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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (11 page)

—Ignoraba que su hijo se llamara Rocky —comenté en un susurro mientras reemprendíamos la marcha.

—En realidad se llama Richard. Cuando era pequeño lo llamábamos Ricky y, no sé cómo, acabó por convertirse en Rocky. Incluso hay quien lo llama Rocco. Lo llaman un montón de cosas.

—¿Tiene mucho contacto con él?

—Ahí hay una tienda de recuerdos. Quizá debería comprar un llavero con un tiburón o algo así para Molly.

—Vayamos a ver.

Marino cambió de idea:

—No, mejor será que le lleve unas rosquillas.

No quería presionarlo a hablar de su hijo, pero era él quien había sacado el tema y me daba la impresión de que su mutuo alejamiento era la raíz de muchos de los problemas de Marino.

—¿Dónde está Rocky? —le pregunté con cautela.

—En un pueblo de mala muerte llamado Dañen.

—¿En Connecticut? Pero ese sitio no es ningún pueblo de mala muerte.

—El Darien de que hablo está en Georgia.

—Me sorprende no haber sabido eso hasta hoy.

—El chico no hace nada que a usted pueda interesarle. —Marino se inclinó y apoyó el rostro en el cristal mientras contemplaba un par de pequeños tiburones nodriza que nadaban por el fondo de un tanque, fuera de la exposición—. Parecen barbos enormes —comentó mientras los tiburones lo miraban con indiferencia, abanicando el agua en silencio con la cola.

Nos internamos en la exposición y no tuvimos que esperar turno porque, a aquella hora y en pleno día laborable, había pocos visitantes. Pasamos junto a unas figuras de guerreros kiribatis vestidos con fibras de coco entretejidas y ante un cuadro de Winslow Homer que representaba la corriente del Golfo. Había fotos de aviones que llevaban pintada la imagen de un tiburón, y se nos explicó que estos animales pueden detectar olores desde una distancia equivalente a la longitud de un campo de fútbol, así como captar descargas eléctricas de apenas una millonésima de voltio. Los tiburones tienen hasta quince filas de dientes y su silueta aerodinámica les permite desplazarse en el agua con la máxima eficacia.

En una filmación nos mostraron un gran tiburón blanco destrozando una jaula de observación y lanzándose a por un atún atado a una cuerda. El narrador comentó que estos animales son legendarios cazadores de las profundidades, perfectas máquinas de matar, amos de los mares y auténticas fauces de la muerte. Pueden oler una gota de sangre en cien litros de agua y percibir las ondas de presión de otros animales que pasan por sus cercanías. Pueden nadar más deprisa que sus presas y nadie está muy seguro de por qué algunos tiburones atacan a los humanos.

—Salgamos de aquí —dije a Marino cuando terminó la película.

Me abroché el abrigo, me puse los guantes e imaginé a Gault observando a aquellos monstruos mientras desgarraban la Carrie y la sangre se dispersaba en el agua, oscureciéndola.

Vi su fría mirada y sus ideas tortuosas tras la leve sonrisa. En los recovecos más inquietantes de mi mente, tuve la certeza de que Gault sonreía cuando mataba. Ponía al desnudo su crueldad en aquella sonrisa extraña que había visto en las diversas ocasiones en que había estado cerca de él.

Seguro que Gault había visitado aquella sala oscura con la mujer cuyo nombre aún ignorábamos, y que, sin saberlo, ella había contemplado su propia muerte en la pantalla. Había visto derramarse su propia sangre y desgarrarse su propia Carrie. Gault le había ofrecido un avance de lo que le reservaba. La exposición había sido su juego introductorio.

Volvimos a la rotonda, donde un grupo de escolares rodeaba un fósil de barosaurus hembra. Los huesos alargados del cuello de ésta se levantaban hacia el altísimo techo en un eterno intento de proteger a su cría del ataque de un allosaurus. Las voces se propagaban y el ruido de las pisadas sobre el mármol resonaba en el recinto. Eché una mirada a mi alrededor. Vanos empleados uniformados permanecían quietos tras los mostradores donde expedían las entradas, vigilando que no pasasen los visitantes que no habían pagado. A través de las puertas delanteras de cristal observé la nieve sucia apilada a lo largo de la calle, fría y concurrida.

—La mujer entró para calentarse —dije a Marino.

—¿Qué? —respondió, absorto en los huesos de dinosaurio.

—Quizás entró para resguardarse del frío —insistí—. Una puede quedarse aquí todo el día, mirando estos fósiles. Mientras no pases a las exposiciones, no tienes que pagar nada.

—Entonces, ¿cree que fue aquí donde Gault la vio por primera vez? —dijo él en tono de escepticismo.

—No sé si fue la primera vez que la veía —respondí.

Las chimeneas de ladrillo estaban inactivas y tras las barandas protectoras de la autovía de Queens se sucedían desolados edificios de acero y hormigón.

Nuestro taxi pasó ante deprimentes bloques de apartamentos y tiendas en las que se vendía pescado ahumado y curado, mármol y baldosas. Rizos de alambre de espino remataban las vallas de malla metálica y las aceras y alcorques estaban llenos de basura. Por fin entramos en Brooklyn Heights, camino de la Jefatura de Tráfico de Jay Street.

Un agente con pantalones de uniforme azul marino y jersey de comando nos acompañó al segundo piso, donde nos condujeron al despacho de Frances Penn, en cuya puerta figuraban las tres estrellas de comandante ejecutiva. Penn había tenido el detalle de hacer traer café y unas galletitas de Navidad, que nos esperaban en la mesilla en torno a la cual íbamos a conversar sobre uno de los homicidios más horrendos en la historia de Central Park.

—Buenos días. —Nos recibió con unos firmes apretones de manos—. Tomen asiento, por favor. A esas galletas les hemos quitado las calorías. Siempre lo hacemos. Capitán, ¿toma usted crema y azúcar?

—Sí.

—Supongo que eso significa ambas cosas —comentó con una ligera sonrisa—. Doctora Scarpetta, tengo la sensación de que usted lo toma solo.

—Pues sí —respondí, observándola con creciente curiosidad.

—Y probablemente no come galletas.

—Seguramente no las probaré.

Me quité el abrigo y ocupé una silla. La comandante Penn vestía un traje chaqueta azul marino con botones de peltre y una blusa de seda blanca de cuello alto. No necesitaba el uniforme para resultar imponente, pero no se mostraba severa ni fría. Yo no habría calificado su porte de autoritario, pero sí estaba cargado de dignidad, y creí percibir cierto nerviosismo en sus ojos de color avellana.

—Parece que el señor Gault pudo conocer a la víctima en el museo, contra la teoría de que los dos se conocieran con anterioridad —dijo para empezar.

—Es interesante que mencione eso —intervine—. Acabamos de estar en el museo.

—Según uno de los guardias de segundad, una mujer cuya descripción encaja con la víctima fue vista rondando por la zona de la rotonda. En algún momento se la vio hablar con un hombre que compró dos entradas para las exposiciones. De hecho, llamaron la atención de vanos empleados del museo por su aspecto estrafalario.

—¿Por qué estaba la mujer en el museo? ¿Cuál es su teoría al respecto? —pregunté.

—Quienes la recuerdan tuvieron la impresión de que era una indigente sin techo. Supongo que entró para resguardarse del frío.

—¿Y los guardias? ¿No echan del recinto a esa gente? —preguntó Marino.

—Si pueden —Penn hizo una pausa—. Intervienen si esos individuos organizan algún altercado, desde luego.

—Pero la mujer no armaba jaleo, supongo —apunté.

La comandante alargó la mano para coger su taza.

—Según parece, estuvo tranquila y no creó problemas. Parecía interesada en los huesos de dinosaurio y daba vueltas y vueltas alrededor de ellos.

—¿Habló con alguien? —pregunté.

—Pidió dónde estaban los servicios de señoras.

—Eso sugiere que no había estado nunca en el edificio —dije—. ¿Tenía algún acento especial?

—Si lo tenía, nadie lo recuerda.

—Entonces, no es probable que fuese extranjera —apunté.

—¿Alguna descripción de sus ropas? —le preguntó Marino.

—Un abrigo. Marrón, o tal vez negro. Corto. Una gorra de béisbol de los Atlanta Braves, negra o quizás azul marino. Posiblemente llevaba pantalones vaqueros y botas. Al parecer, es todo lo que recuerdan quienes la vieron.

Nos quedamos callados, sumidos en reflexiones.

—¿Qué más hay? —dije luego, tras un carraspeo.

—Después fue vista conversando con un hombre y la descripción de la indumentaria de éste es interesante. Según parece, llevaba un sobretodo bastante llamativo. Negro, con el corte y las hechuras de una gabardina larga; una de esas prendas que se asocian a lo que usaban los agentes de la Gestapo durante la Segunda Guerra Mundial. El personal del museo también cree que el tipo llevaba botas.

Pensé en las inhabitúales huellas de pisadas en la escena del crimen y en el gabán de cuero negro que había mencionado Eugenio en el Scaletta.

—La pareja fue vista también en otras zonas del museo y, en concreto, en la exposición de tiburones —continuó la comandante Penn—. De hecho, el hombre compró varios libros en la tienda de recuerdos.

—¿Sabe qué clase de libros? —preguntó Marino.

—Sobre tiburones; entre ellos, uno que contenía vividas fotografías de gente atacada por esos bichos.

—¿Pagó en metálico? —quise saber.

—Me temo que sí.

—A continuación, el tipo deja el museo y se gana una multa en la estación del metro —apuntó Marino.

La comandante asintió.

—Seguro que les interesa la identificación que presentó.

—Sí. Adelante.

—Tenía un permiso de conducir a nombre de Frank Benelli, italiano, de Verona. Treinta y tres años.

—¿De Verona? Qué interesante —comenté—. Mis antepasados son de allí.

Marino y la comandante me contemplaron un instante.

—¿Me está diciendo que esa sabandija hablaba con acento italiano? —preguntó Marino.

—El agente aseguró que tenía un inglés fatal. Hablaba con un acento italiano muy marcado. Supongo que Gault no es de origen italiano, ¿verdad?

—Gault nació en Albany, Georgia —respondí—. Seguro que no tiene sangre italiana, pero eso no significa que no sea capaz de imitar el acento.

Le expliqué a la comandante lo que Wesley y yo habíamos descubierto la noche anterior en el restaurante.

—¿Y su sobrina ha confirmado el robo de la tarjeta de crédito?

—Todavía no he podido hablar con ella.

Penn partió un pedacito de galleta, lo deslizó entre sus labios y comentó:

—Doctora, el agente que extendió la multa creció en una familia italiana aquí, en Nueva York. A su juicio, el acento del tipo era auténtico. Gault debe de ser muy bueno.

—Le aseguro que lo es.

—¿Estudió italiano en el instituto o en la facultad?

—No lo sé —respondí—. Pero no terminó la carrera.

—¿Dónde estudió?

—En una universidad privada de Carolina del Norte llamada Davidson.

—Un establecimiento muy caro y en el que es muy difícil ingresar —comentó la comandante.

—Sí. Su familia tiene dinero y Gault es sumamente inteligente. Según nuestras noticias, sólo estuvo allí un curso.

—¿Lo expulsaron? —dije, percatándome de que la comandante estaba fascinada con el personaje.

—Eso tengo entendido.

—¿Por qué?

—Creo que violó el código de honor.

—Sé que cuesta creerlo —apuntó Marino con cierto sarcasmo.

—¿Y luego, qué? ¿Otra universidad? —preguntó la comandante.

—Que yo sepa, no —respondí.

—¿Alguien ha ido a Davidson a investigar qué sucedió? —preguntó Penn con aire escéptico, como si el encargado de llevar el caso no hubiera trabajado lo suficiente.

—Ignoro si lo ha hecho alguien pero, con franqueza, lo dudo.

—El tipo sólo tiene treinta y pocos años. No hablamos de tanto tiempo. En esa universidad debe de haber gente que se acuerde de él.

Marino había empezado a estrujar su taza de café de poliestireno. Levantó la vista hacia la comandante y preguntó:

—¿Y usted? ¿Ha comprobado al tal Benelli para ver si existe de verdad?

—Estamos en ello. De momento, no tenemos confirmación —replicó Penn—. Esas cosas pueden ser lentas, sobre todo en esta época del año.

—El FBI tiene un agregado jurídico en nuestra embajada en Roma —apunté—. Eso podría acelerar el trámite.

Continuamos la conversación un rato más; luego, la comandante Penn nos acompañó hasta la puerta.

—Doctora Scarpetta —dijo entonces—, me gustaría hablar un momento con usted, antes de que se marche...

Marino nos miró a las dos y, como si las palabras le hubieran sido dirigidas, murmuró:

—Desde luego. Adelante, yo esperaré ahí fuera.

La comandante cerró la puerta.

—Me pregunto si podríamos encontrarnos más tarde —me dijo.

Titubeé antes de responder:

—Supongo que sí. ¿Qué se propone?

—¿Le parece si quedamos para cenar esta noche? ¿Alrededor de las siete, digamos? He pensado que podríamos charlar un poco más y relajarnos —apuntó con una sonrisa.

Aquella noche esperaba cenar con Wesley. Mi respuesta fue:

—Es una gentileza por su parte. Acepto, naturalmente.

Sacó una tarjeta del bolsillo y me la tendió.

—Mi dirección —explicó—. Nos veremos a esa hora, pues.

Marino no preguntó qué me había dicho la comandante, pero era evidente que estaba intrigado y que le molestaba haber sido excluido del diálogo.

—¿Todo en orden? —preguntó ya en el ascensor.

—No —contesté—. No está todo en orden. Si lo estuviera, nosotros no estaríamos en Nueva York en este momento.

—¡Mierda! —masculló él con gesto agrio—. Dejé de hacer vacaciones cuando ingresé en la policía. Las vacaciones no son para gente como nosotros.

—Pues deberían serlo —repliqué, al tiempo que hacía señas a un taxi que ya venía ocupado.

—Bobadas. ¿Cuántas veces la han llamado para un servicio en Nochebuena, Navidad, el día de Acción de Gracias o el fin de semana del Día del Trabajo?

Pasó otro taxi sin detenerse.

—En vacaciones es cuando las sabandijas como Gault no tienen dónde ir o con quién verse y empiezan a entretenerse como él hizo la otra noche. Y del resto de la gente, la mitad se deprime y abandona a su marido, a su mujer, se vuela el cerebro o se emborracha y se mata con el coche.

—Al carajo —murmuré yo mientras seguía oteando en una y otra dirección de la concurrida calzada—. Mire, le agradecería que me ayudara a encontrar un taxi libre. A menos que quiera cruzar a pie el puente de Brooklyn.

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