijo Mazarin6—, ya sabéis que no se puede ser caballero de esta orden sin prueba de nobleza.

—¡Oh! —dijo Porthos—. No creáis que solicito para mí el cordón azul.

—¿Pues para quién? —preguntó Mazarino.

—Pues para mi amigo el señor conde de la Fère.

—¡Oh! Eso es distinto —dijo la reina—. Ya tiene presentadas sus pruebas.

—¿Será nombrado?

—Ya lo está.

El mismo día firmábase el tratado de París, diciéndose en público que el cardenal había estado encerrado tres días para hacerle con mayor esmero.

He aquí lo que ganaba cada individuo por este tratado:

Conti se quedaba con Dauvillers, y habiéndose acreditado lo suficiente como general, se le autorizaba para continuar la carrera militar y no ser cardenal. Pronunciáronse, además, algunas frases sueltas sobre su unión con una sobrina de Mazarino, frases que el príncipe acogió con benevolencia, pues, con tal que le casaran, le importaba poco con quién.

El duque de Beaufort volvía a la corte con todas las reparaciones debidas a las ofensas que habíansele inferido, y con todos los honores que reclamaba su categoría. Se concedía pleno y entero indulto a los que le habían ayudado en su fuga, y se le daba la futura del almirantazgo que ejercía el duque de Vendóme, su padre, indemnización por las casas y castillos de su propiedad, demolidos por mandato del Parlamento de Bretaña.

El duque de Bouillon recibía dominios de un valor equivalente al de su principado de Sedán; una indemnización por los ocho años que dejó de usufructuar este principado y el título de príncipe para sí y su familia.

El duque de Longueville, el gobierno de Pont-del-l’Arche, quinientas mil libras para su mujer, y el honor de que tuvieran a su hijo en las fuentes bautismales del rey y la joven Enriqueta de Inglaterra.

Aramis estipuló que Bazin oficiase en esta solemnidad, y que Planchet fuera el contratista de los dulces.

El duque de Elbeuf obtuvo el pago de ciertas cantidades debidas a su mujer, cien mil libras para su hijo primogénito y veinticinco mil para cada uno de los restantes.

Sólo el coadjutor no logró nada; cierto es que se le prometió tratar de su capelo con el Papa; pero no ignoraba Gondi el poco caso que debía hacer de semejante promesa, en boca de la reina y de Mazarino. Por el contrario, de Conti se veía obligado a ser militar por no poder ser cardenal.

Así fue que, cuando todo París se regocijaba con la próxima entrada del monarca, señalada para dentro de dos días, Gondi, en medio de la general alegría, estaba tan malhumorado, que envió inmediatamente a buscar a dos hombres, a quienes solía recurrir siempre que se encontraba en tal disposición de ánimo.

Estos dos hombres eran el conde de Rochefort y el mendigo de San Eustaquio.

Acudieron al llamamiento con su habitual puntualidad, y el coadjutor pasó con ellos parte de la noche.

Capítulo XCIII
Donde se ve que a veces cuesta más trabajo a los monarcas entrar en la capital de su reino que salir de ella

En tanto que D’Artagnan y Porthos conducían al cardenal a San Germán, Athos y Aramis, separándose de ellos en San Dionisio, entraban en París.

Cada uno tenía que hacer su visita.

No bien se quitó las botas Aramis, corrió a las casas consistoriales, donde estaba la señora de Longueville. La linda duquesa prorrumpió en agudos gritos a la primera noticia de la paz. La guerra la hacía reina, la paz producía su abdicación; declaró, pues, que jamás se adheriría al tratado, y que quería una guerra sin término.

Pero luego que le presentó Aramis esta paz bajo su verdadero punto de vista, con todas sus ventajas, luego que le prometió en cambio de su precaria y disputada soberanía de París el virreinato de Pont-de-l’Arche, es decir, de toda la Normandía; luego que hizo sonar a sus oídos las quinientas mil libras prometidas por el cardenal; luego que la puso de manifiesto el honor que le hacía el monarca teniendo en la pila bautismal a su hijo, la señora de Longueville no disputó más que por la costumbre que de disputar tienen todas las mujeres hermosas, y no se defendió sino para rendirse.

Aramis fingió creer en su oposición, y no quiso quitarse a sus propios ojos el mérito de persuadirla.

—Señora —le dijo—, quisisteis derrotar una vez al príncipe vuestro hermano, al mejor capitán de la época, y cuando quieren una cosa las mujeres de genio, la consiguen. Lo habéis logrado: el príncipe queda derrotado, puesto que no puede seguir haciéndonos la guerra. Atraedle ahora a nuestro partido. Separadle con suavidad de la reina, a quien no ama, y de Mazarino, a quien desprecia. La Fronda es una comedia; todavía no se ha representado más que el primer acto; esperemos al cardenal en el desenlace, en el día en que, merced a vos, se vuelva el señor príncipe contra la corte.

La señora de Longueville quedó convencida. Tan convencida estaba la duquesa frondista del poderío de sus hermosos ojos, que no dudó de su influencia ni aún sobre el príncipe de Condé, y la crónica escandalosa de la época cuenta que no era su presunción sobrada.

Después de separarse Athos de Aramis en la Plaza Real, dirigióse a casa de la señora de Chevreuse, otra frondista a quien había que convencer, pero más difícil de persuadir que su joven rival, pues no se había estipulado en su favor ninguna condición; no se nombraba a la: señora de Chevreuse gobernador de provincia, y si la reina consentía en ser madrina, no podía serlo sino de un nieto o nieta suya.

De modo que a las primeras palabras de paz, la señora de Chevreuse frunció el ceño, y a pesar de toda la lógica de Athos dirigida a probarle que era imposible prolongar la guerra, insistió en favor de las hostilidades.

—Hermosa amiga —dijo Athos—, permitidme os manifieste que todos están ya cansados de guerra, que a excepción de vos y del señor coadjutor tal vez, todos quieren la paz. Os exponéis a que os destierren como en tiempos de Luis XIII. Creedme, ya hemos pasado de la edad de las intrigas, y vuestros encantadores ojos no están destinados a marchitarse llorando a París, donde siempre que le habitéis habrá dos reinas.

—¡Oh! —dijo la duquesa—. No puedo hacer la guerra yo sola, mas puedo vengarme de esa reina ingrata, de ese ambicioso favorito, y… me vengaré a fe de duquesa.

—Señora —repuso—, os ruego que no hagáis se malogre el porvenir del señor de Bragelonne; ya está en camino, el príncipe le estima; es joven; dejemos que ejerza la soberanía un monarca joven. ¡Ah! Perdonad mi debilidad, señora; llega un tiempo en que el hombre resucita y se rejuvenece en sus hijos.

Sonrióse la duquesa entre afectuosa e irónica.

—Conde —dijo—, mucho me temo que estéis ganando el partido de la corte. ¿Lleváis, por ventura, el cordón de alguna orden en el bolsillo?

—Sí, señora —contestó Athos—, el de la Jarretiera, que me dio el rey Carlos I pocos días antes de su muerte.

Decía verdad el conde; ignoraba la petición de Porthos, y por tanto, la concesión que la reina le hiciera de las insignia§ de otra orden.

—Veo que es necesario resignarme a ser vieja —dijo la duquesa, pensativa.

Cogióle Athos la mano y se la besó. Ella le miró sonriéndose.

—Conde —dijo—, admirable residencia debe de ser Bragelonne.

Sois hombre de gusto y seguro que tendréis allí muchas fuentes, bosques y flores.

Diciendo esto exhaló otro suspiro y apoyó su linda cabeza en las palmas de sus manos, ahuecadas con coquetismo y siempre admirables por su forma y blancura.

—Señora —replicó el conde—, ¿qué estabais diciendo? Nunca os he visto tan joven, nunca os he visto tan bella.

La duquesa sacudió la cabeza.

—¿Se queda en París el señor de Bragelonne? —preguntó.

—¿Qué opináis? —repuso Athos.

—Dejádmele —contestó la duquesa.

—No, señora. Si habéis olvidado la historia de Edipo, yo no.

—Por cierto que sois afabilísimo, conde. Mucho desearía pasar un mes en Bragelonne.

—¿Y no teméis granjearme demasiados envidiosos, duquesa? —preguntó Athos.

—No, pues iré de incógnito, bajo el nombre de María Michon.

—Sois admirable, señora.

—Pero no dejéis que Raúl viva allí.

—¿Por qué?

—Porque está enamorado.

—¡Un niño!

—Es que adora a una niña. Athos se quedó pensativo.

—Tenéis razón, duquesa; ese amor tan extraño en un niño de diecisiete años, puede hacerle desgraciado algún día. En Flandes va a haber guerra: irá.

—Y cuando regrese me lo enviaréis, y yo le pondré una fuerte coraza contra el amor.

—¡Ah, señora! —murmuró Athos—. Hoy día sucede con el amor lo que con la guerra: son inútiles las corazas.

En aquel momento entró Raúl y comunicó a su padre y a la duquesa que el conde de Guiche, su amigo, le había participado que la entrada solemne del rey, de la reina y del ministro debía verificarse al otro día.

Efectivamente, desde el amanecer empezó la corte a hacer sus preparativos para salir de San Germán. La noche anterior había enviado la reina a llamar a D’Artagnan.

—Caballero —díjole—, me aseguran que París no está tranquilo y temo por el rey: colocaos a la portezuela de la derecha.

—Cálmese V. M. —dijo D’Artagnan—; respondo del rey.

Y se marchó, saludando a la reina.

Al salir se encontró con Bernouin, quien le dijo que el cardenal le esperaba para hablarle de asuntos de importancia.

Inmediatamente presentóse al cardenal.

—Caballero —le dijo el ministro—, se habla de turbulencias en París. Yo iré a la izquierda del monarca, y cómo las principales amenazas se dirigirán contra mí, colocaos a la portezuela de la izquierda.

—No tenga cuidado Vuestra Eminencia —dijo D’Artagnan—, no os tocarán ni un cabello.

—¡Diantre! —murmuró en la antesala—. ¿Cómo salir de este apuro? ¡No puedo estar al mismo tiempo junto a la portezuela izquierda y junto a la derecha! ¡Bah! Defenderé al rey y que Porthos defienda al cardenal.

Este arreglo gustó a todos, lo cual suele suceder muy raras veces; la reina tenía confianza en el valor de D’Artagnan, que le era notorio, y el cardenal en la fuerza de Porthos, que tenía experimentada.

La comitiva marchó por un orden determinado de antemano, iban delante Guitaut y Comminges a la cabeza de los guardias; seguía el regio carruaje con D’Artagnan a una portezuela y Porthos a la otra, y cerraban la marcha los mosqueteros, compañeros antiguos de D’Artagnan, que los conocía hacía veintidós años, que había sido veinte años su teniente y que era su capitán desde la víspera.

Al llegar a la barrera fue vitoreado el carruaje con gritos de ¡viva el rey!, ¡viva la reina! También hubo algunos vivas a Mazarino, que no tuvieron eco. Los reyes se dirigieron a Nuestra Señora, donde debía cantarse un solemne
Te-Deum
.

Toda la población de París estaba en la calle. Habíanse escalonado los suizos en la carrera, mas como ésta era larga, entre soldado y soldado quedaba una distancia de unos ocho pasos y no había más que una fila. Era, pues, enteramente insuficiente esta animada muralla, que rota más de una vez por las oleadas del pueblo, sólo se rehacía a costa de grandes esfuerzos.

A cada arremetida, que nada tenía de hostil, pues provenía de los deseos de los parisienses de ver a su rey y a su reina, que habían estado ausentes un año, Ana de Austria miraba inquietamente a D’Artagnan y éste la tranquilizaba con una sonrisa.

Mazarino, que había gastado mil luises para que gritaran ¡viva Mazarino! y que tasaba los gritos prorrumpidos hasta entonces en menos de veinte doblones, miraba también con inquietud a Porthos; pero el gigantesco guardia de corps le contestaba con tan arrogante voz de bajo, «no hay cuidado, señor», que en efecto, Mazarino iba perdiendo gradualmente sus recelos.

Frente al Palacio Real era más numerosa aún la muchedumbre, porque afluía en la plaza por todas las calles adyacentes, saliendo como un ancho y alborotado río al encuentro del carruaje y corriendo tumultuosamente por la calle de San Honorio.

Cuando entraron los monarcas en la plaza se oyeron grandes clamores de ¡vivan sus majestades! Mazarino se asomó a la portezuela; dos o tres voces de ¡viva el cardenal! saludaron su aparición, pero casi al mismo tiempo las sofocó sin compasión un coro general de silbidos y gritos. Perdió el color Mazarino y se echó precipitadamente hacia atrás.

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