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Authors: Charles Portis

Valor de ley (11 page)

Elegí mal el lugar de cruce porque las partes estrechas de un río son también las más profundas, y es en ellas donde la corriente es más rápida y las orillas más empinadas, pero todo eso no se me ocurrió en aquellos momentos; lo más corto parecía lo más conveniente. Salimos del río un poco más abajo y, como digo, la orilla era empinada y Negrillo se vio en apuros para subir por ella.

Cuando estuvimos ya en tierra firme, tomé de nuevo las riendas y Negrillo se sacudió a gusto. Rooster, LaBoeuf y el del ferry nos miraban desde la cubierta. Habíamos cruzado más deprisa que ellos. Yo me quedé donde estaba. Cuando se bajaron del ferry, LaBoeuf me gritó:

—¡Te digo que te largues!

Yo no contesté. Él y Rooster conversaron.

Pronto resultó claro cuál era su juego. Montaron rápidamente y comenzaron a alejarse al galope, pretendiendo dejarme atrás. Era un plan muy estúpido, porque unos caballos tan cargados de hombres y pertrechos nunca pueden correr más deprisa que un poni con una carga tan ligera como la que llevaba Negrillo.

Tomamos dirección noroeste por el camino de Fort Gibson, si es que a aquello podía llamarse camino. Estábamos en la Nación Cherokee. Negrillo iba a una marcha desacompasada, y lo hice ir más deprisa y luego más despacio hasta que emprendió un medio galope que resultaba más agradable para él y para mí. Era un caballo espléndido y con fibra. Se notaba que estaba muy satisfecho con aquella salida al exterior.

Cabalgamos así durante algo más de tres kilómetros. Negrillo y yo seguíamos a los dos hombres a cosa de cien metros. Al fin, Rooster y LaBoeuf comprendieron que no estaban ganando terreno y pusieron sus caballos al paso. Yo hice lo mismo. Al cabo de un par de kilómetros, se detuvieron y desmontaron. Yo también paré, guardando las distancias, y siguiendo en la silla.

LaBoeuf gritó:

—¡Acércate! ¡Queremos charlar contigo!

—¡Pueden hablar desde ahí! —repliqué—. ¿Qué tienen que decir?

Los dos hombres conversaron de nuevo. Luego LaBoeuf volvió a gritarme:

—¡Si no te vuelves por donde has venido, voy a darte una azotaina!

No contesté.

LaBoeuf cogió una piedra y la arrojó en mi dirección. Quedó corto por casi cincuenta metros.

—¡En mi vida he visto cosa más estúpida! —dije. LaBoeuf preguntó:

—¿Es eso lo que quieres, una azotaina?

—¡Usted no va a azotar a nadie! —grité. Otra vez hablaron un rato más entre ellos, pero no pareció que llegasen a ningún acuerdo, y al cabo de unos momentos montaron en sus caballos y se pusieron de nuevo en movimiento, a velocidad mucho más reducida.

Por el camino iba poca gente, solo algún indio a caballo o en muía, o una familia en carreta. He de reconocer que tenía un poco de miedo de ellos, aunque, desde luego y como pueden ustedes imaginarse, no se trataba de salvajes comanches de pintados rostros y exóticas vestiduras, sino de creeks, cherokees y choctaws bastante civilizados, procedentes de Mississippi y Alabama, que habían poseído esclavos y luchado por la Confederación y que vestían ropas compradas en los almacenes. Tampoco su actitud era seria ni grave. A mí me parecieron más bien alegres y animados, y al pasar saludaban y deseaban buen viaje.

De vez en cuando, perdía de vista a Rooster y a LaBoeuf cuando coronaban una cuesta o rodeaban un macizo de árboles, pero al cabo de unos instantes volvía a tenerlos en mi campo visual. No temía que se me escapasen.

Ahora diré algo respecto a la región. Hay gente que piensa que el actual estado de Oklahoma es una gran llanura carente de árboles. Quienes creen eso se equivocan. La parte oriental (por la cual viajábamos) es montañosa y está bastante bien provista de robles, encinas y otros árboles de hoja perenne. Un poco más al sur hay también bastantes pinos, pero allí y en aquella época del año los únicos toques de verde eran los ofrecidos por los heléchos, los acebos y unos cuantos grandes cipreses. Había extensiones de terreno y pequeñas vegas y prados, y desde la cima de las colinas bajas podía, por lo general, divisarse una gran cantidad de terreno.

Entonces ocurrió. Yo cabalgaba distraídamente en vez de estar del todo alerta y, al coronar una cuesta, descubrí que el camino que tenía por delante se encontraba desierto. Golpeé con los talones los ijares del brioso Negrillo. Los dos hombres no podían estar muy lejos. Comprendí que preparaban alguna jugarreta.

Al pie de la colina había un macizo de árboles y un pequeño arroyo. No pensaba en absoluto que iba a encontrármelos allí. Creía que se habrían adelantado al galope. En el momento en que Negrillo cruzaba el arroyo, Rooster y LaBoeuf salieron a caballo de entre la vegetación y se colocaron inmediatamente frente a mí. Negrillo retrocedió y por poco me derriba.

En un instante, LaBoeuf desmontó y se puso a mi lado. Tiró de mí y me hizo bajar de la silla, colocándome boca abajo en el suelo. Me dobló un brazo por detrás y puso la rodilla en mi espalda. Yo pateé y me debatí, pero el enorme texano era mucho enemigo para mí.

—Ahora veremos cómo te las arreglas —dijo. Arrancó una rama de sauce y comenzó a subir una de las perneras de mi pantalón por encima de la bota. Pataleé violentamente para impedir que lo hiciera.

Rooster permaneció montado. Inmóvil en la silla, se limitó a liar un cigarro y a observar. Cuanto más pataleaba yo, más apretaba LaBoeuf su rodilla contra mi espalda, y no tardé en darme cuenta de que no podía hacer nada. Abandoné la lucha. Me dio un par de azotes con el mimbre y dijo:

—Te voy a dejar marcada la pierna.

—¡Se sentirá usted muy satisfecho! —grité. Luego comencé a llorar, no pude evitarlo, pero fue debido a la ira y la vergüenza más que al dolor. Pregunté a Rooster—: ¿Va usted a permitirle que haga esto?

Cogburn tiró al suelo su cigarrillo y dijo:

—No, no voy a permitirlo. Suelta ese rama, LaBoeuf. Ya es suficiente.

—Yo no opino igual —replicó el otro.

—He dicho que basta —insistió Rooster.

LaBoeuf no le hizo caso.

Rooster alzó la voz y repitió:

—¡Suelta esa rama, LaBoeuf! ¿No me oyes?

LaBoeuf quedó inmóvil y lo miró. Luego dijo:

—Voy a terminar lo que he empezado.

Rooster sacó su revólver de cachas de cedro y, tras amartillarlo con el pulgar, lo apuntó contra LaBoeuf.

—Eso es lo peor que puedes hacer, texano de las narices.

LaBoeuf, disgustado, soltó la rama y se puso en pie. Dijo:

—Desde el principio has estado de parte de esta mocosa, Cogburn. Bueno, pues no creo que estés haciéndole ningún favor. ¿Crees que esto es lo más adecuado? Yo te aseguro que te equivocas.

—Basta ya —dijo Rooster—. Monta en tu caballo.

Me sacudí el polvo de la ropa y me lavé las manos y la cara con la fría agua del arroyo. Negrillo estaba bebiendo del riachuelo. De pronto dije:

—Óiganme, se me ha ocurrido una cosa. Esta jugarreta que me han hecho me ha dado una idea. Cuando localicemos a Chaney, sería estupendo que lo atacásemos saltando de entre la vegetación y lo golpeásemos con palos hasta dejarlo sin sentido. Luego podríamos atarle las manos y los pies con cuerdas. Así lo cogeríamos vivo. ¿Que les parece?

Pero Rooster estaba furioso y se limitó a decir:

—Monta en tu caballo.

Continuamos nuestro viaje en pensativo silencio. Ahora los tres cabalgábamos juntos, adentrándonos en el Territorio, camino de lo desconocido.

Llegó la hora de comer, pasó y nosotros seguimos cabalgando. Estaba hambrienta y molida, pero seguí porque sabía que ambos hombres esperaban que me quejase o dijera algo que me delatase como una blandengue. Yo estaba decidida a no hacer nada que ellos pudieran reprocharme. Comenzaron a caer grandes copos de nieve, luego lloviznó y después salió el sol. Abandonando el camino de Fort Gibson, tomamos dirección sur y bajamos de nuevo hacia el río Arkansas. He dicho «bajamos». El sur no tiene por qué significar «abajo» ni el norte «arriba». He visto mapas llevados por emigrantes que se dirigían a California en los que el oeste figuraba en la parte alta, y el este, en la baja.

Nos detuvimos en una tienda de la orilla del río. Tras ella había un pequeño transbordador.

Desmontamos y atamos nuestros caballos. Me sentía las piernas temblorosas y débiles, y andaba un poco vacilante. No hay nada que agote más que un viaje largo a caballo.

Frente al porche de la tienda había atada una muía negra. Llevaba un cordel de algodón en torno al cuello, bajo la quijada. El sol había hecho que el húmedo cordón se encogiese y se pusiera tirante, y la muía estaba casi asfixiada. Cuanto más se debatía por llevar aire a sus pulmones, más empeoraba las cosas. Dos muchachos con aspecto de granujas estaban sentados en el porche, riéndose de las angustias de la muía. Uno de ellos era blanco, y el otro, indio. Tendrían unos diecisiete años.

Rooster cortó el cordel con su cuchillo y la mula volvió a respirar a gusto. La agradecida bestia comenzó a ir de un lado a otro, sacudiendo la cabeza. Un tocón de ciprés servía de peldaño hasta el porche. Rooster subió primero y, acercándose a los dos chicos, los empujó con la suela de su bota, haciéndolos caer en el barro.

—¿A eso lo llamáis divertirse? —preguntó.

Los dos muchachos se quedaron sorprendidísimos.

El tendero era un tal Bagby, y estaba casado con una india. Habían comido ya, pero la mujer nos calentó un poco de pescado que les sobraba. LaBoeuf y yo nos sentamos a una mesa, junto al fogón, y comimos mientras Rooster hablaba con el tal Bagby en la trastienda.

La india hablaba en buen inglés y, para mi sorpresa, me enteré de que ella también era presbiteriana. Un misionero la había educado en esa religión. ¡Qué predicadores teníamos en aquellos días! Se tomaban realmente al pie de la letra lo de «por los caminos y por los vallados»
[14]
. Mrs. Bagby no era presbiteriana de Cumberland, sino que pertenecía a la Iglesia presbiteriana del sur. Ahora yo también soy miembro de esa Iglesia. Nada tengo que decir contra los de Cumberland. Rompieron con la Iglesia presbiteriana porque no creían que un predicador necesitase mucha educación formal. Eso está muy bien, pero no se muestran muy sensatos en lo de la predestinación. No la acaban de aceptar. Confieso que es una doctrina dura y que va en contra de nuestras terrenales ideas sobre el juego limpio, pero no veo forma de rebatirla. Lean la primera epístola a los Corintios (6, 13) y la segunda a Timoteo (1, 9-10). Y también la primera de san Pedro (1, 2; 19, 20), y a los Romanos (11, 7). Ahí tienen. Eso satisfizo a Pablo y a Silas y me satisface a mí. Y también les ha de satisfacer a ustedes.

Rooster acabó su charla y se unió a nuestra comida. Mrs. Bagby envolvió un pedazo de pan de jengibre para que yo me lo llevase. Cuando salimos de nuevo al porche, Rooster volvió a tirar a los dos muchachos al barro. Luego preguntó:

—¿Dónde está Virgil?

El chico blanco replicó:

—Él y Mr. Simmons se han marchado a buscar reses descarriadas.

—¿Quién pilota el transbordador? —Johnny y yo.

—No parece que tengáis suficiente sentido común para conducir una embarcación. Ninguno de los dos.

—Sabemos hacerlo.

—Entonces, vamos.

—Mr. Simmons querrá saber quién soltó a su muía —dijo el muchacho.

—Dile que ha sido Mr. James, un inspector bancario, del condado Clay, Missouri —replicó Rooster—. ¿Te acordarás del nombre?

—Sí, señor.

Llevamos a nuestros caballos hasta la orilla. El transbordador era una cosa destartalada y llena de agua, y los animales se mostraron remisos a subir a él. No pude criticarlos. LaBoeuf tuvo que vendarle los ojos a su velludo poni. Sobre las medio podridas maderas apenas cabíamos todos.

Antes de iniciar la travesía, el muchacho blanco preguntó:

—¿Ha dicho James?

—Exacto —replicó Rooster.

—Dicen que los de la pandilla de los James son hombres muy delgados.

—Uno de ellos se ha echado kilos encima —dijo Rooster.

—No creo que sea usted ni Jesse ni Frank James.

—La muía no irá lejos —comentó Rooster—. Espero que corrijas tu comportamiento, muchacho, porque si no, una noche oscura regresaré, te cortaré la cabeza y dejaré que los cuervos te saquen los ojos a picotazos. Y ahora, tú y tu amigo, ya podéis llevarnos a la otra orilla. ¡Y daos prisa de verdad!

Una niebla fantasmal flotaba sobre el río y nos envolvía, llegando hasta la altura de las caderas, mientras desatracábamos. Los dos muchachos, aun siendo obtusos y malintencionados, sabían llevar la embarcación con bastante arte. Lo empujaron todo el trayecto utilizando una cuerda que había tendida entre los árboles, uno en cada orilla. Como el sentido de la marcha era río abajo, la corriente hizo casi todo el trabajo. Se nos mojaron los pies y me sentí muy aliviada al desembarcar de aquel armatoste.

El camino que tomamos una vez en la orilla sur apenas era más que un sendero de cabras. La vegetación se cerraba sobre nosotros por arriba y por los lados y las ramas nos arañaban y golpeaban. Yo iba la última y creo que me llevé la peor parte.

Esto es lo que el tal Bagby había dicho a Rooster: a Lucky Ned Pepper se le había visto tres días antes en el almacén de McAlester, en el tendido del ferrocarril M. K. & T. Sus intenciones eran desconocidas. Iba allí de vez en cuando a visitar a una mujer de vida airada. Un ladrón llamado Haze y un mexicano, habían sido vistos en su compañía. Y eso era todo lo que sabía el hombre.

Rooster dijo que sería muy conveniente que pudiésemos atrapar a la banda de ladrones antes de que se alejaran de la vecindad del almacén de McAlester y volviesen a su escondite entre la maleza de las montañas Winding Stair.

LaBoeuf preguntó:

—¿Cuánto falta para llegar a casa de McAlester?

—Casi cien kilómetros —replicó Rooster—. Hoy recorreremos otros veinticinco y mañana nos pondremos en marcha bien temprano.

Yo hice una mueca ante la idea de tener que cabalgar otros veinticinco kilómetros aquel día, y Rooster se volvió hacia mí en aquel momento y advirtió mi expresión.

—¿Qué te parece esta caza de mapaches? —preguntó.

—No hace falta que se vuelva a mirarme —contesté—. No pienso despegarme de ustedes.

LaBoeuf inquirió:

—Pero ¿no estaba Chelmsford con Ned?

—En el almacén de McAlester no lo vieron con él. Seguramente, en el asalto al correo los dos estaban juntos. O mucho me equivoco, o Chelmsford no andaría muy lejos. Por la forma en que Ned reparte los beneficios de sus golpes, estoy seguro de que el muchacho no se hizo con lo suficiente para emprender largos viajes.

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