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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (12 page)

Los policías, que habían aparcado los coches patrulla ante la valla, se acercaban corriendo.

—¡No nos iremos! —vociferó el editor de una revista que poseía una mansión estilo Tudor de tres mil metros cuadrados, cuya pista de tenis se había hundido un metro.

—De aquí no nos movemos —corroboró Zimmerman, cruzando los brazos—. Vivimos aquí y aquí nos quedamos.

—Esta zona es inestable y por tanto peligrosa —le recordó Jared.

—¿Sabe cuánto me costó esta casa? Tres millones, y eso sin contar la piscina y el carísimo jardín de rosas, que ha quedado totalmente pisoteado. El seguro no se hace cargo, y desde luego, no puedo vender. ¿Cree que me voy a largar sin más? Ya nos han tomado bastante el pelo. ¡Vaya con el pez gordo de Sacramento defendiendo la causa de los indios! ¿Qué me dice de nuestros derechos? Algunos de nosotros invertimos los ahorros de toda una vida en estas casas. Algunos vinimos aquí al jubilarnos. ¿Adónde vamos ahora? Dígamelo usted… No, señor, aquí nos quedamos, nadie va a echarnos de nuestras propiedades.

—Señor Zimmerman —terció Erica—, le aseguro que trabajamos lo más deprisa que po…

—Yo también le aseguro una cosa, señora. Mis abogados ya han puesto manos a la obra. Vamos a hacer que sellen la cueva, rellenen el cañón y nos devuelvan nuestras casas. Y ya pueden ir metiéndose a los indios y los huesos donde les quepan, ¿se entera?

Las tenazas de dentista y el bisturí estaban preparados y a la espera de que Erica abriera la misteriosa bola de pelo de conejo. Sam estaba sentado en un taburete alto, con el estómago quejumbroso porque se había puesto a dieta… otra vez. Y Luke comprobaba la exposición, la velocidad y la película de su cámara.

—¿Todos listos, caballeros? —preguntó Erica.

Antes de que nadie pudiera responder, Jared entró en el módulo y cerró la puerta de aluminio tras de sí para que no entrara el frío de la noche. Se había rezagado para obtener más información de Zimmerman.

—Lo que esperaba —dijo, tras haber cerrado—. Van a presentar demanda contra el contrato de ejecución de obra del promotor, alegando que la urbanización se construyó sobre una pendiente inadecuada. Si el tribunal falla a su favor y considera el proyecto no terminado, el constructor no tendrá más remedio que rellenar el cañón.

—¿Puede impedírselo? —inquirió ella.

—Desde luego, lo voy a intentar —replicó Jared antes de mirar la bandeja con el ceño fruncido—. ¿Es un animal?

—No, es algo envuelto en piel de animal.

—¿Antiguo?

—Unos trescientos años. El doctor Fredericks, nuestro dendrocronólogo, ha tomado muestras de árboles autóctonos cercanos y determinado que un terrible incendio devastó gran parte de esta zona hace trescientos años. El análisis microscópico y químico de una capa fina de hollín y ceniza que cubría el suelo de la cueva coincide con las muestras. Esta bola de piel de conejo se encontró debajo de esa capa, lo que significa que la dejaron allí hace al menos trescientos años. Podría ser chumash. Estos abalorios se parecen a los que utilizaban como moneda hace cientos de años, pero no sabemos qué contiene el paquete.

Erica ajustó el flexo para alumbrar mejor el objeto y acercó las finísimas tenazas y el bisturí a los tendones que cerraban el paquete. Luke tomaba fotografías de cada paso del procedimiento.

Al otro lado de las delgadas paredes de la caravana oían el ruido de personas riendo y llamándose unas a otras mientras, en el interior, Jared, Sam y Luke se arremolinaban en torno a Erica, respirando casi inaudiblemente.

Erica seccionó los tendones y los apartó a un lado con gran cuidado. Acto seguido pinzó los bordes de la quebradiza piel como si estuviera efectuando una intervención quirúrgica a corazón abierto. Al cabo de unos instantes retiró la última capa de piel.

Todos miraron el contenido mudos de asombro.

—Pero… —farfulló Luke—. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

—Dios mío —murmuró Sam, apartándose la melena del rostro.

—¿A qué nivel dice que lo encontró? —preguntó Jared en tono incrédulo.

—Justo debajo del mil seiscientos —repuso Erica, maravillada—. No soy experta en este campo y tendría que consultar a un historiador, pero a juzgar por la elaboración y los materiales, diría que tienen unos cuatrocientos años y son de fabricación holandesa…

—Pero eso es imposible —protestó Luke—. En esa época todavía no había europeos en California. No llegaron hasta doscientos años más tarde.

—Eso dice la historia, Luke, pero no me cabe duda de la antigüedad de esto. Al igual que no cabe duda de que esto —sostuvo el sorprendente objeto a la luz del flexo— son unos anteojos.

Capítulo 4

Marimi

1542 d. C.

—¡Un monstruo marino! ¡Un monstruo marino!

Todo el mundo corrió a la orilla, hacia donde señalaba el muchacho. Y efectivamente, allá sobre las olas flotaba un animal que nadie había visto jamás.

Llamaron a la curandera, que llegó con su humo mágico y su bastón solar especial. Era una joven alta que llevaba una hermosa falda de esparto fino y una capa corta de piel de nutria, las orejas adornadas con zarcillos de hueso de pelícano y plumas de codorniz, entre los pechos desnudos varios collares de abalorios de concha y un cordón de cuero de cuyo extremo pendía una bolsita también de cuero que contenía la piedra espiritual del cuervo, pasada de generación en generación desde los tiempos de la Primera Madre. Era Marimi, así llamada por ser Guardiana de la Cueva Sagrada de Topaangna. De pequeña tenía otro nombre, pero cuando empezó a mostrar síntomas del don espiritual en forma de dolores de cabeza, visiones y trances, fue elegida sucesora de la anciana chamán, también llamada Marimi, y desde entonces consagraba su vida al servicio de los topaa y la Primera Madre. Era el mayor honor que podía otorgarse a un miembro del clan, y Marimi daba las gracias cada día por haberlo recibido, a pesar de que el servicio a la Primera Madre significaba renunciar al matrimonio y a las relaciones sexuales. Si alguna noche, a solas en su choza, la asaltaban pensamientos de amor e hijos, o cuando contaba las estaciones y se daba cuenta de que aún era muy joven y tenía ante sí una vida entera de castidad, se recordaba que la virginidad era necesaria para mantener su cuerpo y su espíritu puros, y que era un sacrificio pequeño en comparación con el privilegio que representaba servir a la Primera Madre.

Escudriñó el agua con ojos entornados.

—No es un monstruo marino —sentenció—. Es un hombre.

—¿Un hombre? ¿Uno de los nuestros? —se elevaron las voces de todos—. Pero si no falta nadie. Hoy, todas las canoas han regresado. Han vuelto todos los cazadores marinos. ¿Qué hace un hombre en el agua?

Y luego los jadeos y las especulaciones inusitadas:

—¿Será un miembro de la tribu del norte? ¿De los temidos chumash? ¡Ha venido para echarnos el mal de ojo! Devolvámoslo al mar.

Marimi alzó los brazos para acallar a la multitud que se agolpaba en la playa. Majestuosa en lo alto de una duna mientras las gaviotas surcaban el radiante cielo azul y la brisa marina le alborotaba el largo cabello negro, Marimi contempló al hombre que flotaba inerte en el mar y tomó una decisión. Mandó traer una canoa, y todos corrieron al poblado para cargar a hombros una de las embarcaciones de caza marina hechas de madera de deriva atadas y calafateadas con brea. A bordo de aquellos impresionantes botes, con capacidad para más de doce hombres, los topaa se hacían cada día a la mar armados con lanzas, redes y ganchos para cazar ballenas, marsopas, focas y rayas. Sin embargo, ese día zarpaban con miras a una presa distinta. Todos los moradores del poblado siguieron con la mirada los remos que se sumergían en el agua al unísono hasta que la embarcación llegó junto al hombre. Una vez allí, los cazadores lo subieron a bordo con ayuda de un gancho. La marea empujó el bote hacia la orilla, depositando sobre la arena la misteriosa figura, un hombre, en efecto, que yacía inmóvil y en posición supina sobre un tablón. Otro murmullo de asombro recorrió el gentío.

—¡No es chumash! ¡Mirad la piel de su cuerpo! ¡Y sus pies son grandes como los de un oso!

Se apartaron de él con temor. El jefe de la tribu se adelantó para hablar con Marimi. Pese a ser poderoso por derecho propio, su poder era distinto del de Marimi. Juntos decidirían cómo tratar aquel asunto.

En las últimas semanas, la gente había avistado extrañas criaturas en alta mar, seres de grandes alas cuadradas y cuerpo hinchado. Los cazadores habían salido a la mar y regresado para informar de que no eran criaturas, sino embarcaciones que no se parecían en nada a las que conocían los topaa. Los miembros de una tribu meridional que pasaban por la zona de camino al norte para comerciar con los chumash les contaron que numerosos hombres de piel blanca habían arribado a las islas del canal, comerciado y comido con los ancianos para luego seguir viaje en sus increíbles canoas.

Eran visitantes amistosos cuyos antepasados vivían muy lejos, afirmaron los integrantes de aquella tribu.

¿Era éste uno de esos visitantes?, se preguntó Marimi mientras examinaba el cuerpo cubierto de sal y envuelto en las pieles más extrañas que había visto en su vida. El hombre yacía de bruces sobre un tablón de madera. ¿Por qué lo habían sacado de su canoa?

A una orden suya, dos hombres dieron la vuelta al desconocido. Todos los presentes profirieron un grito. ¡Tenía dos pares de ojos!

—¡Es un monstruo! ¡Un demonio! ¡Arrojadlo al amar!

Marimi impuso silencio mientras seguía examinando al forastero. Comprobó que era muy alto y tenía el rostro peculiarmente estrecho, una gran nariz curva y tez pálida. ¡Y aquellos ojos! Pensó que quizás era un antepasado, pues había llegado del lugar que habitan los espíritus de los muertos, al oeste, más allá del océano. Tal vez el espíritu recibía un segundo par de ojos después de la muerte.

Marimi se arrodilló junto a él y le rozó el cuello frío con las yemas de los dedos, percibiendo muy vagamente el latido de la vida. Habría preferido retirarse a su cueva para pedir consejo a la Primera Madre, pero el forastero estaba a las puertas de la muerte y no había tiempo que perder.

Marimi se irguió y ordenó a cinco hombres fuertes que llevaran al desconocido a su choza, situada a las afueras del poblado.

Recitó una oración para sus adentros. ¡Ese segundo par de ojos! ¿Serían mágicos? ¿Le permitirían ver aun cuando tuviera los ojos cerrados? ¿Sería en verdad un monstruo?

Pero ha llegado del oeste, donde moran los antepasados.

«Son visitantes amistosos», había asegurado la tribu meridional.

Antes que nada debía desvestirlo. Empezó por el estrambótico sombrero que no era de paja, como los que llevaban los topaa, sino de una piel que no conocía, y al quitárselo no pudo por menos de proferir un grito. ¡La cabeza de aquel hombre estaba ardiendo! Frunció el ceño. Pero ¿cómo era posible que el cabello ardiera sin consumir el cuero cabelludo? Se acercó un poco más y por fin tocó con infinito cuidado los rizos color puesta de sol. Había navegado demasiado lejos, y su cabeza había rozado el sol. Era la única explicación posible. El cabello en llantas era muy corto, casi estaba pegado a la cabeza, pero el mentón y el labio superior también aparecían cubiertos de pelo, en este caso más largo, puntiagudo y rizado. Los hombres topaa llevaban el cabello largo y no tenían pelo en el rostro.

Observó las varias capas de pieles que cubrían su cuerpo desde el cuello hasta los pies, dejando sólo expuestos el rostro y las manos. No sabía qué encontraría debajo. Los hombres de su tribu no llevaban nada salvo una cuerda alrededor de la cintura de la que colgaban comida y herramientas. ¿Sería igual el visitante, debajo de las pieles?

Marimi no sabía que las pieles tenían nombre ni que, de hecho, estaba retirando algunos de los tejidos más suntuosos que se fabricaban en Europa ni que su diseño estaba pensado para dar a conocer la alcurnia y la riqueza de quien las lucía. La primera capa era un jubón acolchado de terciopelo negro con mangas acuchilladas para realzar la fina camisa de hilo blanco que llevaba debajo; sobre el jubón se veía un justillo fajado de brocado rojo que descendía hasta las rodillas en una falda plisada por entre cuyos pliegues sobresalía una portañuela de terciopelo rojo. Las calzas eran blancas con jarreteras en las rodillas, y los gruesos calzones eran de terciopelo negro. El sombrero, que Marimi ya le había quitado, era también de terciopelo negro, copa baja, ala ancha y adornos de pieles y perlas. Las mangas de la camisa acababan en puños rizados, y el cuello era plisado. Cuando le liberó los pies de sus extrañas jaulas, Marimi comprobó que eran suaves y no tenían callos, al igual que sus manos, como si fuera un niño.

Una vez lo despojó de todas las pieles, advirtió que también tenía la entrepierna cubierta de pelo flamígero. ¿Cómo lo había alcanzado el sol ahí? Su piel era suave y blanca como la espuma que coronaba las olas en la marea matutina. Y entonces vio el intenso color que cubría sus piernas, brazos y cuello, y supo de inmediato qué mal padecía.

En primer lugar fue a buscar agua y consiguió verter un poco entre sus labios resquebrajados al tiempo que le sostenía la cabeza con el fuerte brazo. En cuanto pudo tragar sin atragantarse, volvió a tumbarlo y fue a buscar una caja de espadaña que contenía un mortero y una mano tallados de cristal de roca, varios cuchillos de sílex, un trozo de pedernal para encender el fuego y algunos talismanes sanadores. Cogió una piedra que, según la tradición, estaba viva porque había sido tratada con unas hierbas dotadas de increíbles poderes vitales, untada con sangre de colibrí y grasa de anguila y por fin envuelta en suavísimas plumas blancas. Marimi la apoyó sobre la frente del desconocido y le colgó alrededor del cuello un collar con abalorios de huesos de águila y halcón. Vio que ya llevaba un collar de una sustancia amarilla y reluciente que nunca había visto, de un matiz parecido al de su cabello, el talismán que pendía en su extremo constaba de dos palitos atados perpendicularmente y con la figura diminuta de un hombre sobre ellos.

De una de sus numerosas cestas seleccionó un puñado de vástagos en flor secados. Tras remojarlos en agua caliente, dejó enfriar la infusión y acto seguido le lavó con ella la piel enrojecida. El hombre despertó.

—Sífilis, sífilis —farfulló delirante e intentó apartarla de sí.

Para los cardenales que había sufrido mientras flotaba a la deriva sobre el tablón en la marea despiadada. Marimi hirvió hojas y ramas de chaparro para hacer una cataplasma; asimismo, preparó un té con las hojas y se lo dio como tónico.

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