Read Una muerte sin nombre Online

Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (13 page)

—¿Y qué sucedió?

—CAIN no tardó en contactar con nuestra terminal VICAP para pedir más información.

—¿Recuerda qué clase de información, exactamente?

—Bien, veamos... —La comandante hizo memoria unos instantes—. Se interesó por las mutilaciones; quería saber de qué zonas del cuerpo se había extirpado la piel y qué clase de instrumento cortante se había utilizado. También quería saber si había habido agresión sexual y, en caso afirmativo, si se había producido penetración oral, vaginal, anal u otra. Como todavía no se había realizado la autopsia, algunos de estos detalles estaban por determinar; sin embargo, conseguimos reunir parte de la información llamando al depósito de cadáveres.

—¿Hubo otras preguntas? —insistí—. ¿Alguna de las informaciones que pedía CAIN le pareció extraña o fuera de lugar?

—Que yo recuerde, no. —Frances me miró con aire desconcertado.

—¿La terminal de la policía de Tráfico ha recibido alguna vez mensajes de CAIN que le hayan chocado por extraños o incoherentes?

La comandante reflexionó de nuevo antes de responder:

—Desde que nos conectamos, en noviembre, hemos introducido, como mucho, veinte casos. Violaciones, agresiones y homicidios que he considerado que podían ser importantes para el VICAP porque las circunstancias eran inusuales o porque no había identificación de las víctimas. Respecto a los mensajes de CAIN, los únicos que recuerdo han sido solicitudes rutinarias de más información. Hasta este caso de Central Park no ha habido la menor indicación de urgencia. En esta ocasión, CAIN envió un mensaje de
Pendiente correo urgente
en negrita destacada: el sistema había encontrado algo.

—Bien, Frances. Si recibe algún mensaje que se salga de lo corriente, haga el favor de ponerse enseguida en contacto con Benton Wesley.

—¿Le importaría decirme qué anda buscando?

—En octubre hubo una violación de la seguridad en Quantico, en el edificio de las instalaciones de Gestión de Ingeniería. Alguien penetró allí sin autorización a las tres de la madrugada y las circunstancias indican que tras el asunto podría encontrarse Gault.

—¿Gault? —La comandante Penn se quedó boquiabierta—. ¿Cómo es posible que...?

—Según se descubrió, una de las analistas de sistemas que trabajaba allí estaba relacionada con una tienda de artificios para espionaje del norte de Virginia que Gault frecuentaba. Sabemos que esta analista estuvo involucrada en la violación de la seguridad y nos tememos que Gault la incitara a participar en ello.

—¿Por qué?

—¿Qué podría gustarle más a él que introducirse en CAIN y tener a su disposición una base de datos que contiene los detalles de los crímenes más horrendos cometidos en el mundo?

—¿Hay algún modo de expulsarlo del sistema y de reforzar la seguridad para que ni él ni nadie más pueda volver a introducirse? —quiso saber Frances.

—Creíamos que nos habíamos ocupado de ello —respondí—. De hecho, mi sobrina, que es la programadora principal, estaba convencida de que el sistema era seguro.

—¡Ah, sí! Creo que he oído hablar de su sobrina.
Es
la auténtica creadora de CAIN.

—Siempre ha tenido mucho talento para los ordenadores y ha preferido relacionarse con ellos más que con la mayoría de la gente.

—Me parece que no la culpo. ¿Cómo se llama?

—Lucy. —¿Y qué edad tiene?

—Veintiuno.

Frances se levantó del sofá.

—Bien, puede que la causa de esos mensajes extraños de que habla sea algún mal funcionamiento del programa. Un defecto o un fallo. Lucy lo averiguará.

—Esperemos que así sea.

—Coja su copa de vino y venga a hacerme compañía a la cocina.

Pero en ese momento preciso sonó el teléfono. La comandante respondió a la llamada y vi que de su rostro desaparecía la placidez de la velada.

—¿Dónde? —preguntó secamente. Reconocí la mirada helada. Y conocía muy bien aquel tono de voz. Ya había abierto el armario del vestíbulo para coger mi abrigo cuando la oí añadir—: Voy para allí enseguida.

Cuando llegamos a la estación de metro de la Segunda Avenida, en la sórdida zona del bajo Manhattan conocida como el Bowery, la nieve había empezado a caer como una lluvia de cenizas. El viento ululaba y las luces rojas y azules centelleaban como si la noche estuviera herida. Las escaleras que conducían a aquel agujero repugnante habían sido acordonadas. Los desocupados habían sido alejados, los pasajeros del metro eran desviados y las furgonetas y coches de los noticiarios llegaban en bandadas porque acababa de aparecer muerto un agente de la unidad de Indigentes de la policía de Tráfico.

Se llamaba Jimmy Davila. Tenía veintisiete años. Llevaba uno en la policía.

—Es mejor que se pongan esto.

Un agente de cara pálida y malhumorada me entregó un chaleco reflectante, una mascarilla quirúrgica y unos guantes.

La policía estaba sacando linternas y más chalecos de la parte trasera de una furgoneta, y varios agentes de ojos inquietos, con armas antidisturbios, pasaron a la carrera y desaparecieron escaleras abajo. La tensión era palpable, latía en el aire como un oscuro corazón, y las voces de las legiones que habían acudido en ayuda de su camarada abatido a tiros se confundían con las pisadas apresuradas y con el extraño idioma que emitían las radios. En alguna parte, a lo lejos, ululaba una sirena.

La comandante Penn me entregó una linterna de gran potencia y descendimos, escoltadas por cuatro agentes con chalecos de kevlar y chaquetas reflectantes que los hacían muy corpulentos. Un tren pasó con un silbido, como un chorro de acero líquido, y avanzamos muy despacio por un pasadizo angosto que nos condujo a unas oscuras catacumbas sembradas de ampollas rotas, agujas, desperdicios y suciedad. Las linternas iluminaban campamentos de vagabundos instalados en plataformas de carga y repisas a escasos centímetros de los raíles, y el aire estaba impregnado del hedor fétido a excrementos humanos.

Bajo las calles de Manhattan había veinte hectáreas de túneles en los que, a finales de los ochenta, habían llegado a vivir hasta cinco mil indigentes sin techo. Ahora, la cifra era sustancialmente menor, pero aún se los podía encontrar envueltos en mantas asquerosas, rodeados de pilas de zapatos, ropa y otros cachivaches.

En las paredes, como fetiches, estaban colgados repulsivos animales disecados y falsos insectos peludos. Los ocupantes, a muchos de los cuales la unidad de indigentes conocía por su nombre, habían desaparecido como sombras de su mundo subterráneo; todos, salvo Freddie, que fue despertado del sueño de la droga. El vagabundo se incorporó hasta quedar sentado, cubierto con una manta del ejército, y miró a su alrededor con desconcierto.

—Eh, Freddie, levanta.

Una linterna le enfocó la cara. Se llevó una mano vendada a los ojos y entrecerró los párpados mientras los pequeños soles sondeaban la oscuridad de su túnel.

—Vamos, levanta. ¿Qué te has hecho en la mano?

—Se me congeló —murmuró Freddie, y se puso en pie tambaleándose.

—Tienes que cuidarte. Ya sabes que no puedes estar aquí. Tenemos que llevarte fuera. ¿Quieres ir a un refugio?

—No, joder.

—Freddie —continuó el agente en voz alta—, ¿sabes qué ha pasado aquí abajo? ¿Has oído lo del agente Davila?

—No sé nada.

Freddie estuvo a punto de perder el equilibrio pero se recuperó y fijó la vista en las luces.

—Sé que conocías a Davila. Se hacía llamar Jimbo.

—Jimbo, sí. Está bien.

—No, me temo que no está bien, Freddie. Lo han matado esta noche, aquí abajo. Alguien le ha pegado un tiro y lo ha matado.

Freddie abrió como platos sus ojos amarillentos.

—¡Oh, no, joder!

Miró a su alrededor como si el asesino pudiera estar observando... o como si alguien fuera a acusarle de lo sucedido.

—Freddie, ¿esta noche has visto por aquí a alguien que no conocías? ¿Has visto por aquí a alguien que pudiera hacer una cosa así?

—No, no he visto nada. —De nuevo, estuvo a punto de perder el equilibrio y se apoyó en un pilar de hormigón—. No he visto nada ni a nadie, lo juro.

Otro tren surgió de la oscuridad y pasó zumbando en dirección sur. Se llevaron a Freddie y continuamos adelante, evitando los raíles y los roedores que se afanaban bajo la basura. A Dios gracias, yo calzaba botas. Avanzamos durante diez minutos más, como mínimo. Sudando profusamente bajo la mascarilla, me sentí cada vez más desorientada, hasta el punto de no ser capaz de distinguir si las luces redondas del fondo del túnel eran linternas policiales o faros de trenes que se acercaban.

—Bien, vamos a tener que pasar al otro lado del tercer raíl —indicó la comandante Penn, que no se había alejado de mi lado.

—¿Cuánto trecho nos queda todavía? —quise saber.

—Sólo hasta donde están esas luces. Ahora vamos a pasar sobre el raíl. Hágalo de lado, despacio. Primero un pie y luego el otro. Y no toque el raíl.

—Eso, no lo toque, a menos que se quiera llevar la mayor descarga de su vida —asintió un agente.

—Sí, seiscientos voltios que no la soltarán —añadió otro en el mismo tono adusto.

Seguimos los raíles internándonos en el túnel. El techo se hizo cada vez más bajo, hasta que alguno de los hombres tuvo que agachar la cabeza para pasar por debajo de un arco. Al otro lado de éste, varios técnicos inspeccionaban la zona mientras una médica forense con guantes y gorro examinaba el cuerpo. En el lugar se habían instalado unos focos, bajo cuya luz brillaban intensamente agujas, ampollas y sangre.

El agente Davila yacía boca arriba y tenía abierta la cremallera de la chaqueta de invierno, dejando a la vista la forma rígida de un chaleco antibalas bajo un suéter de comando azul marino. Le habían disparado en la cabeza con el revólver del 38 que tenía sobre el pecho.

—¿Lo han encontrado así, exactamente? —pregunté, acercándome.

—Todo está igual —asintió un detective de la policía metropolitana.

—¿Con la chaqueta desabrochada y el revólver en esa posición?

—Nadie ha tocado nada —afirmó el detective, sonrojado y sudoroso, rehuyó mi mirada.

La forense alzó la vista. No fui capaz de reconocer su rostro, borroso tras la capucha de plástico.

—¿Y no lo patearían cuando ya estaba en el suelo? —preguntó uno de los agentes.

—Las lesiones no sugieren que fuera así —fue mi respuesta—. Por lo general, cuando la gente se ensaña a patadas con alguien caído en el suelo, lo hace repetidamente y en otras zonas del cuerpo. También sería de esperar que el cadáver tuviera lesiones en el otro lado de la cara, que estaría apoyada en el cemento al producirse los golpes.

Un nuevo tren suburbano pasó a toda velocidad en un chirriante torbellino de aire caliente. En la oscura lejanía flotaban unas luces y las figuras que las sostenían eran meras sombras cuyas voces llegaban débilmente hasta nosotros.

—El agente fue puesto fuera de combate de una patada y luego fue rematado con su propia arma —resumí.

—Debemos llevarlo al depósito —indicó la forense.

La comandante Penn tenía los ojos muy abiertos y una expresión preocupada y molesta.

—Es cosa de él, ¿verdad? —me dijo al tiempo que echábamos a andar.

—No sería la primera vez que agrede a alguien a patadas —asentí.

—Pero ¿por qué? Gault tiene una pistola, una Glock. ¿Por qué no la usó?

—Lo peor que puede sucederle a un policía es que le disparen con su propia arma.

—¿Entonces, Gault habría hecho eso deliberadamente, por el efecto que produciría en la policía... en nosotros?

—Le parecería divertido —asentí.

Volvimos a cruzar los raíles y a pisar la basura plagada de ratas. Noté que la comandante Penn estaba llorando. Pasaron varios minutos.

—Davila era un buen agente —dijo al fin—. Era muy competente, no se quejaba nunca y su sonrisa... iluminaba cualquier habitación. —Ahora, la voz de Frances estaba cargada de ira—. No era más que un muchacho.

Los agentes de la escolta seguían alrededor de nosotras, pero no demasiado cerca. Cuando contemplé el túnel y los raíles, pensé en la enorme extensión subterránea de vueltas y revueltas de la red de metros. Los indigentes no tenían linternas y no alcancé a comprender cómo eran capaces de ver algo, allí abajo. Pasamos junto a otro sórdido campamento donde un individuo, un hombre blanco que me resultó vagamente familiar, estaba sentado fumando crack en un trozo de antena de coche como si no existieran en la tierra cosas tales como la ley y el orden. Cuando me fijé en su gorra de béisbol, en un primer momento no caí en la cuenta de lo que estaba viendo. A continuación, abrí los ojos con asombro.

—Benny, Benny, Benny, qué vergüenza... —oí decir en tono impaciente a uno de los agentes—. Vamos, hombre, ya sabes que eso no se puede hacer. ¿Cuántas veces tendremos que pasar por esto, hombre?

Yo había visto a Benny en la oficina del forense el día anterior, por la mañana. Reconocí sus andrajosos pantalones militares, las botas de vaquero y la chaqueta tejana.

—Entonces, ¿por qué no me encierra? —fue su respuesta, y volvió a encender la improvisada pipa.

—Sí, señor. Eso es lo que voy a hacer. Ya me tienes harto.

Me volví hacia Penn y le susurré:

—La gorra.

Era una gorra de los Atlanta Braves, negra o azul marino.

—Un momento —dijo ella al agente—. ¿De dónde has sacado esa gorra, Benny?

—No sé nada —respondió el aludido, y se la quitó rápidamente, dejando al descubierto una mata de cabellos grises muy sucios.

La nariz de Benny producía la impresión de que alguien la hubiera mascado.

—Claro que sabes —insistió la comandante.

El vagabundo se volvió y le dirigió una mirada de demente.

—Benny, ¿de dónde has sacado esa gorra? —volvió a preguntar ella.

Dos agentes lo pusieron en pie y lo esposaron. Bajo una manta aparecieron varios libros de bolsillo, revistas, encendedores de butano y unas bolsitas de cierre hermético . También había varias barritas energéticas, paquetes de goma de mascar sin azúcar, un silbato de latón y una caja de lengüetas de saxofón. Volví la vista a la comandante y nuestras miradas se encontraron.

—Recójanlo todo —indicó ella a sus agentes.

—No podéis llevaros mis cosas. —Benny se resistió a sus captores, pataleando enérgicamente—. No podéis tocar mis cosas, jodidos. ¡Hijos de puta! ¡Cabrones!

Other books

Whispers by Rosie Goodwin
Escape From the Badlands by Dana Mentink
The Gringo: A Memoir by Crawford, J. Grigsby
Charades by Ann Logan
The Hundred-Year Flood by Matthew Salesses
Russell's Return by Ellis, J.J.
Yours to Keep by Shannon Stacey


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024