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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (43 page)

La pipa empezó a despedir nubecillas de humo.

—Estoy en apuros. Eliza. La señorita D'Arcy viene envuelta en un paquete muy bonito, pero no sirve para nada. He intentado enseñarle algunas cosas pero es como si le tuviera miedo al fogón. Cada vez que el tocino salpica grasa, se aparta con un salto, porque no quiere mancharse ninguno de sus preciosos vestidos. Y a los mapaches y los zorros les encanta mi cabaña, porque siempre tira un montón de comida. Hace un par de noches llegué y la vi saliendo de la cabina con la sartén envuelta en llamas. La tiró al río y tuve que comprar una nueva a Bill Ostler, así que ya te puedes imaginar lo que me ha costado la broma.

Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

—Nunca había conocido a una mujer que no supiese guisar ni coser. No es como tú, Eliza. Tú eres una mujer competente, que no se preocupa de estar guapa ni arreglarse, y además sabes lo que vale el dinero.

Eliza apretó los labios.

—Puede que pronto te libres de ella.

—No lo creo. Está trabajando para pagarme lo que me debe y además busca a su padre. No puedo darle la espalda con lo indefensa que está.

Eliza tuvo ganas de decir algo acerca de la indefensión de la señorita D'Arcy, pero se contuvo.

—¿Estás seguro de que ese padre existe? —preguntó en cambio. Seth la miró sorprendido.

—¿Por qué iba a mentir?

Eliza no respondió. ¿Cómo podía Seth haber alcanzado la edad de treinta y dos años sin saber que algunas mujeres dirían lo que fuera con tal de que un hombre cuidara de ellas?

—Entretanto, supongo que tendré que aguantar los ronquidos de Charlie Bigelow y las patatas chamuscadas para cenar —suspiró Seth.

—Aquí siempre tendrás buena comida, Seth. Pollo frito, bollos, salsa… Todos tus platos preferidos.

—Pero Eliza, si cobras tus platos a precio de oro —exclamó Seth con una carcajada.

—Te haría descuento, ya lo sabes.

—Nada de eso; sería injusto de cara a los demás, que trabajan tanto como yo. Insistiría, en pagar el precio normal.

Eliza volvió a contener la lengua. En ocasiones, el sentido de la justicia y la honradez de Seth Hopkins la mortificaban.

—Bueno, me parece encomiable el espíritu cristiano que demostraste al rescatar a esa pobre criatura.

—No tiene nada que ver con el espíritu cristiano. Sencillamente, no podía dejarla a merced de gentuza como Boggs. Cualquier otro hombre habría hecho lo mismo en mi lugar.

En tu lugar, pensó Eliza, cualquier otro hombre se habría llevado a la criatura a su casa para encerrarla en una jaula de oro y mirarla con ojitos de cordero degollado. Pero no así Seth Hopkins. En cuestión de mujeres era como si llevara anteojeras. En una ocasión le había hablado de una novia que había tenido en su tierra y que había acabado casándose con otro, pero en ningún momento había pronunciado la palabra amor. Eliza empezaba a preguntarse si no sería uno de esos hombres incapaces de amar. Lo más que podía pedirle una mujer era lealtad y protección, pero Eliza no esperaba más de un hombre. No estaba convencida de la existencia del amor romántico que ensalzaban los poetas. Los hombres podían tener piquito de oro cuando creían que una mujer estaba a punto de recibir una herencia, recordó con amargura, y hacer mutis por el foro en cuanto se enteraban de que en realidad no tenía un centavo. No, Eliza prefería la franqueza de Seth, porque al menos sabía a qué atenerse con respecto a él. Y si algún día se casaban, no esperaría siquiera enamorarse de él.

—¿Quieres que te eche una mano y enseñarle a la señorita D'Arcy los rudimentos de la cocina?

Seth la miró con el alivio pintado en el rostro.

—¡Oh, Eliza, sería magnífico! Creo que Angélique se beneficiaría mucho de la ayuda de una mujer mayor.

El semblante de Eliza Gibbons, que sólo contaba cuatro años más que la señorita D'Arcy y dos menos que Seth, se transformó en una máscara de hielo mientras sus ojos relucían como tiznes, pero de algún modo consiguió conservar la sonrisa.

—Déjalo todo en mis manos. Ayudaré a la señorita D'Arcy a arreglárselas con el fogón.

No podía creerlo. ¡Se le habían vuelto a quemar las patatas!

Mientras contemplaba la masa chamuscada que llenaba la cacerola, sintió que las lágrimas le quemaban los ojos. ¿Cómo se las componían las demás mujeres? Siempre ponía el fogón demasiado caliente o demasiado trío. Si prestaba atención a la carne, se le quemaban las verduras. Si removía el estofado, el pan de maíz se incendiaba. Era un juego de malabares. Cuando arrojaba las patatas a la parte trasera, sabedora de que los mapaches y los zorros se darían un festín más tarde imaginó la reacción del señor Hopkins. Nunca se enojaba ni la criticaba cuando estropeaba una comida o le quemaba las camisas con la plancha, sino que se limitaba a asegurar que la próxima vez lo haría mejor. Seth Hopkins era el hombre más ecuánime que había conocido en su vida. No podía imaginar que hubiera estado a punto de matar a un hombre, pero le había dicho que pasó un tiempo en la cárcel por eso. Seth no parecía capaz de albergar en su interior semejante rabia. Tal vez la mujer a la que protegió era alguien quien amaba. ¿Existía tal vez un aspecto oculto de Seth Hopkins, un manantial de pasión esperando a ser descubierto por la mujer adecuada, una mujer como ella, que entendía la pasión?

Angélique se regañó por tener semejantes pensamientos, por sorprenderse cada vez más a menudo soñando despierta con Seth Hopkins, su estatura, su fuerza, su rostro apuesto, la sensación que produciría un beso suyo, y entró de nuevo en la cabaña de sombras tenebrosas, olores mohosos y soledad. Había clavado ganchos en las paredes para colgar sus trajes y vestidos, y así poder limpiar las manchas y remendar los desgarrones. Mantener su guardarropa en condiciones impecables constituía casi un trabajo a tiempo completo y además era lo que le impedía perder la cordura.

Nunca habría creído que la vida pudiera ser tan dura. Le estaban empezando a salir callos en las manos, y siempre le dolían los músculos. Todo era trabajo, trabajo y trabajo sin la menor diversión. Ni siquiera el circo itinerante paraba en Devil's Bar porque el campamento era demasiado pequeño y el único piano del lugar se encontraba en el bar, que vedaba el acceso a las mujeres. Las única distracciones las proporcionaban las reyertas de los sábados por la noche, las ocasionales peleas a puñetazos en la calle o episodios sueltos, como el de la noche en que la destilería de aguardiente de Llewellynn, el galés, voló por los aires, o el día en que Charlie Bigelow, incapaz de aguantar un solo minuto más la gaita de Rupert MacDougal, salió escopeta en ristre, apuntó a la gaita y masculló:

—O te aprendes otra canción o te envío con la gaita al reino de los cielos de un tiro.

Hubo una ocasión memorable, el día en que nació el bebé de los Suenson. Los niños eran tan infrecuentes en aquella parte del territorio que los mineros acudieron de lugares lejanos para presentar sus respetos y llevar regalos al niño; incluso algunos indios vinieron cargados de abalorios y plumas. Angélique vio a hombres hechos y derechos llorar como niños al ver al bebé. Fue un momento tan conmovedor que le recordó la natividad de Jesús…, aunque aquella misma noche todos los hombres se emborracharon e inundaron el campamento de peleas y disparos.

La sensación más predominante era la añoranza. Añoraba los chiles y las tortillas. Afloraba el tañido de una guitarra española. Añoraba pasear por los inmensos mercados al aire libre de Ciudad de México, examinando la cerámica, las telas y las tallas de madera únicas. Añoraba tener a alguien con quien hablar español.

Cogió la figurilla azteca, la encerró en el puño sintiendo su forma conocida como un recuerdo reconfortante de su hogar, rogó en silencio a la pequeña diosa que le diera fuerza, besó el jade frío y volvió a dejar la estatuilla junto a la cama.

—¿Señorita D’Arcy?

Angélique se volvió y vio a Eliza Gibbons en el umbral.

—¡Oh, señorita Gibbons! —exclamó al tiempo que cogía una silla y le quitaba el polvo—. ¡Qué honor tenerla aquí! Entre, por favor.

Eliza echó un vistazo al vestido de satén verde de la joven, que caía sobre numerosas enaguas y hacía juego con sus arracadas de aguamarina. Como si tuviera que asistir a un gran baile, pensó Eliza, desdeñosa. Pero tenía el rostro y el cabello manchado de harina, y de cerca se apreciaban manchas en el vestido que el jabón no había logrado eliminar. No le extrañaba que la joven no supiera guisar; le preocupaba más el estado de sus ropas que dar de comer a Seth Hopkins.

—Confieso que era reacia a visitarla —empezó Eliza sin sentarse—. El señor Hopkins nos dio a entender que no se quedaría usted mucho tiempo.

—Creía que mi padre ya me habría encontrado a estas alturas.

—Y se acerca el invierno. En cuanto empiezan las lluvias, los viajes se complican y las comunicaciones se interrumpen.

¡El invierno! Angélique se desmoralizó un tanto. No aguantaría un invierno en aquel lugar.

—La he interrumpido mientras preparaba la comida.

—¡Oh!, soy un desastre en la cocina —suspiró Angélique—. He causado tantos problemas al señor Hopkins…

—Veo que está preparando sopa.

—No es la primera vez, pero el señor Hopkins dice que mi sopa no tiene sabor.

Eliza se quitó el sombrero.

—¿Con qué la condimenta?

—La señora Olster me dice que ponga dos pizcas de sal. Y eso es lo que hago.

—¿Sólo eso? ¿Dos pizcas de sal para toda la olla? Ese es el problema. La señora Olster quería decir dos pizcas de sal por ración. Esta olla es muy grande, de diez raciones al menos. Póngase sal en la mano… Eso, eso. Échela toda a la olla.

—¿Toda? —exclamó Angélique con los ojos muy abiertos.

—Quedará deliciosa —aseguró Eliza con una sonrisa—. Y ahora le contaré un secreto que utilizo en mis recetas —añadió al tiempo que cogía el frasco de melaza— y que, según el señor Hopkins, es la mejor sopa que ha probado en su vida…

Angélique había recobrado la esperanza cuando Seth volvió a casa aquella noche. Seth se sentó a la mesa y adoptó una expresión recelosa cuando Angélique le puso el plato delante con un guiño inesperado. Escudriñó la sopa, se llevó el plato a la nariz y olisqueó.

—¿Sucede algo? —preguntó Angélique.

—Esta sopa… Tiene un aspecto diferente y huele diferente.

—He añadido el ingrediente secreto —confesó Angélique con una sonrisa.

Seth se llevó una generosa cucharada de sopa a la boca y al instante la escupió, apresurándose a beber un trago de agua antes de enjugarse los labios con el dorso de la mino.

—¿Qué le ha hecho a la sopa?

Angélique se lo quedó mirando.

—¿Qué le pasa?

—¡Está horrible!

Se hizo el silencio entre ellos, quebrado sólo por el zumbido de las moscas. Al cabo de un instante, pálida e intentando no perder el control, Angélique apoyó las manos sobre la mesa y se levantó muy despacio.

—Señor Hopkins, me rescató usted de un terrible destino y siempre le estaré agradecida. Pero esta situación es mala para ambos y creo que debo marcharme.

—¿Marcharse? Pero si sólo quería saber qué le ha hecho a la sopa. Tiene un sabor…

—Horrible, ya lo sé. Todo lo que hago está mal y no mejorará.

Se dirigió con la espalda muy erguida hacia el barril de pólvora colocado en vertical junto a la cama, cogió la diosa de jade rosa, contempló durante largo rato, volvió junto a la mesa y dejó la figurilla sobre ella.

—Le dejo esto como pago de mi deuda —anunció en voz baja—. Vale más de lo que le debo, pero se la doy para quedar en paz con usted. Iré a Sacramento en la diligencia que pasa dentro de tres días.

Todos sus vestidos tenían al menos una mancha. Había intentado mantenerlos en buen estado, pero le había resultado imposible protegerlos de la grasa, la salsa, el café, el zumo, el hollín y la tierra. Los delantales de nada le habían servido, y la tienda de Bill Ostler no tenía quitamanchas adecuados. En cuanto llegara a Sacramento dedicaría toda su energía a recuperar el esplendor de su guardarropa.

Mientras disponía cada vestido en el baúl con todo cuidado, intentó no pensar en el hombre al que dejaba atrás. Seth poblaba sus sueños y pensamientos día y noche, a veces en forma de bondadoso salvador, otros en la figura de un amante apasionado. ¿En qué momento se había adueñado de su corazón? ¿Cómo no lo había previsto?

Seth llevaba tres días sin aparecer, de modo que cuando oyó pasos en el exterior, el corazón le dio un vuelco. Pero no era más que Bill Ostler.

—Me han dicho que se marcha, señorita. Habría venido antes, pero tengo a la mujer acatarrada y he pasado la noche en vela con ella —Angélique advirtió sus ojeras y sus mejillas enrojecidas—. Es una lástima que se vaya, señorita D'Arcy. Es usted lo mejor que le ha pasado a Seth. No le vendría mal un poco de suerte. ¿Le contó que estuvo en la cárcel?

—Sí, me dijo que casi mató a un hombre que estaba pegando a una mujer.

—¿Le contó también que el hombre era su padre y la mujer, su madre? El viejo Hopkins la golpeó tan fuerte en la cabeza que por poco la deja ciega. Y entonces Seth decidió que había llegado el momento de acabar con la amenaza de su padre. No se arrepintió en ningún momento: por eso lo pasó tan mal en la cárcel. ¿Le importaría darme un poco de agua? Me duele mucho la garganta.

Angélique le dio un vaso.

—Bueno, señorita D'Arcy, adiós. Ha sido un placer conocerla.

Angélique se estaba anudando el sombrero bajo la barbilla cuando Seth apareció por fin en el umbral. Tenía aspecto de llevar varios días sin dormir.

Seth se quedó mirando sus ropas de viaje, el sombrero y los guantes, el baúl junto a la entrada, listo para ser cargado en la diligencia.

—He estado pensando mucho estos últimos tres días —musitó con voz fatigada.

Le tomó la mano, dejó en ella el talismán de jade y le cerró el puño en torno a la pequeña diosa azteca. Luego sacó el libro de cuentas y arrancó la página titulada Angélique.

—Cometí un error al traerla aquí. No sabía lo difícil que sería para usted, ni lo distinto que es el mundo del que procede. En fin, ya sabe dónde estoy. Cuando encuentre a su padre él puede venir a saldar la deuda. Pero yo no la presionaré.

Seth miró a su alrededor; la cabaña ofrecía un aspecto inhóspito, pues Angélique había retirado todos los toques de color, incluso las cortinas de calicó para la ventana que no existía.

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