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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (16 page)

En ese mismo instante se le ocurrió la idea de enseñar a los topaa los secretos del mundo moderno. Enseñándoles a fabricar papel, extraer metales, usar la rueda y la bestia de carga, construir casas y vivir según los relojes, abriría los ojos de Marimi, le haría comprender el alcance de le inopia en que vivía y la induciría a desear acompañarlo.

Su plan fracasó.

Los sucesivos proyectos despertaban un interés inicial en la gente, pero no tardaban en perder atractivo para ellos. Don Francisco consiguió fabricar velas, que en un principio maravillaron a los topaa, pero cuando se consumieron, no manifestaron deseo alguno de fabricar más. Cuando confeccionó una especie de jabón, los miembros de la tribu se enjabonaron gozosos, pero cuando se acabó, perdieron el interés. Instaló un pequeño huerto de girasoles y les explicó cómo tener semillas durante todo el año, pero cuando las flores murieron por falta de cuidados, el interés de la gente corrió la misma suerte. ¿Por qué iban a cambiar, preguntaban a Francisco, si vivían así desde la noche de los tiempos y sus costumbres siempre habían sido buenas para los topaa?

—El cambio es progreso —intentaba convencerlos.

Pero para exasperación suya, el progreso era un concepto que no entendían.

Por fin acudió a la choza de Marimi y le preguntó de nuevo si podía quebrantar su voto de castidad.

—¿En tu tierra hay mujeres que consagran su mente y su virginidad a los dioses? —replicó la joven.

—Sí, las monjas.

—Y si desearas a una de ellas, ¿intentarías convencerla de que renunciara a sus votos?

Francisco la asió por los hombros.

—Marimi, el celibato es una ley de los hombres, no de Dios.

—¿Hablas con tu dios?

Francisco retiró las manos.

—Ni siquiera creo en él.

Marimi alargó la mano hacia el crucifijo dorado que llevaba colgado alrededor del cuello.

—Y ese hombre, Jesús. ¿Crees en él?

—Jesús es un mito. Dios es un mito.

En aquel instante, los ojos negros de Marimi se inundaron de lágrimas, y lo miró durante largo rato con expresión apenada. La enfermedad que atenazaba la honrada alma de Francisco no era un misterio. Necesitaba creer en algo.

Tardaron dos días en recorrer la antigua vereda desde las charcas de brea hasta el cañón de Topaangna.

Al llegar a las montañas, Francisco y Marimi enfilaron una pista por entre densos chaparros y lilas silvestres. En una ocasión dieron con un pequeño claro donde un coyote hembra interpretaba una danza demente. Se tendía en el suelo con el hocico vuelto hacia el cielo, y de repente, con un salto hacia arriba y ladeado, batía la mandíbula y volvía a caer a tierra, donde se ponía a escarbar furiosamente. Repetía la operación una y otra vez, con tal intensidad que Francisco retrocedió, temeroso de que se tratara de un perro enloquecido. Pero Marimi se echó a reír y le explicó que el animal sólo buscaba gusanos. Su pueblo llamaba al coyote «El Astuto», porque se tendía en el suelo y se hacía el muerto para atraer a los buitres, cazarlos y comérselos.

—Sólo yo y los demás chamanes tenemos permiso para entrar —señaló Marimi cuando llegaron a una cueva abierta en un pequeño cañón—. Esta ley se aplica a todos los topaa y a los miembros de otras tribus. Pero tú eres distinto, porque tus antepasados moran en un lugar muy lejano, y creo, Francisco, que con tus anteojos que te hacen ver cosas que otros no pueden ver, y con los que puedes hacer fuego milagroso, debes de ser un chamán en tu tierra. Así pues, no es tabú que entres en esta cueva sagrada. Nuestra Primera Madre descansa aquí —murmuró con deferencia al entrar en la caverna.

Francisco comprobó que la sepultura era muy antigua, tal vez de más de mil años.

—Siempre traemos regalos a la Primera Madre —explicó Marimi al dejar sobre ella unas flores.

Acto seguido le mostró la pintura y le refirió la historia de la primera Marimi.

—Te cuento esto porque sé que tienes un vacío aquí, Francisco —observó al tiempo que le apoyaba una mano en el pecho—. Eso no es bueno para un hombre, porque sin una creencia que llene ese vacío, los espíritus malignos se apoderaran de él. El espíritu de la tristeza y la amargura, de los celos y el odio. Te he traído aquí para llenar ese vacío con ayuda de la sabiduría de la Primera Madre.

Francisco bajó la mirada hacia la mano de piel cobriza que se apoyaba sobre su camisa antes blanca. Escudriñó los ojos inocentes, aunque sabios, de la joven india, sintió el peso de las montañas a su alrededor, oyó extraños susurros en la oscuridad y percibió el movimiento de las sombras vigilantes, expectantes. La cueva le recordaba una gruta que visitara de niño y en la que, según decían, un santo había encontrado aguas milagrosas. A fin de cuentas, tal vez existían las cuevas mágicas, tal vez la Primera Madre de Marimi moraba realmente allí.

Francisco había aprendido a llevar siempre consigo diversos utensilios, como hacían los topaa y de la bolsa de cuero que pendía de su cintura sacó un trozo de obsidiana negra y reluciente. Escogió una porción de pared limpia y lisa y en ella escribió con el canto afilado del mineral: «La Primera Madre».

—Ahora todas las generaciones venideras sabrán quién descansa aquí —declaró con una sonrisa.

Marimi contempló maravillada las extrañas formas. Mientras dibujaba el mapa y escribía la crónica. Francisco había intentado enseñarle a leer, pero los símbolos no dejaron de ser más que símbolos para ella. Ahora, mientras miraba las letras recién grabadas, una luz se encendió en su mente. Alargó la mano, resiguió cada una de ellas con las yemas de los dedos y las pronunció con repentino entendimiento.

Sobrecogido, Francisco la observaba y escuchaba su dulce voz. Ahí estaba el milagro que tanto había anhelado, su sueño hecho realidad. Había logrado enseñar a Marimi algo de su mundo. Y en aquel instante percibió que su deseo carnal se trocaba en una emoción más tierna. Se había enamorado de ella.

Le cogió las manos y la giró hacia sí.

—¿Eres virgen a causa de la Primera Madre?

—Sí.

—Al igual que las hermanas españolas que consagran su virginidad a la Madre de Dios. Marimi, no puedo creer en tu Primera Madre más de lo que creo en aquella otra Primera Madre llamada María. Pero respeto tus creencias y tus votos. No volveré a pedirte que vengas conmigo, pues ahora comprendo que estaba equivocado. Tampoco puedo seguir viviendo con tu pueblo. El dolor que siento es mayor de lo que puede soportar un mortal. Me iré.

Cuando Marimi rompió a llorar, Francisco la estrechó entre sus brazos y se estremeció al comprender que aquella sería la última vez que se vieran. Por fin se apartó de ella, temeroso de perder toda su fuerza de voluntad si seguía abrazándola.

—Dices que nunca visitáis a la Primera Madre sin dejar un presente. Pues bien, éste es mi presente para ella —anunció al tiempo que se quitaba los anteojos.

De pronto tuvo una visión del futuro.

—Vendrán hombres para destruiros —musitó con intensidad—. Lo he visto en los imperios del sur. Vendrán con sus escribas, sus sacerdotes, sus hombres de ciencia y sus soldados para llevarse lo poco que tengáis sin daros nada a cambio salvo subyugación, como sucedió con los aztecas, los incas y todos los pueblos que han recibido la visita del hombre civilizado. Por eso voy a caminar hasta Baja California y les diré que aquí arriba no hay nada; con un poco de suerte, os dejarán en paz, al menos durante un tiempo.

Cuando se marchó, Marimi permaneció en la cueva con el corazón destrozado. Por primera vez en su vida no quería ser la elegida para servir a la Primera Madre.

Quería a Francisco.

Miró los anteojos que le había dado el español, aquellos ojos maravillosos que permitían ver otros mundos. Se los colocó sobre el puente de la nariz, contempló las letras que Francisco había grabado y luego la pintura. Profirió una exclamación involuntaria. ¡Los pictogramas habían crecido! Ahora llenaban su campo de visión y ponían de manifiesto pequeños detalles e imperfecciones que jamás había advertido. Y cuando movía la cabeza, los símbolos parecían desplazarse con ella.

De pronto, un dolor agudo le atravesó la cabeza. Con un grito cayó de rodillas y luego de costado mientras la consabida enfermedad se adueñaba de ella, sumiéndola en la negrura de la inconsciencia.

En el breve sueño se le apareció la Primera Madre, una imagen luminosa pero vaga que hablaba en silencio, comunicándose a través de significados en lugar de palabras, diciendo a su sierva Marimi que el celibato era una ley de los hombres, no de los dioses. La Primera Madre quería que sus hijas fueran fecundas.

Al despertar, ya libre de dolor, se quitó los ojos mágicos de Francisco y comprendiendo con emoción y respeto que le habían permitido viajar al mundo sobrenatural, donde había recibido un mensaje de la Primera Madre, salió corriendo de la cueva, descendió el cañón y alcanzó a Francisco allí donde los símbolos del cuerpo y la luna aparecían grabados sobre los cantos rodados.

—Seré tu esposa —le prometió.

Puesto que la Primera Madre había hablado con Marimi y Francisco no era un hombre corriente, ya que había llegado del oeste, donde moraban los antepasados, los jefes, subjefes y chamanes de la tribu consideraron que debían permitir el matrimonio de ambos. Sin embargo, al tratarse de un tabú, debían consultar primero a los espíritus. Los chamanes se encerraron en la choza del sudor durante cinco días, comiendo estramonio e interpretando sus visiones, mientras Marimi y Francisco ayunaban, rezaban y se mantenían puros. Cuando los ancianos salieron de la choza, declararon que Francisco era un antepasado reencarnado, un hombre especial enviado por los dioses para convertirse en compañero de la curandera. La unión sexual con él incrementaría el poder de Marimi y, por ende, el de la tribu.

La tribu celebró la boda durante cinco días con banquetes, danzas y juegos, y cuando la última noche culminó en un ritual de fertilidad a la luz de la luna llena, con todos los miembros de la tribu participando de forma que Francisco habría considerado inmorales tiempo atrás, vació en los brazos de Marimi y experimentó felicidad por primera vez en su vida.

Cierto día, varios hombres llegaron de la costa con la noticia de que habían divisado velas en el horizonte. A toda prisa, Francisco recogió sus mapas y su crónica y corrió emocionado hacia la playa, donde divisó la lona de unas velas recortándose con claridad contra el cielo azul. Marimi se unió a él con su primer hijo en brazos. Al poco, la tribu entera se congregó en las dunas, y Marimi sacó el pedernal para encender la hoguera. Sin embargo Francisco la detuvo, pues de pronto había reparado en algo que nunca se le había ocurrido. Si llevaba a Marimi a España, la joven sería una novedad, al igual que los salvajes de Colón en la corte de Isabel, un objeto por examinar, tal vez diana de todas las burlas. Le arrebatarían la dignidad, el alma, y ella se marchitaría y moriría, como toda flor alejada de su entorno natural. No, comprendió de repente, no irían a España. No podía fallar a su amada Marimi y a su hijo.

Francisco arrojó los mapas y la crónica a la hoguera sin encender, donde el pergamino se mojaría, se pudriría, y acabaría arrastrado por la marea. Luego asió la mano de Marimi, dio la espalda a las velas que despuntaban en el horizonte y se alejó de la playa, camino de su hogar.

A lo largo de las semanas, los meses y por fin los años que siguieron, algo extraño sucedió a Francisco. Empezó a experimentar un peculiar consuelo cuando escuchaba las historias que se narraban por las noches alrededor de la hoguera, relatos transmitidos de generación en generación que emocionaban a los oyentes, que suspiraban, sonreían y aplaudían encantados al conocer las valerosas hazañas de sus antepasados: le gustaba oír la historia de Tortuga engañando a Coyote, de la creación del mundo, de las estrellas que permitían a las almas de los muertos velar por sus hijos e hijas. En las palabras del narrador, don Francisco veía un hilo invisible que unía el presente con el pasado hasta que no se sabía si el cuentacuentos estaba rememorando algo sucedido largo tiempo atrás o el día anterior. No importaba. Las historias eran buenas, entretenidas y creaban un sentimiento de pertenencia, de comunicación tanto con los demás presentes como con los antepasados.

También empezó a perder el interés por sus galas europeas, pues no eran un símbolo de categoría entre aquel pueblo desnudo; por el contrario, el terciopelo acolchado y el algodón resultaban poco prácticos en una tierra donde los veranos eran calurosos y secos, y los inviernos muy suaves. Francisco se sentía muy cómodo ataviado con pieles como los topaa. De modo que guardó el jubón, el justillo y las calzas, y empezó a vivir como Adán tanto tiempo atrás.

Asimismo, descubrió que ya no echaba de menos los relojes, los días de la semana ni los años. Un nuevo ritmo se instaló en sus huesos. Perdió la costumbre de buscar con la mirada un reloj de sol para saber qué hora era y se dedicó a observar el recorrido del sol por el cielo. Los nombres de los días también perdieron importancia, al igual que los meses; sólo contaban las estaciones, que un hombre conocía por instinto, como si su cuerpo cambiara con ellas, creciera y menguara con la luna, subiera y bajara con las mareas. El hombre de ciencia empezaba a comprender la conexión de los topaa con la tierra y la naturaleza. Veía que el ser humano no vivía separado de las bestias y los árboles como le habían enseñado. Existía una red universal, tejida por el tejedor cósmico, y todos los hombres, mujeres, ciervos, halcones, moluscos, arbustos, flores y árboles estaban entretejidos de forma inextricable.

Mientras que antes se sentía solo y aislado, ahora empezaba a experimentar un sentimiento de unión más fuerte que nunca. Su hogar castellano se convirtió en un sueño, sus libros, instrumentos, relojes y plumas perdieron importancia. No enseñó a los topaa a fabricar ruedas ni a extraer metal, ni a leer ni a resolver problemas matemáticos. Si era la voluntad de Dios que siguieran inocentes como Adán y Eva en el Jardín del Edén. ¿Quién era Francisco para ofrecerles el fruto del Árbol de la Sabiduría?

Don Francisco de Ampudia vivió entre los topaa como esposo de Marimi durante veintitrés veranos. Le dio doce hijos y cuando murió, lo vistieron con las ropas que llevaba al llegar, le colgaron el crucifijo al cuello y lo incineraron con gran ceremonia. Luego transportaron sus cenizas en una magnífica canoa para esparcirlas sobre las olas en la dirección de la que había llegado. Marimi enterró su segundo par de ojos, que le habían proporcionado una visión mágica del mundo y que Francisco le había legado como recordatorio de su amor, junto a la Primera Madre en la cueva, como obsequio del hombre que había llegado del mar.

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