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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

Una tienda en París (25 page)

—Haz caso a mamá —balbuceé sabiendo que no me escuchaban. A los ojos de cualquiera que pasara por allí, yo era una extraña que vagabundeaba.

Recogí todas las prendas de mi madre del pequeño armario que tenía a los pies de su cama como una autómata, intentando evitar emociones y dejarme llevar por la lamentación que cada prenda me evocaba; ayudé a los señores Fresnault regalándoles algunas de nuestras humildes pertenencias y cerré con llave la puerta. Antes de salir me quedé apoyada en la pared, en un llanto infantil que no aliviaba ninguno de mis lamentos. Me habría gustado que fuera un sueño del que despertar, pero allí no estábamos más que yo y mis arrepentimientos. Las lágrimas no me dejaban escuchar el silencio que salía de las habitaciones. No supe dónde mirar. Me concentré en mis manos, que se parecían mucho a las de ella. Cuando terminé de llorar me recompuse y bajé las escaleras sin hacer ruido para no llamar la atención de los vecinos. Era el final de una etapa. La mía y la de mamá. Me despedía de todo aquello que acababa con un beso en la frente, un café con leche caliente, un «abrígate, Alice», un abrazo intenso del que siempre quería zafarme para salir a la calle y que ahora, ahora, querría que fuera eterno. Siempre queremos el día cuando llega la noche. Siempre quise crecer. ¿Para qué?

Mientras regresaba a casa, pensaba en ella. Recordé un día en el que me detuve frente a una crêperie en la que empezaban a calentar las planchas y quise desayunar una de azúcar. Yo era una niña todavía y levanté mi mano para señalar mi antojo con tan mala suerte que apoyé los dedos en el hierro candente. El deseo resultó ser enormemente doloroso. Quizá en ese momento no me di cuenta del verdadero amor de mi madre cuando en mi angustia se metió mi mano en su boca para cicatrizar mi dolor con su saliva.

¿Cómo cicatrizaba ahora mi desconsuelo? No volviendo a pisar mi calle, ni mi casa.

CAPÍTULO 33

Semanas después, Kiki me anunció la llegada de Ërno de Nueva York. No sabía cómo se enteraba de todo, pero lo hacía antes que nadie. Me lo dijo mientras vaciaba su bolso en una mesa de Le Dôme y se repasaba con carmín rojo los labios.

—¿Qué vamos a hacer para celebrar la llegada de tu amor? —me preguntó mirándose en el espejito—. Si tuvieras otra cara deberíamos escaparnos a por Thora y Treize y buscar algún modelo con el que sorprenderle. Pero claro…, tú así…, ¡qué falta de vida!

—Tienes razón.

—Claro que tengo razón —dijo Kiki alzando una ceja—. Siempre te salvo.

—Me salvas.

—Sí, señorita. Thora tiene muy buen gusto y tú ahora has decidido ser una señorita. Es la más adecuada. Yo, al final, siempre acabo recomendándote demasiados escotes.

Kiki me miró, inclinó la cabeza condescendiente y parpadeó como una mariposa echando a volar. Una parte de mí quería volver a ser como aquella alocada tan genuina.

El cielo de París estaba limpio y azul. Anunciaba la llegada de Ërno, que siempre aparecía limpio y resplandeciente oliendo a perfume y jabón. Me sentí aliviada al ver que, aunque yo había mudado de piel, todo seguía igual: Kiki, el bullicio de nuestro club, el cielo, las calles, el cielo. Las muchachas aparecieron, no se sabe cómo, avisadas por mi amiga, era lo mejor: vivían por y para la felicidad.

—Bien, chicas —señaló Kiki como si ya supiera también que había que animarme cubriendo de frivolidad el dolor—. Hagamos que nuestra adorada Alice empiece a parecer la señora Hessel. La bellísima y educadísima señora de Ërno Hessel.

Asintieron, dejándose llevar por el ron que había pedido Kiki y por el ambiente festivo que siempre contagiaba la loca de Montparnasse.

—Hay que vestirla como si fuera la oficiala de la casa Chanel.

—No sé si será lo más adecuado —opiné sin éxito.

—¡Coco! Coco estará encantada de vestirla para la llegada de su amigo, ya sabéis que son íntimos.

—¿Coco Chanel y tu chico son íntimos? —preguntó sorprendida Treize, que nunca se enteraba de nada.

—Por supuesto —sentenció Kiki.

—De todos modos, si nos damos una vuelta por la otra orilla, podemos buscar algo que puede ser más divertido —apostilló Thora animada por un trago.

—Bueno…, hoy debería conformarme con estar presentable. Esto que llevo es bonito —me expliqué—. No quiero parecer que es el baile de julio, sed sensatas.

Kiki volvió a arquear una ceja.

—Si cambio este estado de ánimo, bastará para el recibimiento —continué.

—No es tu mejor cara, tienes razón.

Abrió su bolso de nuevo, vaciando parte del contenido en la mesa y me empezó a untar las mejillas con maquillaje para darme color.

—El color es vida, ¿verdad, Treize?

Yo no prestaba atención a sus maniobras de esteticista, pero me dejé llevar por su ímpetu y sus manos.

—El color es vida —repetí.

—Eso espero, porque he gastado mi última paga en dos prendas de Carine.

La prudente Thora Dardel, esposa de Nils, eficaz y dulce, siempre parecía un espejo de la felicidad más sensata.

—Oh, Thora —exclamó Kiki emocionada—. A ti cualquier cosa te sienta bien. Pero no sé quién es esa tal Corine.

—Carine —corrigió Thora.

—¿Son bonitos? —preguntó tomando entre sus manos el carmín.

—Preciosos.

—Pues basta con eso —sentenció.

Kiki se movía más entre los colores de los artistas que entre los de la moda y eso le hacía estar de vuelta de todo. Decía que vivir era el cuadro más bonito, y tenía razón. La belleza como libertad era su modo de vida.

—Debes ir a descansar, Alice —aconsejó Treize buscando alrededor a alguna que le diera la razón—. Por Ërno y por ti.

—Me quedo con vosotras.

—No, no, no —repuso Kiki—. Tiene razón. Vete y pon la vida a punto. ¡Todo puede empezar hoy! ¿No?

No pude evitarlo y la miré con enojo. Me pareció que sabiendo cómo estaba no tenía motivo para maquillar tanto la realidad, bastaba con ser templada conmigo.

Cuando fui a dejar dinero en la mesa para pagar mi parte, Thora gruñó y movió la mano sobre los vasos.

—Déjanos.

El camarero se acercó, y Thora cuidó de que no pagara nada de lo que habíamos tomado. Incliné la cabeza agradecida por la invitación y salí hacia el apartamento. Opté por ir caminando.

El cielo rojizo se levantaba sobre París, ese rojo entusiasta que avecina paradójicamente la llegada del frío. El contorno de la ciudad se dibujaba como una pintura rasgada sobre los tejados. El coche de Ërno había llegado una hora antes. Puse la mano sobre el capó y todavía estaba caliente. Me pasé las dos manos por la cara para recomponer el estado de ánimo que me había dejado mi desamparo en casa de mamá. La puerta se abrió. Escuché ruido de grandes maletas arrastrándose por el suelo. El portón se cerró de golpe. Por delante de mí caminaba mi ansiedad como si yo fuera una desertora de mí misma.

La puerta de casa estaba abierta y pasé al salón. Contemplé varias cajas de regalos en la mesa y supuse que eran para mí.

—Los abrirás después de besarme.

—¡Ërno! —me giré hacia el pasillo.

—He visto cómo los mirabas… —dijo señalando los paquetes envueltos en lazos rojos.

—¿Puedo? —le pregunté sin ser consciente.

—¿Y yo qué? —dijo. El rostro cansado por el viaje de semanas se le iluminó al mirarme.

Ërno aprovechó que me quedé inmóvil para estrecharme entre sus brazos con un gesto tan típicamente suyo como acariciarme la nuca mientras me besaba. Yo deshice el lazo de uno de los regalos que tenía aún entre las manos jugando con la cinta.

—Estás muy guapa —me dijo.

—Kiki me ha maquillado esta mañana.

—¿Qué tal están las chicas? —me preguntó.

—Maravillosas. Ya sabes… —me expliqué para no parecer adormecida—. Tú andabas por Nueva York y yo he tenido que entretenerme con ellas.

—Estoy seguro de que te lo has pasado bien.

Respiré.

—No te equivocas. Ya sabes cómo soy.

Ërno se sentó conmigo en el sofá y me acercó uno de los regalos. Yo me sentí tan culpable que los nervios me hicieron descalzarme.

—¿Todo esto es para mí? —quise saber.

—Pensé que te haría ilusión, no está bien que te deje sola justo cuando vamos a estar juntos…

—Voy a abrirlos.

—Parece que lo hayas adivinado —dijo Ërno en tono burlón mientras miraba mis pies sobre la alfombra—. Son…

—¿Zapatos? ¡Dime que sí!

—Espero haber acertado con el número… —murmuró destapando él mismo los papeles que cubrían mi regalo—. Es una de las razones por las que te quiero, tienes unos pies preciosos.

—¿Bromeas?

—Claro, boba. Los compré en una tienda cerca de Grand Central, Leopold me llevó de compras, ya le conoces. Él ha tenido tiempo de hacer visitas a varios sastres, encaprichado por adoptar el estilo neoyorquino.

—¿Se parece a París?

—Es diferente. Allí están obsesionados con el cielo, todo debe ser altísimo. Perfecto para los negocios y agotador al mismo tiempo —dijo volviéndome a dar un beso—. ¿Y bien? ¿Te gustan?

—Humm…, me encantan. Mira.

Me puse de pie.

—Son maravillosos. Voy a ser la envidia de las chicas cuando diga que me los has traído de Nueva York.

—Pues… —se paró para señalarme las otras cajas—. Vas a tener que presumir mucho porque tienes varios para elegir.

—¡Dime que no es cierto! ¿Más zapatos?

—Sí. ¿Quieres abrirlos?

—Por favor, por favor… —repetí como una niña en Navidad—. Déjame que descubra qué me has traído.

Esta vez fui yo la que me abalancé sobre sus hombros para colgarme de su cuello, agradecida por su generosidad. Le besé. Olía a limpio, recién bañado y perfumado, como siempre. Me acordé del sabor de su piel al morder cariñosamente el lóbulo de su oreja. Intuí con su reacción que venía con muchas ganas de verme.

—Para que veas cuánto me he acordado de ti —me respondió—. Y… no creas que esta es la única sorpresa. Allí he pensado mucho en ti e, incluso, he hecho algunas gestiones.

Con mis zapatos nuevos crucé la habitación hacia la mesa pensando que hablaba de la boda. Me puse de espaldas a él para disimular mi inquietud jugando con el envoltorio de las cajas. Ya se había ido el rojo de la tarde de entre los tejados y habían empezado a iluminarse las ventanas de algunos edificios.

—Futura señora de Hessel —dijo masticando todas las palabras como si se abriera de par en par a mí—. Quiero comunicarle el regalo que más le va a gustar.

—¿Cómo? —contesté sucinta.

Se levantó hacia mí y me contestó:

—Creo que los zapatos que llevas puestos son los más adecuados para llevarte donde lo voy a hacer…

Como si hubiera una señal codificada entre él y el chófer, escuché cómo se encendía el motor en la calle. «Vamos», me dictó con una sonrisa.

Le tendí la mano y, sin esperar a preguntar nada más, me dejé llevar por su sorpresa como si ya fuera la señora de Ërno Hessel. Fuera, el coche esperaba pacientemente a que entráramos para llevarnos a otro lugar de París.

—¿Sabes dónde vamos? —le dijo cómplice al empleado.

—Por supuesto, señor.

El coche salió con una nube de emoción y tensión hacia el destino que había fijado mi prometido. De nuevo me olvidé de mi traición cuando, feliz, me agarré a su mano como aquella noche que salimos de Maxim’s con Coco Chanel. Un concierto de gorriones me iba acompañando en la cabeza, imposible de articular palabra o de responder a los continuos gestos de cariño de Ërno.

—¿Señor? —intervino el chófer al cruzar un puente que no recuerdo.

—Ya sabe —dijo como si hubiéramos llegado a destino.

Media hora más tarde de haberme puesto los zapatos nuevos, el coche paró en la rue Pont Louis-Philippe. Se abrió la puerta y salí a la acera, por la que bajaba agua de manera acelerada. Intenté no mancharme.

—Alice… —dijo entonces con su voz profunda, estirando el brazo hacia la fachada.

Allí estaba. Una señorita vestida de uniforme azul nos sonrió desde el cristal y abrió la portezuela invitándonos a pasar. Las campanillas tintinearon alegremente, yo sentí bombear la sangre de mi corazón como el agua que corría apresuradamente por el filo de los bordillos buscando salida.

—Alice, siempre hablaste de tu sueño —dijo en mi oído—. Aquí está.

Yo dibujé con la mirada todas y cada una de las cosas que llenaban el escaparate, con los ojos humedecidos. Al fondo, mi nombre, en letras rojas: Alice
HUMBERT
, Tejidos de los Vosgos. No sé exactamente qué verbalicé en ese momento en el que Ërno sonrió con toda su satisfacción y yo temblé feliz. Me dio unos golpecitos en el hombro para que reaccionara porque me había quedado agarrotada, rígida por la emoción y el frío. Era mi futura tienda. Una pequeña boutique de telas que, iluminada desde el interior, parecía un caleidoscopio de colores girándose hacia mí.

—¿Qué te parece? —me preguntó pausadamente mirando desde la puerta con la mano apoyada en el picaporte dorado.

—Nada —contesté sonriendo.

Y entramos en la tienda.

Yo, que había aprendido a vivir a trompicones, unas veces empujada por mi ansia de llegar la primera, otras por la timidez de no querer llamar la atención, me vi reflejada en aquella escalera de tejidos de colores que cubrían todas las paredes de la tienda. Cuántas horas habría pasado allí, pensando en las musarañas, en mi felicidad, en las telas. Era mi lugar en el mundo, aquella tienda que olía a madera limpia y pintura nueva, con la que soñaba mi madre en las noches de vigilia y frío, el sueño que había perseguido tanto y que yo había heredado en mis ilusiones estaba ahí, conmigo. ¿Qué hacer cuando un sueño es tu única herencia? Por eso me quedé inmóvil y en silencio durante largos minutos, digiriendo colores como un espejismo. Mis manos vacilaban aún cuando me acercaba a los rollos del género. ¿Qué podía decir? «Te amo». Lo solté en medio de la tienda, subida en mis tacones nuevos y entregándome a él entre telas de colores. Resonó en el silencio de la tienda.

Sonrió.

—Lo sabes muy bien.

—Esta mañana me creía muerta —acerté a decir—. Ahora creo que voy a ser la mujer más dichosa del mundo.

—¡Y encima tienes una tienda tal como soñabas!

—No, Ërno, perdóname, pero sigo soñando.

—¿Te despierto?

Giré la mirada hacia él. Sonreía tranquilamente muy seguro de sí mismo.

—Es la primera vez en mi vida que no quiero despertar de mis sueños. Merece la pena seguir así.

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