Read Una tienda en París Online

Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (15 page)

—¿Se gusta?

—Hola, señor Kisling.

—Hola, mademoiselle Humbert.

—¿Soy yo?

—Claro que es usted.

Me giré hacia el lienzo.

—Parece que ha olvidado las horas posando en el taller…

—Oh, no, no.

—¿Le extraña verse así?

—¿Desnuda?

—Desnuda, sí.

—Me siento avergonzada en medio de tanta gente, pero confío en que no me reconozcan…

—Se equivoca. Su belleza está eclipsando mi obra de arte.

—No tengo conciencia de ser una obra de arte.

—Su físico es poderoso.

—Gracias, señor Kisling.

—Es el centro de atención. Ha hecho que todos parezcamos obreros de la construcción al lado de tanta hermosura. Está esplendorosa. Brillante. ¿Verdad? Thora ha acertado llevándola al
atelier
de Jeanne. Sabe cómo hacer refulgir la luminosidad de una dama.

La voz de Kisling era distinta al lado de su mujer, la hija del general. Ella se volvió con expresión de fastidio y se unió a otro grupo de invitados. Yo no me pude resistir.

—Ha pasado de llamarme
puta
a decir todas esas palabras…

—No ha dejado de serlo. Pero solo lo sé yo.

Y eso fue todo porque en ese momento le reclamó su mujer. Las lágrimas me escocían en los ojos, apreté los labios para que no salieran, no quise ni parpadear. Volví a dirigir la mirada hacia el cuadro. La sala me daba vueltas, y estuve a punto de desmayarme de ansiedad, mientras el pintor y los críticos de arte que aplaudían sellaban ventas e intercambiaban elogios. Kiki me miró entre la gente. Me mantuve en mi sitio. El cuadro estaba ahí, frente a mí. Reflejando mi nueva vida: desnuda. Yo me di cuenta de que por muchos vestidos de Lanvin que cosieran para mí, alfombras mullidas que colocaran bajo mis pies, champán que mojara mis labios, aplausos que llenaran la sala…, seguía siendo la chica de Mouffetard. La puta que servía desnuda para los artistas. La que posaba en cueros junto a la estufa. La que sonreía si lo pedían, se vestía si querían, se quitaba la ropa si lo exigían y se dejaba penetrar. No era nada más. No sé si volví a sonreír nunca más. Escuché la voz de Kiki acercándose.

—Alice, ¿estás bien?

La gente continuó la fiesta ajena a como yo me sintiera en aquel momento. No era más que una chica de París a la que de la noche a la mañana habían puesto nombre y físico. Me habían robado la ingenuidad. Qué estúpida. Pensaba que metida en un Lanvin de muchos francos iba a pasar a ser una de aquellas señoras que sonreían mientras tapaban sus escotes con tules. Yo estaba desnuda en medio de la sala, expuesta en un lienzo que todos contemplaban y valoraban. Mi puerilidad en cueros era carne para aquellos lobos que comían bisté crudo.

Título de la obra:
Mujer joven desnuda
.

Técnica: óleo.

Año: 1918.

Autor: Kisling.

Estado de ánimo:…

—Te noto triste.

Era Treize, que se acercaba con Kiki.

—No te preocupes por mí —les dije, secándome una lágrima absurda de la mejilla—. No pasa nada. Todo está bien. Debe de ser el vértigo.

—Te quiero, Alice, me caes muy bien —me dijo Kiki reconfortándome—, coge una copa y olvida lo que te pase.

—Debería hacerte caso.

—Por supuesto que debes hacerme caso.

—¿Qué me queda, no?

—Báñate en esta orgía de éxito. Aprovéchate de ello. Sumérgete en sus vanidades y saca todo el provecho que puedas. Nadie se va a preocupar de nuestros estados de ánimo.

Treize asintió.

—Una vez aquí, me refiero a este mundo de bebidas, modelos y pintores, no nos queda más que seguir subidas a los tacones. Haz, de la necesidad, virtud. Nos tienes a nosotras. Sé que esto te resultará extraño, pero yo vengo del inframundo de Francia, he comido en los peores sitios, he mendigado para salir adelante, he enseñado los pechos por cuatro monedas para estar viva. Has tenido la suerte de ser bella, ¡aprovéchalo! ¡Aprovéchate de ellos! ¡Qué más da!

Mis ojos seguían escociéndome por el bofetón moral de Kisling.

—No somos más que modelos.

—Lo sé. No soy nadie.

—No, no, no. ¡Te equivocas! —exclamó Kiki comiéndose la vida con los ojos—. ¡Lo somos todo! Ahora nosotras somos las dueñas. Para ellos somos trozos de carne que enseñamos los pechos, el sexo, las piernas… ¿Y?

—No sé —le dije—. No sé qué decir.

—Ellos son el camino para abandonar el lugar de donde venimos. No has podido entrar mejor en Montparnasse. Este es el centro del mundo, todos quieren pintarte, hay fotógrafos mendigando para que seas una de las modelos, la propia Jeanne Lanvin está entusiasmada con que tú lleves hoy este vestido. La exposición es un éxito. Y… ¡mírate!

Kiki me giró hacia la parte amplia de la sala ante la complicidad de Treize.

—¡Mírate! —exclamó señalando el gran lienzo—. Esa eres tú, esa es la nueva Alice.

La nueva Alice. Es como si estuviera ante otra mujer.

—¡Olvídate de la otra!

Me sentí abrumada, al mismo tiempo que extraña ante sus palabras. Las tres entrelazamos las manos y, cada una a uno de mis lados, nos metimos de lleno en la fiesta.

Levanté la mirada, apretando todavía mi mano a mis amigas. El polaco, Kisling, estaba de pie, bajo mi desnudo. A su lado pude ver a Modi, que me miraba borracho, como siempre, hasta sus últimos días de vida. Tras ellos estaban los coleccionistas, de dos en dos, comentando afectados «la obra». Me vi con otros ojos, tragué la copa de un sorbo y me convertí en la mujer que querían que fuera. Durante un largo rato jugué a ser distante, a coquetear con los desconocidos clavando la mirada en sus miradas, los señores empezaron a salivar cuando pedía paso en busca de alguien que me ofreciera fuego, se abalanzaban en busca de tabaco y estiraban sus manos tendiéndome con ímpetu sus pitilleras abiertas como joyeros resplandecientes; las señoras empezaron a detestar mi lascivia y mi forma de llevar erguida la espalda, puro temor convertido en osadía. Todo fue cuestión de minutos. Me arrastré hasta la obra tirando de mi pequeña cola marfil que servía de bandera para que me hicieran sitio, primero fue un estorbo, luego fue convirtiéndose en una forma de que me abrieran paso creando una atmósfera de diva que por dentro me provocaba carcajadas, por fuera, extrañeza. Pensé en mi madre y yo sentadas ante la chimenea pelando patatas para hervirlas en el fuego, en el olor de su ropa, en el calor de sus besos al acostarme. A ella le gustaba abrigarme y peinarme por las noches, a mí también. Yo me sentaba entre sus piernas revolviéndome ante sus tirones, incómoda y al mismo tiempo feliz.

Ahora sentí otro ligero tirón de pelo. Muy distinto.

—¿Qué pasa? —dije girándome.

—¿Vas a estar tan distante?

Kisling iba borracho de éter. Se me puso encima, olía a alcohol tanto como su taller a aguarrás. Me agarré a la tela de mi vestido para seguir erguida en medio del gentío. Algo en su mirada me resultó tan sucio como su peste. Me sentí violentada y recordé todo lo que me habían dicho Kiki y Treize. Le pisé con fuerza y cuando se acercó a besarme en la oreja le mordí el cuello. «¡Puta!», vociferó. A nadie le sonó extraño. A mí me sonó indiferente. Había tanto ruido que muchos ni se dieron cuenta y los más cercanos rieron la gracia. Empezó a quejarse como una niña y me giré hacia la multitud más erguida que antes. Justo en ese preciso instante se hizo de día. Algo en mi estómago revoloteó.

—Soy su nuevo dueño.

—¿Cómo? —titubeé.

—Acabo de comprar su lienzo. Me presento. Me llamo Ërno Hessel.

CAPÍTULO 16

Un sonido me sobresaltó. Era mi móvil. El teléfono estaba sonando en el salón y yo todavía estaba tirada en la cama con las fotos pensando en la última vez que había estado acompañada entre unas sábanas. Unas veces por exceso de protección, otras por pudor, otras por recuerdos que riegas sin agua… Todo araña. Acabas tapando el pasado con capas de maquillaje como cuando ocultaba mis pecas con base oscura para no parecerme a la nívea de mi tía. El dolor no hay manera de maquillarlo. Es lo que tenemos las mujeres con el corazón cosido con hilo gris, el mismo gris de aquel uniforme del Liceo Francés, que un día hasta el azul de los ojos empieza a parecer ceniza. Me levanté corriendo, procurando no tirarlas al suelo. La luz del sol estaba iluminando el salón como uno de esos días luminosos que regalan los dioses a París después de nubes y lluvias. Descolgué.

—¿Sí? Soy Teresa.

Era el señor Ardisson, que me proponía quedar a almorzar en La Tour d’Argent. Un extraño pálpito me erizó la piel al escuchar el nombre. Jamás había comido en ese restaurante porque me parecía el típico exceso parisino propio de turistas con dinero, pero algo se puso a flotar en mi mente.

—¿La Tour d’Argent? —repetí.

—Le gustará. Creo que es el lugar en el que más sentido tiene lo que quiero contarle. ¿No ha venido a vivir el París de las películas? Pues este es un
must
de París.

—Me parece perfecto. ¿A la una?

—Sí.

Me apoyé sobre el alféizar de la ventana. Él parecía más interesado que yo, ¿por qué? Las palabras entraban y salían de mi mente flotando, algunas lúcidas, muchas aleatorias, otras incoherentes. Yo no acababa de entenderlo, pero inhalé hondo y me refugié en las vistas que tenía enfrente. El Pont de Sant-Louis estaba como una pieza de puzle encajado entre dos grandes porciones ya ensambladas de ciudad. Yo estaba empezando a encajar las mías. Todo parecía coger forma y me emocionaba tanto como esos rayos de sol que se reflejaban en el pavimento resplandeciente.

—Además, le pilla cerca. Está justo en el quai de la Tournelle. Lo puede ver desde su casa.

—Lo puedo ver… —miré hacia el muelle—. He pasado alguna mañana por la puerta paseando hacia Notre Dame.

—No crea que tengo muchos más datos —me dijo, abriéndome todavía más la inquietud—. Seguro que le sirven para algo.

—De acuerdo, a la una en La Tour.

Noté cómo algo vibraba dentro de mí, como si hubiera descubierto un sonajero en mi estómago. Sentí un calor extraño.

«La Tour d’Argent…».

Luego me puse la música de Françoise Hardy, una de esas canciones que me habían asaltado en Madrid de forma extraña como un aviso de que la vida estaba empezando a cambiar como una escala musical. Esta vez estaban sonando en el lugar apropiado, París; no hay nada más bonito que estar en medio de tus sueños y sentir que no duermes, que sigues despierta. Yo estaba así. Despreocupada y preocupada al mismo tiempo. ¿Sabes cuando sientes que algo va a pasar? ¿Conoces esos nervios? ¿Ese aviso? Algo más. Ese cosquilleo me tenía revuelta desde que llegué a mi nueva ciudad, y lo más difícil de explicar es que, al mismo tiempo que deseaba que se acabara la incertidumbre, estaba nerviosa por dejar bullir la excitación y disfrutar de ella… Tampoco es muy extraño. La emoción que se siente la primera vez que abres una puerta, esa sacudida al estrenar una calle, al probar un plato, el estremecimiento al sentirse conmovida por un monumento que solo has visto en fotos, en el cine, el efecto que produce sentirse nueva, hacer la primera foto, oler el primer café, colarse por una calle que no conoces, miedosa de perderte, curiosa; todo sucede en tu piel, todo es efervescente, caminas impresionada por la sorpresa, como los niños ante un juguete sin abrir, como un beso primero…, todo eso no vuelve a sentirse nunca. Nunca, nunca, nunca.

Nunca, nunca, nunca. Nunca aparece una primera vez.

Así caminaba yo esos días por París, como una cría con la sonrisa de estreno. ¿Cómo podía haber tardado tanto en venirme a vivir? ¿Cómo podía haber dejado pasar tantos años baldíos? ¿Qué había hecho durante tanto tiempo? Tanta pereza, tantos miedos, tantas inseguridades. Estaba anestesiada y me había despertado… Dormir no sirve de nada si no es para soñar.

No me canso de recordarme en ese preciso instante. París y yo. Cierro los ojos y vuelve a sonar la música que invadió mi casa.

Je ne sais pas qui tu peux être, je ne sais pas qui tu espères, je cherche toujours à te connaître et ton silence trouble mon silence

Me arreglé para mi encuentro con el señor Ardisson. Algo tenía que decirme.

CAPÍTULO 17

Desperté en casa de Kiki a la mañana siguiente a la exposición de Kisling. El sonido del café me puso en marcha. Alcancé a ver la luz de aquel día desde la cama.

—Qué buen día hace…

—¡Uuuuhhh!
C’est Paris!

Hizo un gesto de dolor.

—Creo que todavía estoy borracha.

—No me extraña.

—¡Aaahhh! ¿Quién fue la que se acercó a un gran señor ayer por la noche? —me soltó—. ¿Fui yo?

Kiki conseguía sacarme una sonrisa con tanta vitalidad.

—No, no fuiste tú. Fui yo.

—Y ¿quién era ese señor?

—Ërno Hessel. Un arquitecto húngaro.

—Vaya con la muchachita recién llegada a la vida, vaya, vaya.

Podía notar todavía el temblor bajo mi piel. Se suponía que solo había sido una conversación de un comprador de una obra a la venta y una modelo. Se suponía que solo habíamos departido un momento. Se suponía que únicamente me había contado el porqué de su compra. Se suponía que solo tenía interés en ese gran cuadro del polaco que llenaba de colores la sala.

—Vamos, Alice —me animó Kiki, sirviéndome café—. Ese momento en que se acercó cuando huías de Kisling fue maravilloso. La sala parecía haberse quedado muda. ¡Pequeña! Te miró como se mira cuando hay deseo. ¡Si lo sabré yo!

—Nos sonreímos.

—¡Nos sonreímos! ¡Venga, Alice! Si tu cara de cenicienta pasó a ser la de la gran condesa de Greffulhe.

—¿Qué dices?

—Cuando se mira con interés… se mira de otra manera, pequeña Alice.

—Yo miraba porque estaba nerviosa por la situación.

—Ja, ja, ja. Nerviosa por la situación. Obviamente, la situación era romántica y sexual hasta el infinito.

—¡Estás borracha!

—El brillo de tus ojos te delató. Los ojos son el documento más real que existe, no hay manera de engañar… y a Kiki de Montparnasse no se la puede engañar ni con todos los vestidos de Paul Poiret puestos a mis pies. ¡Ja! Y sí, también estoy borracha.

—No tienes principios.

—Tengo finales, que son más interesantes.

—¿Cómo?

—Eso. Déjate de remilgos.

—Mis principios no cambian de la noche a la mañana.

—Justo es a esas horas del alba cuando cambian los principios…

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