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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (24 page)

Acto seguido se quitó la piedra espiritual que llevaba alrededor del cuello, la colgó del cuello de Angela, se arrodilló ante ella y la asió por los hombros.

—Te llamas Marimi, no Angela. Voy a llevarte a un poblado donde la gente no ha oído hablar del dios español que ordena a su pueblo robar tierras ajenas. Crecerás con las costumbres de los topaa y la Primera Madre —acarició con la mano la mejilla de la niña, ese ángel que le había dado un santo—. Mi preciosa hija, eres especial, una elegida. La enfermedad que a veces te ataca la cabeza no es un mal, sino un don, y algún día lo comprenderás. Pero hasta entonces…

De repente le acometió un fuerte ataque de tos.

—¡Mamá! —gritó la niña.

Teresa contuvo el aliento hasta que el dolor menguó. El trayecto hasta la cueva la había debilitado. No se había dado cuenta de que estaba tan enferma.

—Escucha lo que te digo, hija mía. Tu nuevo nombre es Marimi, ¿lo entiendes? Ya no eres Angela, pues ése es el nombre de los forasteros cristianos que no pertenecen a este lugar. Eres Marimi, la nueva guardiana de la cueva. ¿Lo has entendido?

—Si, mamá.

—Dilo, hija, dime cómo te llamas.

—Marimi, mamá.

—Bien. Ahora tenemos que irnos. Al oeste de aquí hay poblados a los que los intrusos no han llegado. Ahí estaremos a salvo; los soldados nunca nos encontrarán.

Pero cuando Teresa se volvió hacia la entrada de la cueva, sus piernas se negaron a seguir sosteniéndola, y cayó al suelo.

—No puedo continuar jadeó sin aliento—. Escúchame con atención, Marimi. Tienes que ir a buscar ayuda. Baja por el cañón y gira hacia el mar. ¿Puedes hacerlo?

La niña asintió solemnemente.

—Hay un poblado… Algunos de los nuestros aún viven allí. Diles que estoy en esta cueva, la cueva de la Primera Madre, y que estoy enferma. Repítelo, hija mía, para que sepa que lo has entendido.

Angela repitió las instrucciones, y Teresa se apoyó contra la pared.

—Ellos tienen medicinas que me curarán, y entonces viviremos entre los nuestros. Vete, hija mía, camina hacia el mar, hacia el poblado, y trae ayuda. Esperaré aquí.

La pequeña descendió por el cañón, resuelta a cumplir su misión, pero acabó por perderse. Torciera en la dirección que torciera, siempre topaba con más cañones, más rocas, y no encontró ni rastro del mar ni de ningún poblado. Desesperada, rompió a llorar.

De pronto apareció ante ella un hombre semidesnudo, de cabello largo y aplastado por la suciedad, la piel quemada por el sol y una expresión salvaje en los ojos.

Angela se volvió y echó a correr, pero estaba atrapada, pues el salvaje se encontraba entre ella y la boca del cañón.

Se cernía amenazador sobre ella, mirándola con expresión confusa, demacrado, con el mugriento cuerpo surcado de cicatrices y llagas, y cubierto sólo por un tosco taparrabo hecho jirones. Sin embargo, sus ojos verdes denotaban inteligencia, y al cabo de un rato apareció en ellos un destello de comprensión.

—¿Por qué lloras, hija mía? —preguntó con voz asombrosamente suave.

La niña dejó de llorar.

—Mi mamá está enferma y no encuentro el poblado.

El hombre parpadeó y luego miró en derredor.

—¿Dónde está?

—En la cueva.

El hombre permaneció inmóvil. La cueva. Recordaba una cueva… ¿Fue ayer o hace años? La cueva donde había experimentado el éxtasis, donde había sido tocado por la Mano de Dios. A partir de entonces caminaba cada día con Jesús por aquellas montañas.

Frunció el ceño al observar a la niña con más detenimiento. El nacimiento del cabello, la forma de los ojos, los labios carnosos… ¡Teresa!

Y algo más. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Su propia madre… Se debatió mentalmente con recuerdos que había desterrado largo tiempo atrás. Y también una de sus hermanas. Era el mismo lunar.

—No llores, pequeña —musitó con una sonrisa que puso al descubierto varios dientes rotos—. Sé dónde está tu madre; conozco la cueva. La ayudaremos a ponerse bien.

Alargó una mano nudosa, y Angela deslizó en ella la suya.

—¡Quieto! —gritó de improviso una voz, rebotando contra las paredes del cañón.

Angela y el salvaje se volvieron y vieron a un oficial español al pie del cañón.

—¡Suéltala! —ordenó al hombre.

El hermano Felipe avanzó un paso con las manos extendidas. Dispuesto a explicarse. Pero el gatillo fue más veloz, y la bala de mosquete lo alcanzó en el corazón, derribándolo al instante.

Angela empezó a gritar. El capitán Lorenzo corrió hacia ella y la alzó en volandas para alejarla del muerto. Salió del cañón, fue al lugar donde había atado el caballo, dejó a la niña en el suelo e intentó consolarla.

—No puede hacerte daño, pequeña. El salvaje ya no está. La niña calló y se lo quedó mirando.

—¿Hablas español? —inquirió el hombre.

La niña asintió y de inmediato empezó a llamar a su madre.

Una niña preciosa, se dijo entretanto don Lorenzo, intrigado por el nacimiento del cabello que contenía a su rostro forma de corazón. Y aparentaba la edad que su hija tenía al morir.

Su ropa indicaba que era una india de misión. ¿Se habría fugado?

—¿Cómo te llamas?

—Tengo que ir con mi mamá —replicó la niña en español—. Está enferma.

—¿Enferma?

Don Lorenzo miró a su alrededor: en el cañón estaba cada vez más oscuro y hacía más fresco. Así que la madre se había escapado con su hija y había subido allí para esconderse de los misioneros. Y además estaba enferma. Al caer la noche, quedaría indefensa ante los gatos monteses y los osos pardos que habitaban aquellos montes.

Una idea empezó a cobrar forma en la mente del capitán.

—Te llevaré con tu mamá si me dices tu nombre.

La niña se frotó los ojos con los puños. Empezaba a dolerle la cabeza. Mamá le había dicho algo acerca de su nombre, pero no lo recordaba.

—Angela —respondió.

Don Lorenzo la aupó sobre el caballo, y la pequeña guardó silencio durante un rato, pero al ver que se alejaban de las montañas, empezó de nuevo a gritar y llamar a su mamá, así que el capitán le cubrió la boca con la mano y espoleó al caballo para que acelerara el paso, sabedor de que la niña acabaría olvidando, sobre todo cuando su esposa la acogiera como a una hija y la colmara de amor.

Galopando por la llanura, cada vez más lejos de las montañas y el mar, con la niña inmovilizada entre sus brazos y pensando que Luisa dejaría el luto y volvería a aceptarlo en su lecho, don Lorenzo decidió que, a decir verdad, había tenido buena caza.

Capítulo 9

—Se volvió loco cuando murió su mujer.

Erica dio media vuelta sobresaltada. Ginny Dimarco lucía una sonrisa dura que hacía juego con sus duros ojos. Había seguido a Erica hasta la piscina, lejos de los ruidosos invitados y la estruendosa música de los Gypsy Kings cantando «Hotel California» por los altavoces. Pese al frío de la noche, algunos invitados se bañaban en la piscina climatizada, pero la playa que se extendía más allá de la casa estaba desierta.

Erica sabía que Jared Black había sido invitado a la fiesta en la casa de la playa de los Dimarco y que había rehusado asistir. Sospechaba que Ginny Dimarco recurría ahora a la venganza de la anfitriona despechada, es decir, a la murmuración maliciosa sobre el invitado ausente, sobre todo porque el invitado en cuestión era jefe de la Comisión en pro del Patrimonio Indio y la anfitriona, una rica mecenas de las artes en plena cruzada personal para conseguir un museo de arte indio que llevara su nombre.

Cinco minutos antes, en el interior de la fabulosa casa que los Dimarco poseían en la playa de Malibú y que era una exposición de cerámica pueblo, cestería de la Costa Oeste, fetiches zuni, muñecas kachina, tótenas, esquimales y máscaras kwakiutl, Ginny había acorralado a Erica en un rincón con una extraña mirada febril en los ojos.

—¿Qué se siente al volver a trabajar con Jared Black?

En realidad no quería asistir a la fiesta de los Dimarco, pero Sam le recordó que era una buena estrategia de relaciones públicas y que debían ser amables con los ricos que financiaban las becas. Así pues, Erica se embutió en el único vestido de noche que tenía, un sencillo trapo negro de tirantes finos, y se peinó el cabello en una especie de moño de fiesta. Se sentía rara con tacones altos y medias tras pasar semanas con los pies metidos en calcetines y botas de trabajo.

—No estoy trabajando con él —puntualizó Erica.

—Bueno, pues luchando con él —se corrigió Ginny con una risita seca—. Es una lástima que el señor Black tuviera otro compromiso esta noche —añadió tras una pausa, mirando a Erica con fijeza—. Hay personas a las que les habría gustado conocerlo…, personas importantes —Erica detectó un destello hostil en su mirada—. Las invitaciones se enviaron hace semanas —concluyó con retintín.

Erica sabía que Ginny esperaba oír alguna explicación, alguna excusa en nombre de Jared por tan imperdonable ausencia. Se preguntó si Ginny habría utilizado el nombre de Jared como anzuelo, si habría invitados que habían venido con la intención de mezclarse con personajes relevantes y hacer contactos en Sacramento. Mientras Erica pugnaba por contener la lengua, pues estaba tentada de replicar que Jared estaba en el campamento mirando reposiciones de series antiguas por la tele, otro invitado las interrumpió para alabar a Ginny por la fabulosa tiesta. Erica aprovechó la oportunidad para escapar a la piscina, llenarse los pulmones de aire marino, huir del parloteo de la fiesta, estar a solas e intentar poner en orden sus confusas emociones.

Jared poblaba con cada vez más insistencia sus pensamientos y sueños, susurrándole que el Jared que veía no era el verdadero. Necesitaba desentrañar aquella creciente fijación, hallar sus raíces y comprenderlas; pero la anfitriona, implacable como un predador, la siguió.

—Sabe que se volvió loco cuando murió su mujer, ¿no? —insistió sin apartar la mirada de Erica.

¿Por qué la atacaba de aquel modo?, se preguntó Erica. De repente se le ocurrió que Ginny esperaba que volviera al campamento con algo que contar y dejara bien claro al grosero comisario que había cometido un error inexcusable al no hacer acto de presencia.

—Después del funeral —prosiguió Ginny como si Erica le hubiera pedido más información—, desapareció de la faz de la tierra. Su familia organizó una búsqueda con todas las de la ley, porque estaban preocupadísimos. Bueno, supongo que no creían que se hubiese suicidado, pero circularon ciertos rumores.

Erica la miró parpadeando. ¿Suicidio?

—¿No lo sabía?

—Estaba en Europa.

—Bueno, pues fue un notición cuando Jared desapareció y la policía no lograba dar con él. Al cabo de cuatro meses, un equipo de biólogos marinos lo encontró por casualidad en una de las islas del Canal de Santa Bárbara. Se había convertido en un auténtico indígena. Lo encontraron desnudo y pescando en una laguna con una lanza. Llevaba el pelo largo, se había dejado crecer la barba y estaba negro, según dijeron.

Algunas siluetas oscuras empezaban a materializarse en las dunas, familias que llegaban en grupos, aparcaban en la cuneta de la carretera de la costa y se lanzaban a la playa con linternas y sacos para la pesca anual del pez gruñón. Erica, absorta en la imagen de una figura perdida entre madera de deriva, andarríos y quelpo, apenas si reparó en ellos.

—Tuvieron que perseguirlo —continuó Ginny, animada por la reacción de su invitada—, pero se escondió en unas cuevas. Siguieron su rastro como si fuera un animal, y al final dieron con él esperando a que se hiciera de noche y guiándose por la luz de su hoguera.

Erica redescubrió la copa de vino que tenía en la mano y bebió un largo trago sin dejar de contemplar el horizonte, donde las estrellas besaban al mar. De repente la consumía una furia incontrolable.

—Cuando los biólogos lo trajeron a casa fue un bombazo, por supuesto. Black padre solicitó un examen psicológico e incluso pretendía internarlo en un psiquiátrico para tenerlo en observación, pero Jared se limitó a cortarse el pelo, se afeitó y volvió al trabajo como si nada hubiera sucedido. Aunque no es normal, ¿no le parece? Claro que un hombre tiene que llorar a su mujer, pero ¿hasta ese extremo? —Lanzó una carcajada, y la luna arrancó destellos a su gargantilla de diamantes—. La verdad, no esperaría que mi Wade se transformara en un aborigen a mi muerte.

Erica agarró la copa con más fuerza, sintiendo deseos de arrojar el vino a la cara de aquella mujer. Sin embargo, se obligó a concentrarse en las hogueras que brillaban a lo largo de la playa.

«El gruñón es una especie de pescado de playa, de unos veinte centímetros de longitud, boca pequeña y desdentada. Cada año, de marzo a agosto, miles de gruñones cabalgando sobre las olas, las hembras horadando frenéticas la arena mojada para poner en ellas sus huevos mientras los machos las siguen y fertilizan, hacen recorridos nocturnos de freza en las playas de California. Luego, todos vuelven a la mar hasta la siguiente migración, a menos, por supuesto, que los atrapen los humanos que esperan en la orilla para coger a los confiados peces con las manos y meterlos en los sacos».

Erica había participado a menudo en la pesca del gruñón, sosteniendo la linterna o el saco para luego sentarse a disfrutar de la barbacoa nocturna y engullir tan contenta a las desventuradas criaturas. Sin embargo, aquella noche el espectáculo le producía una tristeza inexplicable.

«Se volvió loco». Erica imaginó el altar que Jared debía de haber erigido a su esposa en el dormitorio de su autocaravana. Consistiría en el retrato de Netsuya rodeado de flores frescas que Jared cambiaría cada día, y tal vez incluso velas. Jared hablaría con Netsuya cada noche antes de acostarse y le dedicaría sus primeras palabras cada mañana.

Erica se llevó la mano al pecho: de repente le costaba respirar. A varios metros, grandes olas rompían en la orilla, y dos niños corrían por la playa esgrimiendo sus linternas y profiriendo agudos chillidos. El haz de una de las linternas cegó por un momento a Erica.

«El sol cegador de las islas del Canal, salvajes y barridas por el viento».

En aquel momento, algo le golpeó el pecho con inmensa fuerza, como la onda expansiva de una bomba. Emitió un jadeo entrecortado.

—Mire eso —espetó Ginny con otra carcajada amarga—. Esos gruñones no tienen ninguna posibilidad. ¿Dónde si no en el sur de California se arrojarían los peces a la orilla? —resopló meneando la cabeza—. ¡Pero si ni siquiera hace falta una caña de pescar! No me extraña que nuestros indios fueran tan pacíficos.

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