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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (51 page)

Porque estaba enterrada en nuestra cueva. Quien la escondió allí sabía que había un esqueleto sepultado en ella y a quién pertenecía. Y las personas que visitaron la cueva a lo largo de los siglos también sabían quién era la mujer. Las pruebas genéticas al menos nos darían alguna pista.

—Hola.

Erica alzó la vista, y al ver la sonrisa de Jared el corazón le dio un vuelco.

—Hola.

Las sesiones de espiritismo de la hermana Sarah no eran el único milagro que había tenido lugar allí. Jared había llamado por fin a su padre, y habían hablado durante una hora. No estaba todo resuelto, pero era un comienzo. Y Jared diseñaría una casa para Erica, quien le dijo que le gustaba la de los diminutos Arbogast.

—Tengo malas noticias. No he conseguido convencerlos para que no detengan las pruebas genéticas.

—Habrá que seguir intentándolo.

Jared la contemplaba con sus ojos oscuros, bebiendo cada detalle de su rostro. Erica se preguntó si alguna vez se cansarían de la deliciosa emoción que desencadenaba el hecho de estar juntos.

—Pero eso no es todo —prosiguió Jared—. Van a retirar los huesos y enterrarlos en un cementerio indio de la zona.

—¡No! ¿Cuándo?

—Lo antes posible. Lo siento, Erica. Nunca habría creído que acabaría pensando como tú, pero ahora estoy convencido de que es un error llevarse unos huesos sin antes identificar su filiación cultural. Nunca he sido religioso ni espiritual, pero sabemos que la mujer enterrada en la cueva lo era, al igual que las personas que vinieron para rendirle homenaje. Nuestro deber es respetar eso y localizar a los guardianes legítimos de su último hogar.

Se inclinó para besarla. En aquel instante, Luke asomó la cabeza.

—Esto… Erica. Tienes visita. Dicen que es importante.

Erica salió de la caravana y se protegió los ojos del sol con la mano.

—¡Señora Dockstader!

La mujer llevaba pantalones blancos, una blusa rosa claro, sandalias, un bolsito colgado del hombro con una larga cadena dorada y los ojos ocultos tras unas enormes gafas de sol.

—Hábleme de las jaquecas —pidió.

Jared invitó a Kathleen Dockstader y su abogado a hablar con Erica en su autocaravana, más cómoda y discreta que la tienda de Erica o el laboratorio.

—En cuanto se fue de mi casa, doctora Tyler —empezó la mujer—, pedí a mi abogado que investigara sus antecedentes. Al ver que no parecía una farsante, sino que era una prestigiosa antropóloga que trabaja para el Estado, decidí investigar su historia. Contraté a un detective privado para que localizara a cualquiera que hubiera vivido en las comunas hippies en aquella época y pudiera recordar algo. Por fin dio con un tipo que tiene una taberna en Seattle y había vivido en una comuna durante los años correspondientes. Dijo que recordaba a la joven Dockstader, una heredera que se había escapado de casa y no quería saber nada de los millones de su madre. Por aquel entonces, todos la admiraron, aunque, visto ahora, el hombre considera que estaba loca. El detective le preguntó si sabía qué había sido de ella. El hombre dijo que se había marchado de la comuna con un músico que llevaba una Harley.

Kathleen se detuvo frotándose las manos sin cesar. Había sucedido exactamente lo que predijera Jared. Después de que Erica y él se fueran de su casa una semana antes, la señora Dockstader no había podido dejar de pensar en Erica; incluso canceló su gira mundial de golf.

—Y además encontramos esto —prosiguió la mujer, haciendo una seña al abogado.

El hombre sacó un libro de su maletín y se lo alargó. Para su asombro, Erica comprobó que se trataba de su anuario escolar de 1982, el año en que se había graduado. Kathleen lo abrió por una página marcada en la que se veía una pequeña fotografía en blanco y negro que parecía sacada de un anuario anterior. La muchacha de la foto llevaba un peinado abombado con las puntas rizadas hacia afuera.

—Esta fotografía es de 1965 —explicó Kathleen—, cuando Monica tenía diecisiete años —Situó la fotografía junto a la de Erica—. En estas fotos, las dos tenían la misma edad. Un parecido asombroso, ¿verdad?

—Parecemos gemelas —musitó Erica.

Kathleen cerró el anuario y se lo devolvió al abogado.

—Pero lo que acabó de convencerme de que es usted mi nieta fue su pregunta sobre las jaquecas. Mi madre sufría unas jaquecas espantosas. No eran simples migrañas, sino extraños desmayos durante los cuales oía y veía cosas, visiones. Por lo visto, se trata de un mal hereditario, pues me dijo que una tía abuela mía también lo padecía. Nadie sabía nada del asunto, era una especie de secreto de familia. Las otras mujeres que acudieron a mí fingiendo ser usted con la esperanza de conseguir una recompensa o la herencia no sabían nada de las jaquecas.

—Señora Dockstader…

—Llámeme Kathleen, por favor.

—¿Por qué se fugó mi madre?

—Porque queríamos que viviera en un centro para madres solteras y mantuviera el embarazo en secreto. Teníamos intención de dar al niño a una de las hermanas de Herman… Herman era mi esposo, el padre de Monica. Se habría criado como primo de Monica. Creíamos que tener un hijo arruinaría la vida de Monica. Nos destrozó el corazón que se fugara. Era la princesa de Herman, la niña de sus ojos. Algo murió en su interior cuando Monica se fue. Pusimos anuncios en las secciones de clasificados de todos los periódicos importantes del país para pedirle que volviera a casa con el bebé, pero… nunca supimos nada de ella.

—¿Sabe quién es mi padre? —preguntó Erica en un susurro.

—Nunca nos lo dijo —Kathleen sacó un pañuelo con monograma del bolso—. No tengo ni idea. Monica no era mala chica, sólo testaruda. No se imagina cuántas veces desde entonces he deseado que su padre y yo hubiéramos adoptado una actitud distinta. Monica quería tener a su hijo en casa. Se habría quedado con nosotros —Miró a Erica con ojos relucientes y vulnerables—. Y usted se habría criado en nuestro hogar.

—No sé qué decir.

Kathleen se enjugó las lágrimas con el pañuelo.

—Yo tampoco. Necesitaré algún tiempo para acostumbrarme a esta situación.

Se miraron a los ojos. Erica escudriñó el rostro de Kathleen en busca de similitudes y advirtió que tenían el mismo nacimiento del cabello, mientras la anciana examinaba el rostro que algún día habría sido el de su hija.

—¿Podría…, podría ver la cueva? —pidió Kathleen.

—¿La cueva?

—Si es posible.

Jared las acompañó a la cueva ayudando a Kathleen a bajar por el andamio mientras Erica sacaba la llave que abría el candado de la verja de seguridad. Una vez dentro, encendió las luces fluorescentes que bañaban la cavidad en un brillo sobrenatural, alumbrando maderos, puntales, zanjas cavadas en el suelo, la pared con la pintura de los dos soles y los símbolos misteriosos, y por último a la señora, que yacía pacíficamente de costado bajo una protección transparente que parecía un sarcófago de vidrio.

Kathleen lanzó un suspiro mientras miraba a su alrededor, maravillada por el espectáculo.

—Lo sé todo acerca de esta cueva —aseguro en voz baja, como si no quisiera molestar a la Señora dormida—. Las pinturas, las palabras, la Primera Madre… Es tal como me la imaginaba.

Erica la miró sorprendida.

—¿Había estado aquí antes?

—No, no, el cañón ya había sido rellenado cuando yo era niña, pero me lo contó todo una persona que sí estuvo aquí.

—¿Quién?

—La mujer que pintó el cuadro de los dos soles que tengo colgado en el salón —explicó Kathleen con una sonrisa—. La mujer que se hizo construir aquí la «Iglesia de los espíritus». La hermana Sarah, mi madre, tu bisabuela. Yo soy su hija natural, la razón por la que desapareció del mapa.

—Mi madre siempre supo que había alguien enterrado en la cueva —contó Kathleen.

Ella y Erica estaban sentadas en el soleado salón de la casa de Palm Springs, hojeando álbumes llenos de fotos, recortes de periódico y recuerdos.

—Lo intuía pese a no tener ninguna prueba. Incluso afirmaba que el espíritu que habitaba en la cueva le había ordenado erigir su «Iglesia de los espíritus» en este lugar.

—¿Qué le sucedió? ¿Por qué desapareció?

—Estaba enamorada de un hombre casado, pero la esposa no le concedía el divorcio. Cuando mi madre descubrió que estaba embarazada, supo que eso molestaría a sus seguidores, así que optó por desaparecer. Se mudó a un pueblo que no tenía cine y donde había pocas probabilidades de que la gente la reconociera. Me crió sola, y nunca vi a mi padre. No sé si mantuvieron el contacto. Lo único que sé es que todo fue muy trágico. Mi madre murió cuando yo tenía veintisiete años. Fue enterrada en el cementerio de aquel pueblo, y aún hoy nadie sabe que la mujer enterrada en esa tumba es la famosa hermana Sarah.

—¿Por eso quisiste que mi madre renunciara al bebé?

Kathleen esbozó una sonrisa melancólica.

—Crecí presenciando la tristeza de mi madre. Intentaba ocultármela, pero los niños perciben esas cosas. Sabía que la gente la marginaba porque era una madre soltera y que también yo llevaba el estigma. Se hacía pasar por viuda para que pudiéramos llevar una vida más o menos normal. No queríamos que Monica tuviera que pasar por lo mismo.

—Este es tu tatara-tatara lo que sea —señaló Kathleen con una carcajada—. Se llamaba Daniel Goodside. Era capitán de un clíper de Boston. Encontré esta foto en un baúl; formaba parte de una pareja de retratos tomada en 1875. La otra mostraba a una mujer, pero estaba demasiado enmohecida para poderla salvar. En el dorso vi escrito el nombre: Marina, esposa de Daniel. No sé nada de Marina, ni siquiera su apellido. Imagino que era de Boston. Daniel perdió un brazo, como ves, puede que en la Guerra Civil. Además de marino, también era artista.

En la página opuesta se veía una pequeña acuarela que Daniel Goodside pintó en 1830, titulada «Chamán de la tribu topaa viviendo en la misión de San Gabriel Arcángel».

—Topaa —murmuró Erica—. Nunca había oído hablar de esa tribu. Kathleen cerró el álbum y se levantó.

—Seguramente se refería a los tongva. En aquellos tiempos había mucha confusión de nombres y palabras. Ven, ahora te voy a enseñar la finca.

Tomó a Erica por el brazo.

—El padre de mi marido, tu bisabuelo, importó las primeras palmeras datileras de Arabia y creó la plantación en 1890. Yo me casé con Hernian en 1946, justo después de la guerra. Tenía dieciocho años. Tu madre nació dos años más tarde, en 1948.

En aquel momento, una doncella las interrumpió para informar a Erica de que tenía una llamada. Era Jared.

—Será mejor que vuelvas. Hay novedades increíbles.

Oyeron una carcajada estentórea procedente de la autocaravana de Jared. La visitante era una mujer rolliza de mejillas coloradas, que tenía un firme apretón de manos.

—Doctora Tyler, me llamo Irene Young y creo tener algo que puede interesarle. Soy profesora de educación física en Bakersfield, pero mi hobby es la genealogía. Estoy investigando mi árbol genealógico, y cuando vi en las noticias que había encontrado usted la escritura de un rancho propiedad de la familia Navarro, supe que tenía que venir.

Sacó un portafolios de cuero de su bolsa de lona.

—He remontado mi árbol familiar materno hasta unos parientes llamados Navarro, que vivían en Rancho Paloma. Esta es una fotografía suya. —Le mostró una foto antigua protegida en una funda de plástico—. Mire lo que hay escrito al dorso. Esta foto fue tomada en 1866 con ocasión del cumpleaños de esta mujer —explicó al tiempo que señalaba a una anciana de aspecto muy digno sentada en medio de lo que parecía su familia.

Irene le contó que había localizado a muchos de los descendientes de las personas fotografiadas, pero que le quedaba una pareja por identificar.

Erica examinó con ojos entornados al hombre manco situado al fondo de la imagen.

—Dios mío, es Daniel Goodside —exclamó.

—¿Goodside? ¿Así se llama? Supongo que estaba casado con la mujer sentada a su lado.

—Debe de ser Marina —observó Erica, recordando lo que le había contado Kathleen.

—Se parece mucho a la mujer sentada en el centro, que imagino es la matriarca.

—Mi abuela me contó que no había logrado averiguar el apellido de Marina, que creía que era bostoniana. Dios mío…, ¿eso quiere decir que yo también soy descendiente de los Navarro? —Erica no daba crédito a lo que veía.

Irene señaló a una pareja de pie, al fondo de la fotografía. Irene señaló a una pareja de pie, al fondo de la fotografía.

—Estos son mis tatarabuelos, Seth y Angélique Hopkins. Angélique era sobrina de Marina Goodside y nieta de la matriarca, Angela.

Erica miró de nuevo la imagen. Por fin frunció el ceño con aire desconcertado, cogió una lupa y examinó detenidamente a las personas fotografiadas.

—Esta mujer es india —dictaminó.

—Por desgracia, no hemos logrado averiguar a qué tribu pertenecía. Imagino que sería de la misión…

—¡Jared! —exclamó Erica de repente—. Kathleen tiene una acuarela de Daniel Goodside en la que se ve a una mujer topaa.

—¡Topaa! ¿Crees que las personas de esta fotografía pertenecían a esa tribu?

—Todo concuerda, ¿no lo ves? —insistió Erica con creciente animación—. A Daniel Goodside le interesaba pintar a miembros de la tribu topaa. Estaba casado con una mujer que era medio india, una mujer que se apellidaba Navarro. Y entonces alguien enterró la escritura de Rancho Paloma, la tierra de los Navarro, en la cueva de Topanga… ¡Topanga! —profirió de pronto—. Nadie sabe qué significa esa palabra. Existen varias teorías, pero lo que sí queda claro es que «nga» significa «lugar de». Si una tribu llamada topaa vivía aquí, entonces todo encaja.

—¿Por qué nunca hemos oído hablar de ellos? —inquirió Irene.

—Puede que los topaa fueran de los primeros a los que llevaron a la misión; de ese modo habrían quedado asimilados muy pronto, y eso explicaría que desconozcamos su existencia —Erica se volvió hacia Jared—. Con estos nuevos datos podemos impedir que el Consejo Indio se lleve los huesos para enterrarlos. Es posible que nuestro esqueleto sea la única prueba de una tribu perdida. Ahora que tenemos el nombre de la tribu, también tenemos más probabilidades de encontrar a una descendiente probable.

Jared le dedicó una sonrisa enigmática.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Erica, de momento, tú eres la descendiente más probable.

Sam no estaba convencido, al igual que los miembros del Consejo Indio que se habían presentado con un ataúd y un chamán. Las pruebas de la doctora Tyler eran demasiado endebles, afirmaban, si es que podía llamárseles pruebas. Ya era hora de que la chamán reposara en suelo indio.

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