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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (9 page)

—Pero eso no puede ser todo.

—Todo, no, pero es parte de ello.

—Para él es un deporte —apunté.

—En eso también tienes razón.

—¿Qué me dices de su familia? ¿Sabemos algo más?

—No. —Continuó de espaldas a mí—. Sus padres están perfectamente y viven en Beaufort, Carolina del Sur.

—¿Se marcharon de Albany?

—Recuerda la inundación.

—¡Ah, sí! La tormenta...

—El sur de Georgia quedó casi arrasado. Al parecer, los Gault se marcharon y ahora residen en Beaufort. Creo que también buscan pasar inadvertidos.

—Ya me lo imagino.

—Exacto. Los autobuses de turistas paraban delante de su casa de Albany y los periodistas llamaban a la puerta continuamente. No querrán colaborar con las autoridades. Como sabes, les he solicitado una entrevista repetidas veces y siguen negándose.

—Ojalá supiéramos más de la infancia de Gault... —murmuré.

—Creció en la plantación de la familia, que consistía básicamente en una finca de centenares de hectáreas de nogales pacaneros con una espaciosa casona de madera blanca. En las cercanías estaba la fábrica donde se producían los palos de nuez y otros caramelos que se ven en las paradas y restaurantes de camioneros, sobre todo en el Sur. Respecto a qué sucedía dentro de la casa mientras el chico estuvo allí, no sabemos nada.

—¿Y su hermana?

—Sigue en alguna parte de la Costa Oeste, supongo. No conseguimos localizarla para hablar con ella. Aunque, probablemente, tampoco querría decir nada.

—¿Qué probabilidades hay de que Gault se ponga en contacto con ella?

—Es difícil decirlo, pero no hemos descubierto nada que indique que se hayan sentido unidos alguna vez. No parece que Gault haya estado unido a nadie, en un sentido normal de la palabra, en toda su vida.

Tras esto, mi voz se hizo más suave y me sentí más relajada:

—¿Dónde has estado hoy? —pregunté.

—He hablado con varios detectives y he caminado mucho.

—¿Para hacer ejercicio, o por trabajo?

—Sobre todo, lo segundo, pero ambas cosas. Por cierto, Blancanieves se ha ido. El cochero acaba de marcharse con el carruaje vacío. Y no ha utilizado el látigo.

—Por favor, háblame más de tu paseo —insistí.

—He recorrido la zona en la que Gault fue visto con la víctima en la estación de metro, en Central Park West y la calle Ochenta y Uno. Según qué ruta tome uno y depende de qué tiempo haga, esa boca de metro en concreto está a cinco o diez minutos de The Ramble.

—Pero no sabemos con seguridad que entraran por allí.

—Con seguridad, no sabemos nada —replicó él con un largo y fatigado suspiro—. Hemos recuperado unas huellas de pisadas, es cierto, pero hay muchas otras, y marcas de perros y de herraduras y Dios sabe de qué más. O, al menos, las había.

Hizo una pausa mientras los copos de nieve se deslizaban tras el cristal. Yo dije:

—¿Crees que quizá viva cerca de aquellos lugares?

—Esa estación de metro no es de trasbordo. Es una estación de destino. La gente que se apea allí vive en Upper West Side o se dirige a alguno de los restaurantes, museos o festivales del parque.

—Por eso, precisamente, no creo que Gault haya estado viviendo en el barrio —dije—. En una estación como ésa y otras cercanas, es probable que una vea a la misma gente una y otra vez. Y si Gault era un habitual que frecuentaba el metro, parece probable que el agente de Tránsito que le puso la multa lo hubiera reconocido.

—Buena idea —comentó Wesley—. Parece que Gault estaba familiarizado con la zona que escogió para cometer el crimen, pero no hay el menor indicio de que rondara alguna vez por allí. ¿Cómo podía conocerla, entonces?

Por fin, se volvió y me miró.

La habitación seguía en penumbra y la silueta de Wesley se recortaba en las sombras ante un fondo jaspeado de cielo gris y nieve. Benton estaba delgado; los pantalones le colgaban de las caderas, ceñidos con un cinturón al que había practicado un agujero más.

—Has perdido peso —comenté.

—Me halaga que te hayas dado cuenta —respondió con ironía.

—Sólo conozco bien tu cuerpo cuando vas desnudo —dije, sin inmutarme—. Y entonces me pareces muy guapo.

—Bien, entonces es el único momento que importa, supongo.

—No, no. ¿Cuánto peso has perdido y por qué?

—No sé cuánto. No me peso nunca. A veces me olvido de comer.

—¿Y hoy? ¿Has comido algo hoy? —pregunté como si fuera su médico de cabecera. —No. —Ponte el gabán —dije.

Cogidos de la mano, avanzamos junto a la tapia del parque. No recordaba que hubiéramos hecho nunca la menor demostración de afecto en público, pero los pocos transeúntes no podían ver con claridad nuestro rostro, ni se habrían molestado en mirarnos. Durante unos instantes, me sentí aliviada, y la nieve que caía sobre nieve sonaba como si chocara con un cristal.

Recorrimos muchas manzanas sin cruzar palabra y pensé en mi familia, en Miami. Probablemente, volvería a llamar antes de que terminara el día y mi única recompensa serían más recriminaciones. Estaban quejosas conmigo porque no había hecho lo que querían y, cada vez que sucedía tal cosa, me decía con rabia que debía librarme de ellas como si fueran un mal empleo o un vicio. En realidad, quien más me preocupaba era Lucy, a la que siempre había querido como si fuera hija mía. A mamá no la podía complacer y Dorothy no me caía bien.

Me acerqué a Benton y le cogí del brazo. Él alargó la otra mano para asir la mía y me apreté contra su cuerpo. Llevábamos sendas capuchas que nos dificultaban besarnos. Nos detuvimos en la acera y allí, al amparo de la oscuridad, echamos atrás las capuchas como un par de vagabundos y resolvimos el problema. Después nos reímos de nuestro aspecto.

—¡Ah, qué lástima no tener una cámara ahora! —exclamó Wesley riendo.

—¡No, nada de eso!

Volví a colocarme la capucha y me pasó por la mente que alguien podía estar fotografiándonos. Con el recuerdo de nuestra condición de furtivos se desvaneció el momento de felicidad.

Reanudamos el paseo.

—Benton, esto no puede seguir así indefinidamente —murmuré.

No hubo respuesta.

—En tu mundo real —continué—, eres un marido devoto y un buen padre. Pero luego, salimos de la ciudad y...

—¿Y qué sensación te produce eso? —preguntó él, y la tensión reapareció en su voz.

—La misma que a la mayoría de la gente cuando tiene una aventura, supongo: un sentimiento de culpabilidad, de vergüenza, de miedo, de tristeza. Me dan jaquecas y tú pierdes peso. —Hice una pausa—. Luego, nos engañamos mutuamente.

—¿Y los celos?

—Me disciplino para no sentirlos —respondí tras unos momentos de vacilación.

—Esos sentimientos no se pueden disciplinar.

—Claro que sí. Tú y yo lo hacemos continuamente cuando trabajamos en un caso como éste.

—¿Estás celosa de Connie? —insistió mientras seguíamos caminando.

—Tu mujer siempre me ha caído bien y creo que es una buena persona.

—Pero ¿sientes celos de su relación conmigo? Sería muy comprensible...

—¿Por qué tienes que insistir en eso, Benton? —le interrumpí.

—Porque quiero que afrontemos los hechos y los analicemos de alguna manera.

—Muy bien. En tal caso, dime una cosa —repliqué—. Mientras yo estaba con Mark, cuando él era tu colega y tu mejor amigo, ¿tuviste celos en alguna ocasión?

—¿De quién? —Benton trató de bromear.

—¿En algún momento te sentiste celoso de mi relación con Mark? —insistí.

No respondió de inmediato.

—Mentiría si no reconociese que siempre me has atraído —dijo por último—. Intensamente.

Evoqué el tiempo que Mark, Wesley y yo habíamos pasado juntos. No conseguí encontrar en mis recuerdos el menor asomo de lo que acababa de confesarme pero, naturalmente, cuando estaba con Mark sólo me fijaba en él.

—Yo he sido sincero —continuó Wesley—. Ahora, volvamos a lo de tú y Connie. Tengo que saberlo.

—¿Por qué?

—Tengo que saber si los tres podríamos estar juntos alguna vez —respondió—. Como en los viejos tiempos, cuando venías de visita y te quedabas a cenar. Mi mujer ha empezado a preguntar cómo es que ya no lo haces nunca.

—¿Temes que sospeche algo? ¿Te refieres a eso? —pregunté sintiéndome paranoica.

—Sólo digo que ha salido el tema. Tú le caes bien y, ahora que trabajamos juntos, Connie se pregunta por qué te ve menos que nunca, en lugar de lo contrario.

—Entiendo que se lo pregunte —murmuré.

—¿Qué vamos a hacer?

Yo había estado en casa de Benton y lo había observado con sus hijos y su esposa. Recordaba la comunicación que había entre ellos, sus sonrisas y alusiones a asuntos que se me escapaban cuando, por breves instantes, compartían su mundo con unos amigos. Pero en aquellos tiempos las cosas eran distintas, porque entonces yo aún tenía a Mark y estaba enamorada de él.

Solté la mano de Wesley. Los taxis pasaban entre remolinos de nieve, y por las ventanas de los edificios de apartamentos se filtraban luces cálidas. El parque irradiaba una blancura fantasmagórica bajo las farolas de hierro.

—No puedo hacerlo —le dije.

Tomamos por Central Park West.

—Lo siento —precisé a continuación—, pero no creo que soporte estar contigo y con tu mujer.

—Te he oído decir que eres capaz de disciplinar tus emociones.

—Para ti es fácil tomarlo al pie de la letra, porque en mi vida no hay nadie más.

—Pues tendrás que hacerlo en algún momento. Aunque pongamos fin a lo nuestro, vas a tener que relacionarte con mi familia. Si hemos de seguir trabajando juntos, si tenemos que ser amigos...

—De modo que ahora me vienes con ultimátums.

—Sabes bien que no es eso.

Apreté el paso. A partir de la primera vez que hicimos el amor, mi vida se volvió cien veces más complicada. Desde luego, sabía que no habría debido enredarme con él: en mi mesa de autopsias había tenido a más de un pobre iluso que un día decidió liarse con una persona casada. La gente se destruía a sí misma y a los demás. Desarrollaba alguna enfermedad mental y era llevada ante los tribunales.

Pasé junto a Tavern on the Green. A mi izquierda quedaba el edificio Dakota, en cuya esquina habían matado a John Lennon hacía unos años. La estación de metro estaba muy cerca de Cherry Hill y me pregunté si Gault habría dejado el parque para dirigirse hacia allí. Me detuve y miré. Aquella noche, un 8 de diciembre, regresaba a casa tras declarar en un proceso cuando oí por la radio que Lennon había muerto a manos de un don nadie que llevaba un ejemplar de
El guardián en el centeno.

—Ahí vivía Lennon —comenté a Benton.

—Sí. Lo mataron junto a la otra entrada —respondió.

—¿Cabe alguna posibilidad de que Gault tuviera eso en cuenta?

—No se me había ocurrido —dijo él tras una pausa.

—¿Deberíamos pensar en ello?

Benton guardó silencio mientras contemplaba de arriba abajo la fachada del Dakota, con sus ladrillos ocres, sus hierros forjados y sus motivos decorativos de cobre.

—Supongo que deberíamos pensar en todo —contestó al fin—. Gault debía de ser un adolescente cuando mataron a Lennon y, por lo que recuerdo de su apartamento en Richmond, parece que prefiere la música clásica y el jazz. No recuerdo que tuviera ningún disco de Lennon o de los Beatles.

—Si le interesa Lennon —dijo Wesley—, no debe de ser por razones musicales. Probablemente lo que le fascine sea el aspecto sensacional de su asesinato.

Continuamos caminando.

—No hay personas suficientes como para hacerles todas las preguntas cuyas respuestas necesitamos —señalé.

—Tienes razón. Necesitaríamos todo un departamento de policía. Quizás el FBI al completo.

—¿Podemos investigar si se ha visto rondar por el Dakota a alguien que encaje en su descripción? —quise saber.

—Mira, incluso podría haberse alojado ahí —murmuró Wesley con acritud—. Hasta la fecha no parece que tenga el menor problema de dinero.

Tras la esquina del museo de Historia Natural se hallaba el toldo rosa, coronado de nieve, de un restaurante llamado Scaletta que, para mi sorpresa, encontramos iluminado y bullicioso. Una pareja con abrigos de pieles se encaminó a la entrada y descendió las escaleras. Me pregunté si no deberíamos hacer lo mismo. Empezaba a sentir hambre y Wesley no tenía aspecto de que necesitara perder más peso.

—¿Te parece un buen sitio? —pregunté.

—Desde luego. ¿No será pariente tuyo el tal Scaletta? —inquirió él en tono burlón.

—Creo que no.

Llegamos hasta la puerta, donde el
maitre
nos informó de que el local estaba cerrado.

—Pues no lo parece —respondí. De repente, me sentía agotada y no deseaba dar un paso más.

—Le aseguro que lo está, señora. —El individuo, de baja estatura y casi calvo, vestía un esmoquin con una faja ancha de un rojo subido—. Celebramos una fiesta privada.

—¿Quién es Scaletta? —le preguntó Wesley.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Es un apellido interesante. Se parece mucho al mío —intervine.

—¿Y cómo se llama usted?

—Scarpetta.

El hombre miró detenidamente a Wesley con aire de perplejidad.

—Sí, claro. ¿Pero el señor no viene con usted esta noche?

—¿A quién se refiere? —inquirí con una mirada inexpresiva.

—Al señor Scarpetta. Estaba invitado. Lamento muchísimo no haber sabido que usted lo acompañaría...

—¿Invitado? ¿A qué?

No tenía idea de a qué se refería el
maitre.
Mi apellido era poco común. Nunca había conocido a otro Scarpetta, ni siquiera en Italia.

El hombre titubeó:

—¿No es usted pariente del señor Scarpetta que suele venir por aquí?

—¿Cómo es ese señor Scarpetta? —le pregunté, inquieta.

—Un magnífico cliente. Ha venido muchas veces últimamente. Lo invitamos a nuestra fiesta de Navidad. Así pues, ¿ustedes no vienen con su grupo?

—Cuénteme más cosas de él.

—Es un hombre joven. Gasta mucho dinero —explicó el
maitre
con una sonrisa.

Noté que el comentario picaba el interés de Wesley.

—¿Podría describirlo?

—Tengo mucha gente en el local. Mañana abrimos otra vez y...

Wesley enseñó la chapa discretamente. El
maitre
la contempló con parsimonia.

—Por supuesto —murmuró, cortés pero sin miedo—. Les buscaré una mesa.

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