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Authors: Charles Portis

Valor de ley (9 page)

—¿Red qué? —quise saber—. Por cosas de estas no van a pagar.

—Ese es Society Red —replicó él—. Cortaba traviesas para el Katy
[12]
. De todas formas, anótalo. Quizá den algo.

—¿Cuándo fue? ¿Y para qué? ¿Y cómo pueden pagarse sesenta y cinco centavos por una conversación importante?

—Debió de ser allá por el verano. A Red no se le ha visto desde el mes de agosto, cuando nos dio un soplo sobre Ned.

—¿Por eso le pagó?

—No, esa vez fue Schmidt quien le dio el dinero. Recuerdo que yo le di cartuchos. Un montón de cartuchos. No me acuerdo de todas las pequeñas transacciones.

—Lo fecharé el 15 de agosto.

—Eso es imposible. Que sea el 17 de octubre. Todas las fechas han de ser posteriores al primero de octubre. De antes de entonces no pagarán nada. Tendremos que retrasar un poquito las fechas más antiguas.

—Ha dicho usted que a ese hombre no se lo ve desde agosto.

—Pues en vez de su nombre pongamos el de Pig Satterfield y, como fecha, el 17 de octubre. Pig nos ayuda en algunos casos, y los funcionarios del tribunal están acostumbrados a ver su nombre.

—¿Su nombre de pila es Pig
[13]
?

—Nunca lo oí llamar de otra forma.

Intenté conseguir de Rooster fechas aproximadas y datos que dieran sustancia a sus reclamaciones. Quedó muy satisfecho de mi trabajo. Cuando terminé, admiró las hojas y dijo:

—Hay que ver lo limpias que están. Potter nunca hizo un trabajo como este. O mucho me equivoco, o las aprobarán sin una sola pega.

Redacté un breve acuerdo respecto a nuestro asunto y le hice firmarlo. Le di veinticinco dólares asegurándole que, cuando saliéramos, le daría otros veinticinco. Los cincuenta dólares restantes se los pagaría cuando el trabajo estuviera completado con éxito. Añadí:

—Este adelanto cubrirá los gastos de ambos. Espero que usted aporte nuestra comida y el grano para nuestros caballos.

—Pero tú tendrás que traerte tus trastos de dormir.

—Tengo mantas y un buen impermeable. Esta tarde, en cuanto haya conseguido un caballo, estaré dispuesta para salir.

—No, estaré ocupado en el tribunal. Hay cosas de las que tengo que cuidar. Podemos salir mañana a primera hora. Cruzaremos el río utilizando el ferry, porque debo hacer una visita a un informador que vive en la Nación Cherokee.

Comí en la posada Monarch. El tal LaBoeuf no apareció por allí y abrigué la esperanza de que se hubiera ido a cualquier lejano lugar. Tras una breve siesta me fui al establo y examiné los ponis del corral. No parecían ser muy distintos unos de otros, aparte del color, y al fin me decidí por uno negro con las patas delanteras blancas.

Era un animal muy bonito. Papá nunca habría comprado un caballo que tuviera más de una pata blanca. Hay un verso tonto que repiten mucho los jinetes y que viene a decir que una montura así no es buena, y sobre todo una que tenga las cuatro patas blancas. He olvidado lo que dice el verso, pero ya verán más adelante que ese es un prejuicio ridículo.

Encontré a Stonehill en su oficina. Estaba envuelto en una manta, muy cerca de la estufa, con las manos extendidas hacia ella. No cabía duda de que padecía una tiritona de malaria. Acerqué una caja y me senté junto a él para calentarme también yo.

Stonehill dijo:

—Acabo de enterarme de que una muchacha se cayó de cabeza a un pozo de quince metros en el camino de Towson. Pensé que quizá hubieras sido tú.

—No, no era yo.

—Según dicen, la chica se ahogó.

—No me sorprende.

—Se ahogó como la rubia Ofelia. Claro que su caso fue doblemente trágico. Un desengaño amoroso le había destrozado el corazón y no hizo nada por salvarse. Me asombra que la gente pueda soportar tantos golpes y seguir adelante. Las desdichas no tienen fin.

—Debe de haberse caído por tonta. ¿Qué ha sabido del jabonero de Little Rock?

—Nada. El asunto continúa pendiente. ¿Por qué?

—Voy a quitarle de encima uno de esos ponis. El negro con patas delanteras blancas. Lo llamaré Negrillo. Lo quiero herrado para esta tarde.

—¿Cuál es tu oferta?

—Pagaré un precio actual. Creo haberle oído decir que el jabonero ofrecía diez dólares por cabeza.

—Ese es un precio global. Recordarás que esta misma mañana te he pagado veinte dólares por cabeza.

—Ese era el precio de esta mañana.

—Comprendo. Dime una cosa: ¿no piensas marcharte de esta ciudad?

—Mañana saldré para la Nación Choctaw. El comisario Rooster Cogburn y yo vamos a perseguir a Chaney, el asesino de mi padre.

—¿Cogburn? —repitió Stonehill—. ¿Cómo te has mezclado con ese vagabundo harapiento?

—Dicen que tiene coraje. Yo necesitaba un hombre así.

—Sí, supongo que lo tiene. Tiene reputación de tipo peligroso. No me agradaría compartir una cama con él.

—Ni a mí tampoco.

—Según dicen, cabalgó a la luz de la luna con Quantrill y Bloody Bill Anderson. No confiaría en él demasiado. También he oído decir que fue
particeps criminis
en algún asalto antes de venir aquí y ponerse al servicio del tribunal.

—Debo pagarle cuando el trabajo esté ya hecho —dije—. Le he dado un anticipo para gastos, y recibirá el resto cuando haya atrapado a nuestro hombre. Le pagaré una recompensa de cien dólares.

—Sí, es un espléndido incentivo. Bueno, quizá todo te salga bien. Rezaré por que vuelvas sana y salva y para que tus esfuerzos se vean coronados por el éxito. Pero el viaje puede resultar muy difícil y duro.

—Los buenos cristianos no flaquean ante las dificultades.

—Ni tampoco van en busca de ellas. Los buenos cristianos no son ni testarudos ni presuntuosos.

—¿Cree usted que hago mal?

—Creo que estás equivocada.

—Ya veremos.

—Sí, eso me temo.

Stonehill me vendió el poni por dieciocho dólares. El herrero negro se encargó luego del animal, le limó los cascos y le puso herraduras. Yo lo cepillé a fondo y le quité la suciedad. Era un animal vivo y nervioso, aunque no histérico, y se sometió al tratamiento sin mordernos ni cocearnos.

Le puse las bridas, pero no me fue posible levantar bien la silla de montar de papá, e hice que el herrero lo ensillara. Luego el hombre se ofreció a montar él al caballo primero. Le dije que creía podérmelas arreglar sola. Monté cuidadosamente. Negrillo no hizo nada durante un minuto o así, pero luego me cogió por sorpresa y se encabritó dos veces, cayendo con brusquedad sobre los rígidos cuartos delanteros, con lo cual me dejó molido el cuello y la rabadilla. Habría ido a parar al suelo de no haberme agarrado al pico de la silla y a las crines. No pude afianzarme en nada más porque los estribos quedaban muy por debajo de mis pies. El herrero se rió, pero a mí en aquellos momentos me importaban poco las buenas formas y la compostura. Acaricié el cuello de Negrillo y le hablé suavemente. No volvió a encabritarse, pero tampoco echó a andar.

—No sabe qué hacer con un jinete tan ligero como tú —dijo el herrero—. Cree que tiene un moscardón en el lomo.

El hombre agarró las riendas junto a la boca del caballo y lo obligó a andar. Estuvo paseándolo durante unos minutos por dentro del gran establo y luego lo sacó afuera. Temí que la luz del día y el aire frío hiciesen que Negrillo se disparara de nuevo, pero no; me había ganado un amigo.

El herrero soltó las riendas y yo paseé a Negrillo por la embarrada calle. El animal no respondía demasiado a las riendas y movía la cabeza, molesto por el bocado. Me costó trabajo hacerle dar media vuelta. Supuse que había sido montado anteriormente, pero que llevaba una larga temporada de descanso. Sin embargo, no tardó en habituarse. Le hice recorrer el pueblo hasta que estuvo cubierto por una ligera capa de sudor.

Cuando regresé al establo, el herrero dijo:

—Después de todo, el bicho no es tan malo, ¿eh?

—No, es un caballo estupendo.

Subí los estribos al máximo y el herrero desensilló a Negrillo y lo colocó en una de las casillas del establo. Le di cereal, pero en cantidad muy reducida por miedo a que se atracase de buen grano, ya que Stonehill había estado alimentando a los caballos casi exclusivamente de heno.

Se estaba haciendo tarde. Fui rápidamente a la tienda de Lee, muy orgullosa de mi caballo y excitada por la aventura que se iniciaría al día siguiente. Me dolía la garganta, pero esa era una molestia insignificante, teniendo en cuenta la empresa que nos aguardaba.

Entré por la puerta posterior sin llamar y encontré a Rooster sentado a la mesa con el tal LaBoeuf. Me había olvidado de él.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté.

—¿Qué tal? —dijo LaBoeuf—. Estoy charlando con el comisario. Parece que, después de todo, no se fue a Little Rock. Es una charla de negocios.

Rooster estaba comiendo unos dulces. Me dijo:

—Siéntate, hija, y toma un pastel. Este fulano dice llamarse LaBoeuf. Asegura que pertenece a los Rangers de Texas. Ha venido a contarme no sé qué historias.

—Lo conozco —repliqué.

—Dice que está siguiéndole la pista a nuestro hombre. Quiere unirse a nosotros.

—Ya sé lo que quiere y le he dicho que no nos interesa su ayuda. Ha obrado a mis espaldas.

—¿Qué pasa? —preguntó Rooster—. ¿Dónde está el problema?

—No hay más problemas que los que él mismo crea —dije—. Me hizo una proposición y yo la rechacé. Eso es todo. No lo necesitamos.

—Hombre, yo no creo que nos viniese mal —dijo Rooster—. No nos costará nada. Tiene un rifle Sharp de mucho calibre que nos vendría muy bien si fuésemos asaltados por búfalos. Dice que sabe manejarlo. Por mí, que venga. Podemos vernos en alguna situación apurada.

—No, no lo necesitamos —repliqué—. Ya se lo he dicho a él. Tengo mi caballo y todo está ya listo. ¿Ha arreglado usted sus asuntos?

Rooster contestó:

—Todo está ya dispuesto menos el asunto de la manduca, pero ya la tengo encargada. El alguacil jefe ha querido saber quién había rellenado esas hojas. Dijo que, si querías trabajar para ellos, te pagaría un buen sueldo. La mujer de Potter se encarga de preparar la comida. No es que sea una gran cocinera, pero lo que guisa se puede comer y la mujer necesita el dinero.

LaBoeuf comentó:

—Tengo la impresión de que me he equivocado de hombre. ¿Permite usted que una cría lo lleve de las narices, Cogburn?

Rooster, con su único ojo, miró fríamente al texano.

—¿Ha dicho «llevar de las narices»?

—Eso he dicho y eso es lo que pretendía decir.

—Aquí nadie lleva a nadie de la nariz —intervine yo—. El comisario trabaja para mí. Yo le pago.

—¿Cuánto le pagas? —preguntó LaBoeuf.

—Eso no es asunto suyo.

—¿Cuánto le paga, Cogburn?

—Lo suficiente —replicó Rooster.

—¿Quinientos dólares?

—No tanto.

—Esa es la recompensa que el gobernador de Texas ofrece por Chelmsford.

—No me diga —murmuró Rooster. Y, tras meditar unos momentos, decidió—: Bueno, la cosa suena bien, pero yo he intentado cobrar recompensas de los estados y también de los ferrocarriles. Le mienten a uno mucho más que las personas. Ya puede uno contentarse con que le paguen la mitad de lo que prometen. Y a veces no se cobra nada. De todas formas, parece extraño. Quinientos dólares es muy poca cosa por un hombre que mató a un senador.

—Bibbs era un senador sin importancia —replicó LaBoeuf—. Si no fuese porque parecería mal, no habrían ofrecido nada.

—¿Cuáles son las condiciones? —preguntó Rooster.

—Pagarán cuando el tipo sea condenado.

Rooster meditó esto último.

—Quizá tengamos que matarlo —dijo.

—Si nos andamos con ojo, no.

—Pero aunque no lo matemos, tal vez no lo condenen —dijo Rooster—. E incluso si lo condenan, para cuando lo hagan, puede haber media docena de reclamaciones por el dinero, presentadas por agentes menores de la ley, del Territorio. Creo que me quedaré con la chiquilla.

—Aún no ha escuchado lo mejor —advirtió LaBoeuf—. La familia Bibbs ofrece mil quinientos dólares por Chelmsford.

—¿Ah, sí? ¿En las mismas condiciones?

—No, en estas: solo hay que entregar a Chelmsford al sheriff del condado McLennan, en Texas. No importa que esté vivo o muerto. Pagarán en cuanto sea identificado.

—Eso ya me gusta más —dijo Rooster—. ¿Cómo repartiríamos el dinero?

LaBoeuf replicó:

—Si lo agarramos vivo, repartiré esos mil quinientos a partes iguales con usted y reclamaré para mí la recompensa estatal. Si tenemos que matarlo, le daré un tercio del dinero de los Bibbs. Eso son quinientos dólares.

—¿Y piensa quedarse para usted solo el dinero del Estado?

—He invertido casi cuatro meses en este trabajo. Creo que me lo merezco.

—¿Está seguro de que la familia pagará?

LaBoeuf contestó:

—Con toda sinceridad, debo decir que a los Bibbs no les gusta soltar dinero. Se agarran a él como el cólera se agarra a un negro. Pero supongo que tendrán que pagar. Han hecho declaraciones públicas y han publicado notas en los periódicos. Uno de los hijos, un tal Fatty Bibbs, quiere presentar su candidatura para el puesto del viejo en Austin. No tendrá más remedio que pagar.

De su chaquetón de pana LaBoeuf extrajo unos carteles de se busca y unos recortes de periódicos y los extendió sobre la mesa. Rooster los examinó durante unos momentos. Luego inquirió:

—Dime cuáles son tus objeciones, hija. ¿Quieres privarme de ganar dinero extra?

—Este hombre quiere llevarse a Chaney a Texas —dije—. Eso no es lo que yo deseo. Ese no fue nuestro acuerdo.

Rooster replicó:

—De todas formas, el caso es que lo atraparemos. Lo que tú quieres es que se le eche el guante y se lo castigue. Y eso es lo que nosotros queremos hacer.

—Quiero que sepa que se lo castiga por matar a mi padre. No me importa cuántos perros ni peces gordos haya matado en Texas.

—Eso puedes decírselo tú misma —replicó Rooster—. Puedes decírselo a la cara. Puedes escupirle y hacerle comer tierra. Puedes atarle una bola de hierro al pie y yo lo sujetaré mientras lo haces. Pero primero tenemos que atraparlo. Necesitaremos ayuda. Ya es hora de que te des cuenta de que no puedes salirte con la tuya en todo. Has de pensar en los intereses de los demás.

—Cuando pago por algo, quiero que ese algo se haga a mi gusto. ¿Por qué cree que le pago, si no va a hacer las cosas como yo diga?

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