Read Una tienda en París Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (17 page)

—Yo ya veo todo en gris. La edad, supongo, se encarga de mezclar los colores. Y estas malditas cataratas que me velan la vista.

Quise evitar la nostalgia que apareció en sus ojos. Eché vino en las dos copas y levanté la mía para invitarle a brindar.

—Creo que voy a poner también una pequeña colección de objetos para novias, coqueterías para el día más feliz de sus vidas…

—¿Es ese el día más feliz?

—Supongo.

—¿Está casada?

—No, soltera.

—Entonces, ¿cómo sabe si es el día más feliz de una mujer?

—Si todas lo dicen… La verdad es que… para mí —dije clavando la mirada a través del ventanal—, mi día más feliz fue…

Me acordaba perfectamente de cuál había sido el día más feliz de mi vida, pero también me venía a la mente el más infeliz. Así que decidí cortar en seco para quitarme de la cabeza a Laurent.

—¿Esa carpeta?

—Son los documentos que he recopilado para usted de Alice Humbert.

CAPÍTULO 19

Ërno Hessel rellenó mi copa de vino tinto. Temí manchar mi vestido blanco, sabía que no era el más apropiado para comer con un desconocido, pero estaba tan feliz que quería ser un foco de luz.

—Su cuadro acabará colgado en un museo.

—Qué vergüenza que me vean todos.

—No se la reconoce, Alice, ya sabe la técnica del polaco…

—Es muy raro.

—… sé de qué habla. Su conducta no es ética.

—No sabría qué decir.

—No diga nada.

—Llevo muchas semanas trabajando como modelo en su estudio.

—¿Y? ¿Se ha planteado dejarlo?

—De momento es mi trabajo, entiendo que no es…

—No se justifique, gracias a él estamos aquí. ¿Qué importa ahora?

—Al principio me parecía terrible, si no hubiera sido por la estufa que calentaba mis músculos, habría estado entumecida desde la primera sesión y me habrían echado. No es fácil. El maestro tampoco lo hizo fácil…

—Es un frívolo que va de duro.

—Es Kisling, ya sabe.

Callamos un segundo como si los dos tuviéramos la misma información y las mismas ganas de olvidarla. Escondí mis manos bajo la mesa como una niña, él se llevó la copa a los labios, bebió un sorbo y me miró fijamente. Hasta ese momento no reparé en sus ojos. Dos pinceladas verdes que reflejaban en sus pupilas todo el escenario exterior. Vi el Sena en sus ojos. Estaban llenos de silencio.

—Usted es más bella que ese lienzo.

—Gracias.

—Todos los que han visto su retrato en mi salón han elogiado su belleza… y la magnífica obra. Kisling acabará siendo un grande si deja de estar siempre a la sombra de Modi.

—¿Usted cree?

—Ërno. Yo la llamo Alice, ¿no? Llámeme Ërno…

En ese precioso instante en que él y yo empezamos a llamarnos de tú supe que era el hombre que marcaría mi vida para siempre. De hecho, al brindar, dijo algo en húngaro, el vino se vertió ligeramente sobre mi falda y su firma quedó estampada como un pagaré a tiempo incondicional sin fecha de vencimiento ni razón social.
En virtud del momento el pago del amor se realizará hasta la fecha prevista, el avalista se convierte en deudor solidario con el avalado, el tomador está obligado a recibir un pago parcial del pagaré; pero retendrá el documento en su poder
. «Perdón, Alice, no sé lo que me está pasando, me ha temblado la mano», o bien «discúlpeme, he sentido un pánico momentáneo a la hora de brindar». ¿Qué nos dijimos? ¿Importa que no lo recuerde? También yo me sobresalté, también sentí el sonrojo, estaba encogida ante la emoción y no sé qué dijo él, no sé qué dije yo, algo digno de dos chalados, algo que sonaba a fantasía, un fragmento de felicidad, un trastorno atropellado a la hora de brindar, lo más probable. Deseé que desaparecieran las voces de los camareros ofreciendo su ayuda y que volviera a caerme el vino.

El amor se firmó de rojo burdeos.

—Te has manchado… —comentó.

Intenté quitarle importancia.

—No es nada.

—¿Quieres que llame a un camarero? ¿Pido que te traigan un vestido?

—Es poca cosa, el vino es felicidad —contesté—. Creo que eso dicen.

—¡Manchémonos, pues!

—¿Qué?

—Solo estaba bromeando —me dijo, abriendo la boca en la sonrisa más maravillosa del mundo—. Si cogemos esas flores de la mesa a modo de ramo, podrás tapar la mancha al caminar cuando salgamos, parecerás una novia deslizándote entre las mesas.

No contesté. Se está bien callada a veces. Contemplé su mirada luminosa. Me preguntaba en qué estaría pensando. Me apreté las manos bajo la mesa, otra vez, y le pedí un deseo a mi santa, rogándole que ese momento fuera eterno.

Por eso sentí que debí haber guardado el vestido blanco para otra ocasión, que me había adelantado ofreciéndome vestida de novia. Las prisas por ser la primera por una vez en la vida. La urgencia por empezar de cero, las ganas de poner en blanco mis días, mis emociones, mi corazón. Allí estaba yo, en el restaurante más caro de París, sentada ante una vida desconocida. Aguijoneada por el amor. La mancha iba expandiéndose en mi falda al mismo tiempo que me dejaba llevar, abandonada en sus pensamientos más que en los míos. Él estaba sentado con la espalda arqueada hacia mí, acurrucándome con su voz y su acento ronco. Volví a notar las lágrimas escociéndome los ojos.

El amor se extendía por mi falda hasta mi pecho.

Él estaba tan seguro hablándome de la gran bodega del restaurante que mi vida entró en ebullición frente a aquella ventana de París en la que se veía la vieja Notre Dame y la torre de hierro de la Exposición. El monstruo de metal se me hizo hermoso en medio de tantas palabras. Sé que me habló de viajar, de sus libros favoritos, de sus amigos, de la arquitectura, de la vida de Montmartre y Montparnasse, de su gusto por el arte, por comprar a los nuevos pintores…, pero yo estaba en otro lugar. Todo era nuevo. Yo era nueva.

Inspiré profundamente y de repente me encontré contándole toda la historia de mi familia, de mi padre muerto, de los Fresnault, de mi niñez, de mi madre. Cuanto más hablaba, más se enternecía, su gesto era el de un doctor que sabe el diagnóstico. Me sentí culpable por no haber sido sincera, pero también me aliviaba no estar contando toda la verdad. Incluso fue mejor.

Cuando acabé de hablar, Ërno puso su mano sobre la mía.

Quise mirar de nuevo sus ojos pero sentí que la vergüenza me sobrevenía de golpe. Me giré hacia el ventanal y todo estaba en su orden, el París que no sabía de su existencia se mostró desnudo, como yo en el cuadro de la galería. Volví a temblar, esta vez por la realidad. El cristal reflejó su cara involuntariamente, me estaba mirando; a medida que yo disimulaba buscando los arcos de la catedral, él aparecía frente a mí, dibujado en la ventana, apocado y enamorado. Mirándome.

La mancha y el amor se habían extendido.

CAPÍTULO 20

Todavía estaba petrificada. Me levanté gradualmente para que no se notara mi pasmo y corrí al baño a mirarme la cara en el espejo. La alfombra de La Tour d’Argent sirvió de obstáculo a la hora de moverme con agilidad entre las mesas; de hecho, hizo que perdiera el equilibrio en numerosas ocasiones hasta que logré esconderme tras una de las puertas, sobrecogida por la información que acababa de escuchar de Ardisson. Me quedé en el baño abandonada ante la sorpresa. Escondida. Necesitaba estar sola.

«Repítame la fecha, por favor…».

No podía ser verdad o era una macabra casualidad. Abrí el grifo y dejé correr el agua durante unos minutos, me lavé las manos inclinada en el lavabo. Me asaltó la angustia, opresiva, a la que se añadió la impotencia por no saber qué decir, ni qué pensar, ni cómo actuar. Tragué saliva. Mamá decía que cuando se tienen pesadillas hay que encender la luz, pero la luz estaba iluminándolo todo. ¿Cómo reaccionaría el viejo pintor? ¿Y yo? ¿Cómo debía reaccionar yo…, confiada? ¿Tranquila?

«6 de septiembre de 1972».

Inspiré profundamente como me había enseñado el doctor para curarme el asma en la adolescencia. Respiré y exhalé con fuerza. Comencé a hacerlo con un ritmo más acompasado, me era imposible. Inspiré todo el aire que pude y espiré la cantidad que quedaba en mis pulmones. Otra vez. Hice mis ejercicios de cuello para relajar la tensión de la espalda. Cada vez que volvía a inspirar profundamente, sentía que me tragaba todas las casualidades de los últimos meses. «Es una coincidencia, Teresa…, es una coincidencia, Teresa, otra más… Estás bien, es la eventualidad de las fechas…, nada más…». Al cabo de un momento sentí que mi respiración era más relajada y que el pitido de la angustia que me había surgido del pecho como una asfixia era ya imperceptible incluso para mí.

Encendí un cigarrillo y esperé unos segundos antes de decidir salir del baño para incorporarme al postre. Tuve que estar así un largo rato. ¿Qué estaba pasando? ¿Podía ser todo una coincidencia de la vida? Una carambola de esas que nos pellizcan el destino y que nos voltean por completo como a campanas. Seguramente. Me incliné a pensar que la coincidencia de fechas era eso, una simultaneidad del azar. ¿Hasta qué punto mi destino estaba dominado por esa mujer? ¿Yo era su desencadenante? Avancé por el baño de un lado a otro reflejándome solitaria en los espejos de la pared como única compañía. No obstante, no podía evitar musitar palabras sin sentido: cartel, anticuario, París, tejidos, fotos, tienda…

«6… septiembre… 1972…».

Entonces tuve la necesidad de sentarme, tiré de una de las puertas y me dejé caer en el W. C. para esconderme un rato. «Esto es una casualidad de la vida».

Comencé a pensar en lo maravillosa que estaba siendo mi vida en París, en lo nueva que me sentía caminando por las calles como una extraña; visualicé mi ventanal, el del Sena, el agua bajando con calma, los crepes de L’Ébouillanté calientes, las librerías de antiguo, las ideas que tenía para mi tienda, mi nueva gabardina azul. Orientando mi pensamiento hacia el color azul de la tela, hacia lo agradable que fue la dependienta, el aroma al entrar en la boutique. Y de pronto…

Un ruido.

La puerta principal del lavabo se entreabrió y escuché las pisadas de una mujer accediendo al tocador, que enmudecieron al acercarse a mi reservado. Mi corazón palpitó más fuerte en ese momento. Inspiré profundamente y comencé de nuevo mis ejercicios de respiración. Los nervios se hundieron en mi pecho y contuve el aliento. «¿Es ella?» Era la misma punzada que tuve cuando me quedé mirando el cartel de Alice en el anticuario de Madrid y supe que mi vida me daba un toque de atención decisivo. La mujer estaba quieta frente a mi puerta, la sentía porque me vino el aroma de un perfume antiguo, viciado por el tiempo. Estaba a menos de dos metros de mí, procuré no hacer ruido para parecer invisible. Bastaba con toser o con salir decidida de ahí dentro para saber quién estaba envolviéndome con su perfume… ¿Por qué tenía miedo?

Apoyé mis manos en la puerta del baño y me incliné para escuchar su aliento, sin embargo, solo pude oír el mío. La música del piano llegaba hasta allí dentro a pesar de los cortinajes de terciopelo que cubrían todo el pasillo de entrada a los excusados que relativamente insonorizaban la sala. ¿Qué hacer? No se escuchaba nada, ni su voz, ni el uso de los grifos, ni la puerta golpeándose al salir. Sin embargo, seguía allí dentro y seguía sin moverse. Mi pavor era que ella fuera… ella. Las notas lejanas del piano me relajaron. Al cabo de un momento sentí que mi corazón latía con mayor sosiego.

Esperé unos segundos y decidí salir del W. C. «Ahora salgo directamente y me la encuentro. No pasa nada. Saldré para lavarme las manos. Nos vemos, nos saludamos y respiro aliviada». Puse la mano en el pomo, giré sin brusquedad y salí.

¡¿Cómo?!

Me retorcí buscando en todas direcciones. «¡Nada!» «¡Nadie!» La única mujer que estaba en el baño era yo, reflejada en los espejos. Me lancé a las otras puertas y todas estaban vacías, no había nadie y el aroma seguía, mitigado ahora por mis movimientos en círculo buscando nada. Tuve que mojarme la cara con agua fría.

«Alice Humbert murió el 6 de septiembre de 1972». Las palabras de Mathieu Ardisson seguían en mi cabeza.

Mis miedos de niña se manifestaron de golpe para hacerme sentir absurda, irracional, pero, sobre todo, inmovilizada ante lo invisible. En ningún momento tuve sensación de espanto, pero comencé a sospechar que aquella presencia femenina tenía un sentido en mi vida más importante de lo que pudiera imaginar. Comencé a avanzar despacio para salir del baño, en el fondo tampoco había pasado tanto tiempo, no tenía que inventar ninguna excusa cuando me sentara de nuevo con mi confidente. Mi pensamiento estaba ahora más volcado en Alice que nunca; tenía su cartel, conocía su cara, tenía sus fotos y, ahora, sabía cuál era su perfume. Antes de cerrar la puerta del baño vi por el rabillo del ojo los espejos barrocos del tocador. En el reflejo observé unos ojos llenos de inquietud, tal vez poco alegres, pero reflejaban mucha serenidad. Eran los ojos de una mujer feliz.

Era yo.

Salí del baño hacia el salón, donde me esperaba el señor Ardisson.

CAPÍTULO 21

—Respecto a ese dato querría decirle algo…

—¿Sobre la fecha de su muerte? —me interrumpió Ardisson.

—Sí.

Un silencio.

—¿Sabe que ese día… nací yo? Nací el 6 de septiembre de 1972.

—Hermosa coincidencia.

—No creo que la palabra para definirla sea
hermosa
—me enfadé—. Macabra tal vez. ¿No le sorprende?

—¿Por qué me había de sorprender?…

—Es el mismo día, el mismo mes, el mismo año.

—La casualidad nos da siempre lo que nunca se nos hubiese ocurrido pedir.

La cabeza no dejaba de darme vueltas, en mi mente los mismos pensamientos. Resulta increíble cómo la incapacidad de comprender una situación puede generar tanto estrés. Mathieu me puso más vino en la copa y señaló con el índice una de las fotos.

—Fíjese en su cara. Y fíjese en la de este cuadro —dijo intentando redirigir la conversación—. Alice Humbert fue la modelo anónima de muchos pintores del Montparnasse de entreguerras. Su cara incluso es reconocible en muchos lienzos del Museo de Arte Moderno de París. ¿Se ha fijado en la similitud de las caras?

Asentí mientras él seguía.

—He estado en el museo estos días para hacer algunas comprobaciones, me lo conozco de memoria y muchos de esos alocados pintores tenían a las mismas modelos, que se pasaban de unos a otros como quien se pasa el vino para brindar en una cena. Estoy seguro de que esta mujer estuvo posando tanto para Kisling como para Modigliani, Pascin y alguno más de la pandilla de Le Dôme. Estuvo con los grandes durante su apogeo y su decadencia. El arte cambió a una velocidad de escándalo, todo era pura evolución. Los años treinta, los cuarenta, la fotografía, el cine… Antes le he dicho que murió el 6 de septiembre de 1972…

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