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Authors: Barbara Wood

Tags: #Histórico, Romántico

Tierra sagrada (50 page)

Mientras rodeaban la plaza que despedía el penetrante hedor de una reciente corrida de toros, Angélique contó a Marina que, según los rumores, estaban punto de construir un nuevo hotel con baño en cada piso, iluminación de gas y un restaurante francés. El edificio, de tres pisos, sería el más alto de Los Ángeles.

Pero a Marina no le interesaban aquellas noticias.

—¿Qué hacemos aquí, madre? —preguntó.

Angela no lo sabía; sólo sabía que debía seguir adelante.

Dejaron atrás el centro de la ciudad y enfilaron el camino del nordeste, tres mujeres en un coche conducido por un silencioso cochero. Pasaron junto a la garganta de Chávez, un cañón donde la ciudad había instalado el cementerio para los forasteros y los pobres sin amigos, y por fin llegaron a la misión, cuyos ventanucos estrechos entre espigados contrafuertes le conferían un aspecto más parecido a una fortaleza que a una iglesia. Cuando México tomó posesión de California, el nuevo gobernador abolió el sistema misionero y regaló o vendió la tierra a sus amigos y parientes. La misión de San Gabriel llevaba años descuidada, sus indios vivían en la más absoluta miseria, las paredes y el tejado amenazaban ruina y los viñedos se echaban a perder cuando, el 1859, el nuevo gobierno norteamericano devolvió la propiedad a la Iglesia. Pero ya no era lo mismo. Ahora las chabolas rodeaban aquella iglesia antaño tan hermosa.

Sentada solemnemente entre las otras dos mujeres, mientras el cochero esperaba nuevas instrucciones, Angela se vio asaltada por el vago recuerdo de un huerto atendido por una mujer india que canturreaba al sol en voz baja. Las fiebres y la tos se apoderaron de su cuerpo, y asistió débil y enferma a la ceremonia de inauguración de la nueva plaza. Después, un viaje en burro a las montañas, junto al mar…

Angela emitió un gemido, de repente lo sabía todo. Los hechos enterrados en su corazón durante ochenta y cinco años se liberaron de su prisión y alzaron el vuelo como pájaros.

«Nací en este lugar, no en México, como me contó siempre mi madre… o mejor dicho, Luisa, porque Luisa no era mi verdadera madre».

Y ahora también comprendía por qué su mente cargaba todo el día con recuerdos de su infancia. «Tal vez cuando nos acercamos al fin, también nos acercamos al principio».

Eso era lo que había obsesionado durante todo el día, la sensación de que le quedaba algo por hacer, un último deber que cumplir. Por fin sabía de qué se trataba y por qué había atravesado Los Ángeles en plena noche.

Había llegado el momento de la despedida.

Al llegar a las colinas olieron el mar. Sabían que estaban atravesando Rancho San Vicente y Santa Mónica, propiedad de la familia Sepúlveda. Oían los cencerros de las ovejas que pastaban cerca del camino.

Cuando alcanzaron el cañón. Angela vio las rocas con los petroglifos, pero no recordaba su significado. Si recordaba vagamente que alguien la llevó allí de pequeña y le contó que iba a aprender las historias. Pero Angela nunca aprendió las historias. No comprendía el significado de la cueva ni sus pinturas, ni sabía por qué tenía la sensación de que aquel lugar había sido en tiempos de vital importancia. Recordaba su noche de bodas, la noche en que cabalgó hasta allí y se cortó la trenza.

Marina y Angélique la acompañaron hasta la cueva. Para recorrer el camino cogieron una lámpara del coche y flanquearon a la anciana para ayudarla. Marina recordaba el lugar. Allí fue donde se reunió con Daniel la noche en que iniciaron su vida en común.

Ayudaron a Angela a entrar. La cueva era una cavidad fría y húmeda que olía a muchos siglos. La lámpara del coche proyectaba su luz dorada sobre las paredes cubiertas de extrañas pinturas y unas palabras grabadas: la Primera Madre. Al ver la pintura de los dos soles, todas lanzaron una exclamación admirativa.

Angela pidió a su hija y a su nieta que se sentaran y guardaran silencio antes de acomodarse también ella en el suelo. La lámpara se encontraba en el centro de aquel extraño círculo y bañaba los rostros de las tres mujeres en una luz sobrenatural.

Angela siguió callada durante unos instantes, hasta sentir en sus huesos y en su sangre lo que le había faltado hasta entonces. Cerró los ojos. «¿Dónde estás, mamá?». Y de inmediato percibió una presencia cálida, cariñosa y protectora. Comprendió que durante toda la vida había albergado un vacío en su interior, un hueco que le había impedido sentirse completa, como si siempre anduviera en busca de algo. Ahora sabía que se trataba de su linaje.

De repente entendió por qué había ido a la cueva, por qué llevaba consigo la bolsa de hule, pues contenía una escritura que cedía la propiedad de unas tierras a personas que no tenían derecho alguno sobre ellas y cuyos antepasados vivían muy lejos de allí. Para asombro de las otras dos mujeres, Angela empezó a escarbar en el suelo con sus ancianos dedos. Cuando Marina y Angélique empezaron a protestar, les ordenó que callaran, y algo en su voz, en la expresión de su rostro, las impulsó a obedecer.

La observaron mientras cavaba hasta abrir un agujero que le pareció satisfactorio. No sabían qué contenía la bolsa ni por qué Angela la ponía en el hoyo. Fascinadas, presenciaron cómo cubría la bolsa lentamente de tierra, sepultando de paso la figurilla azteca de jade, que se le había caído del bolsillo. Angélique abrió la boca para advertírselo, pero algo la hizo callar. La diosa azteca, que la había acompañado en momentos extraños y hermosos, estaba siendo encomendada a la tierra de aquella sobrecogedora cueva.

Una vez hubo enterrado la escritura de Rancho Paloma, Angela se sintió embargada por una profunda sensación de paz. La tierra pertenecía a la Primera Madre y a sus descendientes, no a los intrusos, los invasores, sino a sus propietarios originales, a quienes había sido arrebatada. «Debo contárselo a Marina y Angélique, pensó mientras aplanaba la tierra. Por sus venas corre sangre india. Daniel, Seth… Sus hijos descienden de la Primera Madre».

Empezó a hablar con rapidez, pues sabía que se le acababa el tiempo.

—Somos indias, somos topaa, descendemos de la Primera Madre, que está enterrada aquí. Somos las guardianas de esta cueva. Sobre nosotras recae la responsabilidad de transmitir las tradiciones, las historias y la religión de nuestro pueblo. Debemos mantener vivos los recuerdos.

Las otras dos mujeres la miraban con la boca abierta.

—¿Qué dice la abuela, tía Marina?

—No tengo ni idea. Es un completo galimatías.

—¿Es alguna lengua? No se parece en nada al español.

—Debéis recordar este lugar —prosiguió Angela sin darse cuenta de que hablaba topaa, la lengua que hablaba de pequeña, cuando su madre la llamaba Marimi y le decía que algún día sería la chamán del clan—. Debéis hablar a los demás de esta cueva.

Angela tomó la mano de su hija.

—Te llamé Marina, pero malinterpreté el mensaje del sueño. En realidad, debería haberte llamado Marimi.

—Madre, no entendemos lo que dices. Deja que te saquemos de este lugar y te llevemos a casa.

«Ya estoy en casa», pensó Angela.

—Por favor, madre, nos estás asustando.

Angélique y Marina alargaron las manos hacia ella.

Pero los pensamientos de Angela estaban junto a la Primera Madre, que había cruzado el desierto sola, expulsada de la tribu, embarazada. Pese a todo, había sobrevivido. Angela miró a Marina, que había soportado los rigores de la vida en China y mucha adversidad a lo largo de su vida, pero que de algún modo había encontrado fuerza suficiente para trabajar junto a su marido. Luego se volvió hacia Angélique, que había sobrellevado una dura prueba en un campamento minero del norte. Y la propia Angela, que pese a todas las vejaciones a las que la sometiera Navarro, había conservado el orgullo, la dignidad y la autoestima. «Somos hijas de la Primera Madre. Este es el legado que nos dejó».

Ahora sabía por qué había llevado consigo a Marina y Angélique. En otro lugar y en otro tiempo, ambas habrían sido chamanes de sus tribus. Pero estaban casadas con estadounidenses y tenían hijos llamados Charles, Lucy y Winifred. Cerró los ojos y vio la silueta de un cuervo recortada contra un sol poniente muy rojo. Volaba hacia la tierra de los difuntos, donde moraban los antepasados, que la esperaban a ella. Marimi.

Capítulo 17

Nunca utilizaba trucos. Los fantasmas que se aparecían no eran ilusiones ópticas, charlatanería ni trampa…, o al menos eso afirmaba la hermana Sarah. Siempre invitaba a sus detractores a acudir a su «Iglesia de los espíritus» y efectuar todos los análisis que se les antojaran. Llegaban cargados de cámaras, equipos de grabación, sensores térmicos y detectores de movimiento, los artilugios más avanzados de la época, con la esperanza de desenmascararla. Pero nunca lo conseguían. Los siquiatras y hombres de Iglesia aseveraban que las apariciones eran fruto de la histeria colectiva, pues la gente veía lo que quería ver. Sin embargo, la hermana Sarah sostenía que sus espíritus eran reales y que ella era el vehículo humano por el que pasaban del reino del Más Allá al dominio de los vivos.

Erica estaba pegada al televisor de la caravana de Jared. Al encontrar el video documental sobre la espiritista de los años veinte, no sabía con qué mina de oro estaba punto de topar. Se trataba de una oscura grabación de varios sermones de la hermana Sarah, durante los cuales hasta seis mil personas se sumían en el éxtasis al ver materializarse a sus seres queridos difuntos, mientras la carismática hermana Sarah, de pie en el escenario con su vaporosa túnica, los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, temblaba de energía espiritual.

Había sido una belleza impresionante. Las imágenes de las pocas películas que había interpretado antes de ser descubierta mostraban a una sirena seductora de ojos endrinos a la que habían tildado de vampiresa, diosa, provocadora y mujer fatal. El público la adoraba. El documental también incluía imágenes caseras filmadas por Edgar Rice Burroughs en su Rancho Tarzana, que Sarah visitaba a menudo, al igual que Rodolfo Valentino, Douglas Fairbanks y Mary Pickford. Entonces se descubrió su talento, pues predecía la Fortuna a sus amigos, les daba consejo sobre importantes decisiones e incluso ayudó a la policía a localizar a un niño que se había perdido en Baldwin Hills. Corrió la voz, y cada vez se solicitaba más su presencia en sesiones privadas. Sarah amplió horizontes, pues se dio cuenta de que le resultaba igual de fácil invocar a muchos espíritus que a uno solo. La gente la veneraba, porque los reunía con los seres queridos que ya no estaban y además era la promesa viviente de que existía una vida después de la muerte.

En el momento en que Sarah alzaba los brazos y los ojos hacia el cielo mientras el público contenía el aliento, arrebatado por la espiritualidad del momento. Erica miró el reloj. ¿Dónde se habría metido Jared?

Se había marchado horas antes para asistir a una reunión urgente con la Confederación de Tribus del Sur de California, en la esperanza de convencerles de que no obstaculizaran las pruebas genéticas al esqueleto de Emerald Hills. Su acción inesperada, que había desembocado en una orden judicial que ordenaba suspender todo trabajo arqueológico y forense en la cueva, podía dar al traste con todas las posibilidades de identificar el esqueleto. Puesto que por el momento no podía trabajar en la cueva. Erica había decidido dedicarse a seguir buscando el origen de la pintura de sus sueños.

Si la señora Dockstader no era su abuela y si Erica nunca había visto el cuadro colgado sobre la chimenea de su casa, entonces sus sueños debían de tener un origen distinto. Cabía suponer que, puesto que la hermana Sarah había adquirido aquella propiedad y rellenado el cañón, alguien podía haber tomado una fotografía del interior de la cueva para publicarla en alguna parte.

Pero a Erica le costaba concentrarse.

No podía dejar de pensar en ella y, Jared haciendo el amor bajo las estrellas. ¿Era eso estar enamorada? No era de extrañar que la gente escribiera canciones sobre el tema. Se sentía como aturdida, atontada, feliz, delirante. Pero también estaba asustada, pues temía que todo aquello no fuera más que un sueño o que pudiera perder a Jared antes de tenerlo. Quizás todo formaba parte de…

De pronto se quedó, mirando la pantalla. Unas imágenes restauradas filmadas en 1922 mostraban a la hermana Sarah entrando en la cueva. Erica se inclinó hacia adelante.

La cámara estaba situada en la cresta sur y enfocaba la entrada de la cueva. Envuelta en su sempiterna túnica blanca con capucha, Sarah desaparecía en la oscuridad mientras su séquito y los periodistas esperaban fuera. La espiritista salía minutos más tarde con expresión transfigurada.

—¿Experimentó la hermana Sarah una revelación espiritual en esta cueva, tal como afirmaba, o por el contrario fingía? —se preguntaba la voz en off—. Poco después de adquirir la propiedad, hizo rellenar el cañón. La cueva quedó enterrada, de forma que jamás sabremos qué había en su interior.

Las últimas imágenes del documental, filmadas en 1928, mostraban a la hermana Sarah delante de numerosos micrófonos y periodistas, despidiéndose de sus seguidores con expresión turbada. La noticia llegaba de forma brusca e inesperada, en el punto álgido de la popularidad de la «Iglesia de los espíritus». Sarah no explicó los motivos de su retirada, sólo que era «la voluntad de Dios». Después de aquello se desvaneció, y pese a que se realizaron muchos esfuerzos por localizarla, con concursos periodísticos y reporteros obsesionados incluidos, nunca más se volvió a saber de ella.

Cuando el documental terminó, Erica apagó el televisor. Todo se reduce a la cueva, pensó. Fue la pintura lo que me trajo aquí, y la cueva ha atraído a muchos a lo largo de los siglos, como los que dejaron los anteojos, el relicario, el crucifijo, la trenza, la piedra espiritual, el fetiche azteca, la escritura del rancho… La hermana Sarah. ¿Qué relación hay entre ellos? ¿Qué relación guardan todos ellos con la pintura de Kathleen Dockstader? ¿Qué relación tiene todo ello conmigo?

Jared y ella habían averiguado que los primeros propietarios de Rancho Paloma, los Navarro, desempeñaron un papel importante en los primeros tiempos de Los Ángeles. Por lo visto, la matriarca, una mujer llamada Angela, fue una de las fuerzas motrices del desarrollo de la nueva ciudad. Uno de sus logros fue conseguir la construcción de un parque municipal por el que la gente pudiera pasear y sentarse, y donde no se celebraran corridas de toros como en la plaza. El parque nació en 1866 y fue bautizado con el nombre de Central Park, si bien en la actualidad era Pershing Square. Asimismo, en el valle de San Fernando existía una escuela primaria llamada Angela de Navarro en su honor. Erica y Jared también habían descubierto que Angela de Navarro había vivido en Rancho Paloma y muerto allí en 1566. Tras su defunción surgieron muchos problemas legales, pues la familia no logró encontrar la escritura de la finca.

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