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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (20 page)

Durante el largo viaje en que recorrió medio mundo, Felipe imaginó cómo habría sido el día, seis años atrás, en que los padres llegaron al río de la Porciúncula para afrontar la amenaza de una multitud de salvajes que blandían lanzas, arcos y flechas. Temerosos de morir a manos de aquellos seres, los padres habían sostenido en alto una pintura de Nuestra Señora de los Dolores para que los salvajes la vieran. Y milagro de los milagros, los paganos reconocieron al instante que se hallaban en presencia de la Virgen y depusieron las armas.

Felipe estaba convencido de que se trataba de una señal de que, en aquel lugar, un hombre humilde podía hallar la gracia. Gracia…

Olvidadas las flores que tenía en las manos y la joven india que se hallaba junto a él, Felipe alzó la mirada y contempló el horizonte durante largo rato. En su mente resonaba una voz. «Bendito sea san Francisco, que hablaba con el Señor cada día, y cuando yacía moribundo en la Porciúncula pidió ser sepultado en una fosa de criminales. Yo deseo lo mismo. Quiero que mi cuerpo yazca en la sepultura más humilde del lugar más despreciado».

San Francisco se llamaba a sí mismo «la más vil de las criaturas de Dios». Felipe anhelaba humillarse de aquel modo, degradarse igual que el santo. Quería que los hombres escupieran sobre él y le arrojaran tierra, pues ansiaba la humillación que habían sufrido san Francisco y sus hermanos. Pero…

El corazón de Felipe dio un vuelco al sentir un dolor que crecía en su interior día a día, el dolor de la duda, la culpa, el desprecio hacia sí mismo. Una noche, en el establo mientras yacía postrado en el estiércol de vaca, implorando éxtasis al cielo, había tenido una revelación. ¡Hombre arrogante! había gritado una voz en su interior. Acaso no es un acto de soberbia desear humildad: ¿Cómo puedes ser humilde y soberbio a un tiempo?

Dios Todopoderoso, quiso gemir Felipe en aquel jardín que trabajaba, en presencia de la joven pagana convertida a Cristo tan poco tiempo atrás. ¡Mírame como a tu siervo más vil! Presencia el castigo que inflijo a este desgraciado cadáver llamado Felipe. Observa cómo detesto la comida y la bebida. Mira estas marcas que dejo cada día en mi piel indigna… y recompénsame con la visión, por muy breve que sea, de tu Divino Semblante.

Dejó caer los brazos. No era suficiente. Tras tres años de privaciones, trabajo duro y degradaciones. Felipe comprendía desesperado que no había hecho suficiente para ser recompensado con la visión de Cristo. Debía esforzarse más, pero ¿cómo? «Si pudiera volver a casa, a España, recorrería toda Europa a gatas para postrarme en la Porciúncula, donde murió mi Bendito y Perfecto San Francisco».

Preguntándose qué atraería tanto la atención de Felipe, Teresa miró más allá del jardín, los pastos y los campos de trigo, allí donde el río serpenteaba por e] llano.

—¿Qué veis, hermano Felipe?

—La Porciúncula —musitó el fraile con extraña voz—. Lo llamamos así en memoria de san Francisco.

—¿A qué os referís? ¿Al río?

Esperó respuesta con creciente inquietud.

—¡Hermano! —insistió, rozándole el brazo.

—Cerca de Asís hay una iglesia pequeña y modesta, la Porciúncula, que significa «pedacito» —explicó Felipe como si contemplara algo que sólo él pudiera ver—. Se llamaba así porque era un edificio diminuto que se erigía olvidado y casi en ruinas. San Francisco la encontró un día, y al descubrir que debía su nombre a los ángeles que habían elevado a Nuestra Señora a los cielos en la Ascensión, decidió restaurarla y vivir allí un tiempo, justamente entonces, mientras habitaba Nuestra Señora de los Ángeles de la Porciúncula, en el año de nuestro señor 1209, experimentó una revelación divina acerca de su vida. Años más tarde, ya moribundo, pidió que lo llevaran a la Porciúncula para poder morir allí. Y ahora hemos venido a este lugar, quinientos años después de su muerte, y hemos bautizado un río con el nombre de la iglesia a la que san Francisco tanto afecto profesaba.

Cerró los ojos y se balanceó un poco.

—Hermano Felipe —dijo Teresa al tiempo que le asía el brazo y percibía asombrada, su extrema delgadez bajo la manga de lana—. ¿No os encontráis bien?

Felipe abrió los ojos, se obligó a salir de su ensimismamiento y miró los dedos fuertes y bronceados que le aferraban el brazo. Y entonces recordó. Teresa. Estaba recogiendo hojas de dedalera con Teresa. La miró con los ojos entornados por el dolor, sintiendo un singular consuelo al ver su rostro redondeado y tranquilo, reflejo de una paciencia que le hacía pensar en la eternidad. Había algo en aquella muchacha, su primera conversa… No lograba definirlo. No se parecía a los demás indios de la misión. Tenía la nariz más grande, el nacimiento del cabello en punta sobre la frente, los límpidos ojos negros esperando sus pregunta. Era la personificación de una respuesta, pero estaba fuera del alcance, al igual que las estrellas, el sol y la luna.

La misión estaba construida en torno a una plaza y constaba de cuatro chozas de paja con un pasadizo interior que comunicaba la capilla, los talleres, la cocina, el refectorio, los almacenes, los alojamientos de los sacerdotes y una estancia llamada el monjerío, donde todas las féminas de más de seis años eran encerradas cada noche hasta la mañana siguiente. Por un ventanuco, las presas oían a los hombres de sus tribus disfrutar de la vida bajo las estrellas mientras fumaban sus pipas y se entregaban a sus juegos de azar. Los padres habían intentado convencerlos de que no jugaran pero con escaso éxito, por lo que decidieron desistir y permitirles que se divirtieran, siempre y cuando respetaran el régimen diario de oración, trabajo en los campos, más oración y más trabajo.

Era tarde, y la puerta del monjerío estaba cerrada. Teresa caminaba entre las mujeres tendidas sobre esteras y cubiertas con mantas. Hoy el número de enfermas había aumentado. Muchas tosían, jadeaban y ardían de fiebre. Ninguna de ellas podía comer, y pocas lograban tragar agua. La carne menguaba sobre sus huesos mientras sus pulmones escupían sangre. Por mucho que Teresa intentaba ayudarlas con los caldos e infusiones del hermano Felipe, además de sus remedios topaa. La enfermedad se propagaba. Era un mal distinto a cuantos había conocido su pueblo, y Teresa sabía que se debía a los espíritus que habían traído consigo los hombres blancos, espíritus que no pertenecían a aquel lugar, sino a un mundo muy lejano. Los hombres blancos no morían cuando esos espíritus penetraban en sus cuerpos. Algunos ni siquiera enfermaban: pero los topaa y las demás tribus carecían de poder para combatirlos.

Muchas de aquellas mujeres habían acudido a la prisión en busca de la protección de los padres porque temían a los soldados, hombres violentos que gustaban de embriagarse y perseguir a caballo a nativas indefensas para atraparlas en sus lazos como si de bestias se tratara y violarlas. Con sus lanzas y flechas, los esposos y hermanos de las mujeres no podían defenderse de los mosquetes de los soldados. Así pues, era más seguro abandonar los poblados y refugiarse en la misión, pero ¿a qué precio?, se preguntó Teresa mientras paseaba la mirada por la atestada choza y escuchaba la mezcolanza de lenguas mientras los tongva intentaban hablar con los chumash, las mujeres intentaban calmar a los bebés que lloraban en sus brazos y las jóvenes, con expresión atormentada, se preguntaban dónde iban a encontrar marido y quién se dedicaría al estudio de los linajes familiares. En otra época, en otra vida, tal vez habrían acudido a la mente de Teresa las palabras «desmoronamiento del orden social». Pero lo único que comprendía aquella noche de infinitas preguntas era que, de repente, las cosas no iban bien en el mundo.

Llegó a la última estera y se arrodilló con sigilo junto a la mujer que yacía de costado contra la pared. Su nombre de bautismo era Benita, los soldados la habían violado y dejado embarazada. Cuando sufrió un aborto, los padres sospecharon que se lo había inducido por no tener marido, de modo que la castigaron poniéndole grilletes en los tobillos, azotándola en público, obligándola a ponerse una túnica de tosca tela de saco, cubrirse de cenizas y llevar siempre una imagen de madera de un niño pintado de rojo para simbolizar el pecado del aborto. En misa dominical la obligaban a colocarse delante de la iglesia de la misión para someterse a las pullas y los dicterios de los feligreses. Tal castigo pretendía forzar a las mujeres indias a conservar los hijos no deseados porque los padres consideraban el aborto como un pecado. Sin embargo, no parecían comprender que las enfermedades eran las responsables de tantos abortos espontáneos entre las topaa. Al igual que los espíritus malignos que atormentaban a las mujeres con fiebres y congestiones pulmonares, una enfermedad que los padres denominaban «neumonía», había espíritus que causaban llagas y erupciones, que los padres llamaban «sífilis» y «gonorrea». Eran espíritus nuevos para los topaa, al igual que las hierbas nuevas, los animales nuevos y las flores nuevas. Y su gente no podía luchar contra todo ello.

Benita agonizaba: su enfermedad no afectaba al cuerpo, sino al espíritu. No había provocado que su hijo nonato abandonara su cuerpo, pero los padres no la creían. Debían infligirle un castigo ejemplar, decían, al igual que a los maridos y hermanos bautizados que intentaban volver a su antigua vida. Los soldados les daban caza, los traían de vuelta y los atrapaban en un aparato llamado «cepo» para que la gente se burlara de ellos.

Teresa se acuclilló y pensó en las mujeres y muchachas hacinadas en la pequeña choza sin ventilación, fuego que las caldeara ni chamán que impidiera a los espíritus pasar de un cuerpo a otro. Bastaba con que una mujer fuera poseída por el espíritu del sarampión o el tifus para que todas las demás enfermaran, pues el espíritu se apoderaba de una tras otra.

Los padres no parecían comprenderlo; pero había tantas cosas que no comprendían…

¿Por qué insistían en sudar durante el verano envueltos en sus gruesas túnicas de lana cuando tenía mucho más sentido ir desnudo? ¿Por qué obligaban a las mujeres a cubrirse, aduciendo que sus pechos eran motivo de vergüenza? ¿Por qué los llamaban «indios»? Había muchas tribus de lenguas, mitos y antepasados diferentes. La mujer junto a la que se encontraba era yangna, pensó. Descendían de linajes distintos. Teresa no conocía sus costumbres y la mujer ignoraba las suyas. Y aquellas mujeres de allí eran tongva, sin relación alguna con la raza de Teresa; pero los padres no lo comprendían.

Teresa había intentado mantener la tradición de contar historias por las noches, los cuentos y mitos que vinculaban las generaciones hasta los primeros antepasados. Pero los padres dividían a los clanes e incluso a las familias; se llevaban a los hermanos a una misión y a las hermanas a otra; separaban a los abuelos de sus nietos, a los primos de sus primos, de modo que las historias que se narraban por las noches no siempre pertenecían a la propia tribu. Teresa temía que si las cosas continuaban por aquellos derroteros, los ancianos morirían sin haber transmitido las historias a los jóvenes. Por ello se sentaba junto a las demás prisioneras y les hablaba de la Primera Madre, que había llegado del este y provocado un terremoto al pisar un caparazón de tortuga. Contó la historia del forastero que había salido del mar y los ojos mágicos que había entregado a los topaa. Pero los mitos de Teresa no significaban nada para muchas de aquellas mujeres, porque ellas tenían otros.

—¿Era Jesús? —le preguntó una de las niñas cuando refirió la historia del hombre llegado del mar.

Los mitos de los pueblos empezaban a confundirse con los cristianos y, lo que era aún peor, a las niñas les costaba comprender a Teresa porque estaban aprendiendo a hablar sólo español. Al ser bautizadas, todas ellas habían recibido nombres españoles, por lo que las más jóvenes empezaban a olvidar sus hombres tribales.

Teresa asió la bolsa de cuero que pendía de su cuello y que contenía la piedra espiritual heredada de la Primera Madre.

¿Por qué había tanta enfermedad entre la gente? Su madre había muerto de la afección pulmonar, y otras tosían y ardían de fiebre. ¿Se debía a que nadie contaba las historias? Teresa se culpaba mientras miraba a las mujeres enfermas y asustadas. «No debería haberme quedado aquí. Debería haber vuelto para cuidar de la cueva. ¿Quién cuida de la Primera Madre? Nadie, por eso ha caído sobre nosotros este maleficio».

Sabía lo que debía hacer. Para salvar a su gente, debía regresar a la cueva aunque estuviera prohibido y el castigo fuera severo. Sencillamente, tendría que procurar que los soldados no la encontraran, porque sin duda irían en su busca, como siempre que se fugaba alguien. Teresa no tenía el castigo tanto como la posibilidad de no volver jamás a la cueva.

Por último pensó en Felipe. Le rompía el corazón alejarse de él, porque si se marchaba no podría regresar. Pero su pueblo estaba enfermo, moribundo; para salvarlo debía dejar a su amado Felipe y no volver a verlo nunca.

El ventanuco era apenas lo bastante ancho para salir por él. Sus amigas la auparon y la colmaron de bendiciones y buenos deseos tanto en topaa como en dialectos que Teresa no comprendía. Prometió no dejarse atrapar: prometió no permitir que se perdieran las costumbres. Y por fin se alejó en la noche, silenciosa como un gato.

En primer lugar se dirigió al jardín de hierbas medicinales, ocultándose entre las sombras negrísimas y guiándose por la tenue luz de la luna y las estrellas. Entre las hierbas y plantas cogió flores y hojas oscuras. Luego pasó a toda prisa ante el establo y caminó hacia el este, donde encontraría el antiguo camino que conducía a las montañas.

Se detuvo en seco al oír un extraño ruido.

Aplicó el ojo a una grieta en la puerta del establo, pero por un instante no halló lo que buscaba. De repente profirió una exclamación. Felipe estaba arrodillado en la pocilga, desnudo de cintura para arriba, azotándose con seis correas de cuero anudadas y atadas a un mango de madera. Tenía toda la espalda ensangrentada.

Teresa abrió la puerta de par en par, entró corriendo en el establo y se arrodilló junto a él.

—¿Qué estáis haciendo, hermano Felipe?

El fraile no la vio, sino que continuó flagelándose.

—¡Basta! —gritó Teresa al tiempo que le arrebataba el látigo—. ¿Qué hacéis, hermano?

Felipe se quedó mirando su mano vacía, luego volvió la cabeza y la miró con ojos nublados.

—Teresa…

Al comprobar la profundidad de sus heridas y las cicatrices que surcaban su espalda, Teresa rompió a llorar.

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