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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (9 page)

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Como en una ondarreta promiscua y delectable, acumulando sus cuerpos en el momento más vivaz de la marea en zonas inverosímilmente restringidas, invadiendo unos de otros los espacios vitales, molestos pero satisfechos, aspirando a pesar de la escasez del ámbito a una máxima ocupación de lo ocupable, cada individuo ávido de recepción-emisión mostrando con análoga impudicia la desnudez, ya que no de carnes recalentadas y cocidas sí de teorías, poemas o ingeniosidades críticas, la muchedumbre culta se derrama por aquella restringida playa y más felices que los bañistas que de un único y lejano sol con la intensidad posible gozan, cada uno de ellos era sol para sí y para el resto de los circumrodeantes que ininterrumpidamente a sí mismos se admiraban sintiendo un calor muy próximo al del solario cuando la gama ultravioleta penetra hasta una profundidad de cuatrocientas micras de interioridad corpórea activando provitaminas, capilares y melanóforos dormidos. Pero a diferencia de aquella morfina solar que dulcemente atonta y va incorporando el hombre a la materialidad inerte, la nocturna droga del café literario más bien produce ebullición y estímulo en la maquinaria oculta cuyas ideas un día inquietarán las mentes de los mejores en aulas, colegios, seminarios. Esos pequeños chisporroteos de una luz violácea que, mirando con atención, pueden advertirse en las sienes de los maestros las noches de los sábados y que desde tales plataformas se introducen sin esfuerzo a través de las frentes de jóvenes ojerosos y gárrulos, dejando una señal rosada, son fecundaciones tan necesarias a la marcha del gran carro de la cultura como los juegos de los pólenes que ya llevados por el viento, ya conducidos por vulgares moscardones, ya como en el caso de la orquídea madagascareña en la específica trompa de una mariposa nocturna todavía no clasificada pero cuya longitud en centímetros admite profecía, aseguran una exogamia imprescindible para el caminar continuo de la especie. Y no porque cada maestro (por otra parte por nadie reconocido como maestro) diga a cada discípulo (por otra parte nunca por sí mismo tenido por discípulo): «Esto has de hacer», «Aprende lo que digo», «No abuses del gerundio», «Nunca obra literaria alguna escribas en que el elemento sexual esté completamente ausente», «Observa la realidad viva de la naturaleza humana en la casa de pensión en que modestamente habitas» con ademán doctrinal y palabra espaciosamente emitida, sino porque al decir frases tales como: «Es completamente imbécil», «No tiene ni idea de escribir», «No ha leído a Hemingway» crean un humus colectivo de cuya pasta flora inconscientemente todos se alimentan y así nunca alabando, criticando siempre, desdeñosamente alzando una ceja hasta la altura de la media frente, palmeando aprobadoramente en el hombro del menos dotado de los circunstantes, hablando de fútbol, pellizcando a una estudiante de filosofía, admirando el traje de terciopelo negro y la larga trenza de una cursi aliteraturizada, haciendo un chiste cruel sobre un pintor cojo que se arrastra hacia su mesa, simulando proezas amatorias merced a una hábil reiteración de llamadas telefónicas, tratando con impertinencia apenas ingeniosa al camarero que ha escrito ya siete comedias, haciéndose convidar a café y copa por un provinciano todavía no iniciado, fumando mucho, hablando sin parar y no escuchando, aseguran entre todos la continuidad generacional e histórica de ese vacío con forma de poema o garcilaso que llaman literatura castellana.

Pedro se detuvo un momento en la ribera misma de la playa para buscar un hito orientador, un trocito de arena libre sobre el que poder extender su espíritu y sus últimas lecturas. Al fondo Matías alzó un brazo. Para llegar hasta allá era preciso atravesar el caos sonoro, las rimas, los restos de todos los fenecidos ultraísmos, las palabras vacías de Ramón y su fantasma greguerizándose todavía a chorros en el urinario de los actores maricas, las ensoberbecidas muchachas pálidas vestidas de negro que cuando es moda pintarse la boca, se pintan sólo los ojos y cuando es moda pintar los ojos, se hacen unas bocas sangrantes, el humo de los cien mil y uno cigarrillos, la suma de la pedantería derramándose, las uñas cargadas de negro, la roñosería que reserva un único duro para el café con leche de la noche que da derecho (con su azúcar) a permanecer en el templo donde la miel de la sabiduría va poniendo pegajosos los mármoles.

Atravesó como pudo tropezando con calvas sonoras y con ojos relucientes. Matías se alegraba al presentarle:

—Mira. Vale la pena. Ha leído a Proust —señalando a una muchachita con gafas que, por variar, no iba de negro sino con un jersey amarillo limón a tono con sus formas.

—¿De veras? —se interesó Pedro.

—No la mires ya más. Vas a turbarla —le ordenó Matías—. Toma una ginebra.

E inmediatamente, olvidando a Pedro, volvióse a la muchacha explicándole otra vez más precisamente, con más ingenio todavía, la importancia de la novela americana y la superioridad de sus más distinguidos creadores sobre las caducas novelísticas europeas que habían concluido un ciclo literario y que no sabían salir de él quizá porque al hacerse conscientes del fin de dicho ciclo y de la inevitable decadencia, toda pura ingeniosidad técnica permanecía inane y sólo la pedantería chovinista podía hacer creer a los retrasados mentales de los liceos galicanos y a todos los otros mentecatos del ancho mundo que estuvieran haciendo gran novela todavía, cuando ya no era más que ingenio francés y falta de garra y de realidad y de auténtica grandeza, todo lo más ejercicios de caligrafía, labores de joven clorótica en internado suizo, por no decir bordado y punto de cruz. La muchachita reía agitando su jersey.

Reconfortado por la ginebra, precipitándose sobre su turno de uso de la palabra, Pedro también —¿por qué no?— rompió a hablar. Jueguecillos estéticos. Olas que vienen y van. Mareas del espíritu. Pepinvidálides de Egipto. Hay situaciones en que el atolladero es total. Evidentemente, sí, evidentemente. Hay que leer Ulysses. Toda la novela americana ha salido de ahí, del Ulysses y la guerra civil. Profundo Sur. Ya se sabe. La novela americana es superior, influye sobre Europa. Se origina allí, allí precisamente. Y tú también, hija mía, tú también. Si no lees no vas a llegar a ninguna parte. Seguirás repitiendo la pequeña historia europea de Eugenia Grandet y las desgracias de los huérfanos te conmoverán por los siglos de los siglos. Amén. Así sea. Ansisuatil.

El jersey amarillo pareció ser arrastrado por el reflujo de una resaca irresistible cuando un muchacho alto, con barba, la hubo mirado a través de unas gafas redondas. Desapareció. No existe. Boca roja pintada. Volatilizada.

Indiferentes siguieron hablando, simbiotizándose, apelmazados en una única materia sensitiva. La ciudad, el momento, la rigidez propia de una determinada situación, de unos determinados placeres, de unas prohibiciones inconscientemente acatadas, de un vivir parásito pecaminosamente asumido, de un desprenderse de dogmas dogmáticamente establecido, de un precisar de normas estéticamente indeterminado, de un carecer de norte con varonil violencia —aunque con estéril resultado— urgentemente combatido, los hacían tal como sin remedio eran (como ellos creían que eran gracias a su propio esfuerzo). El bajorrealismo de su vida no llegaba a cuajar en estilo. De allí no salía nada.

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Pidió su segunda ginebra y comenzó a animarse. Había tomado también un café solo. Sentía la cabeza fuerte y tenía tentaciones vagas. La conversación le había animado a pesar de su vacío espiroideo. La imagen de Cervantes volvía a su imaginación tontamente como se repite una musiquilla sin sentido. Cervantes en medio de este grumo de humo y grito no parecía lógico. Y el galimatías literario-sentimental de Matías no significaba sino la falta del ángel viajero que le ayudara a sacar el pescado por las agallas. Pero Matías tenía ese calor adhesivo que le obligaría a continuar a su lado por un lapso de tiempo indefinido pero indudablemente largo. Estaba Matías ya borracho? Probablemente no, en ese estado intermedio en que tanto la conversación como el ingenio son posibles.

Pero, he aquí, que ya Matías le estaba presentando, sin previo aviso, a un pintor alemán de apellido confuso cuya cacofonía recordaba el nombre de un filósofo suabo. El pintor alemán era alto y delgado —hético— y gozaba de una barba rubia en puntita. Tenía ojos débiles de niño mimado y parecía necesitado de protección. Rígido y temeroso le miraba. Haciendo un esfuerzo, insistió en que se sentara y le pidió una ginebra muy cargada para que se la bebiera de prisa, sin consultar, y se pusiera a tono. Matías parecía, a causa de su humanismo propio, no por la escasa humanidad que el alemán emanaba, haberle tomado bajo su protección y le hablaba grandilocuentemente de temas vagos que no tenían nada que ver con la pintura, ni con la guerra, ni con la melancolía atónita del alemán-ratón canceroso. Pero este caballero de triste figura sólo de pintura quería hablar y decir que expondría en Buchholz e insistir en que su pintura era un neoexpresionismo y preguntarles que por qué no ahora mismo, en el acto propiamente dicho y sin subterfugio de ningún género, ellos, después de haber consumido la necesaria cantidad de ginebra, no se trasladaban a su estudio donde, con la contemplación de sus cuadros, podrían hacerse cargo de la ninguna necesidad de atractivos sensoriales en la obra de un alemán para expresar el pathos atormentado de un pueblo culpable y en derrota. «Pero vamos a tomar primero esas copas», protestó Matías.

—Bono —admitió el pintor.

Su impaciencia era grande. Era absolutamente necesario que sus nuevos conocidos no pudieran formar un juicio de él únicamente por su aspecto físico y por el imperfecto dominio del idioma que le impedía expresar sus ideas, sino que tomando contacto con su obra, lo elevaran soba el pedestal. que naturalmente merecía: Así pues; sacando un montón. de billetes desmesurado para el sitio y la hora, ordenó al camarero-dramaturgo que súbito y presto colocara nuevas dosis mortíferas en los vasos portadores del tóxico. Lo que ejecutado por el maestro copero ágilmente, tuvo como consecuencia un trasiego rápido y satisfactorio sin que nadie diera muestras de asombro excepto el propio pintor que insistió en repetir por varias veces a sus expensas el mismo bonito número de prestidigitación.

—Ahora esto está aquí —anunció gravemente mientras iniciaba el gesto de beber— y ahora ya no está —cuando el vaso estuvo vacío—. Ha pasado al interior del coreo.

La risa no era el comentario adecuado a este tipo de humor constatativo sino el pasar inmediatamente a la aplicación universal del método, lo que inició Matías, inspirado por su ángel:

—Ahora esta silla está aquí abajo —cogiendo aquella en la que estaba sentado—. Y ahora está aquí arriba —colocándola encima del mármol negro de la mesa.

—Pero tu coreo no está donde era. —Protestó el alemán que provenía de una raza más dotada para la estricta metafísica.

—Lo está —dijo Matías encaramándose y sentándose triunfalmente ante el gesto de disgusto, no exento de admiración, de la muchedumbre letrada de nivel alcohólico moderado o nulo.

Tres camareros avanzaban enérgicamente hacia la silla curul y Matías hubo de limitar el alcance temporal de su experimento que, por el contrario, en el aspecto espacial no le pareció dejar nada por desear. Allá abajo estaban las tres o cuatro mujeres extrañas vestidas de terciopelo negro y con trenzas y las dos o tres actrices con los ojos pintados sonriendo y pensando que era tonto. Esta breve ruptura de lo habitual, conseguida a tan bajo precio, le llenó de una convicción de infalibilidad semejante a la de otros ocupantes de sillas gestatorias más trabajosamente conquistadas a lo largo de los siglos y gracias aritos tradicionalmente estipulados entre los que la castidad con mantenimiento de integridad glandular no le parecía en aquel momento el menos molesto. A su descenso, el todavía-no-loco-pintor seguía aplicando el método constatatorio a materialidades de gran importancia social.

—Esto no está nada pagado —dijo sonriente al camarero—: Y ahora está todo pagado —tras aplicarle el encaje integro de un documento al portador que sobrepasaba con creces el consumo.

—Un momento, señor, —un momento; señor— les persiguió la honradez ibérica del camarero, mientras los tres se precipitaban hacia las tinieblas exteriores, ebrios de alcohol y del orgullo que brota de los actos libres, dispuestos a embarcarse en la nave del expresionismo y a franquear con ella el océano incierto de la noche.

—Mi coreo está ahora dentro —anunció Matías—. Y mi coreo está ahora en el exterior del local —tras franquear la puerta giratoria dotada de cuatro alas, ya que no de pluma al menos de fieltro rojo y dorado latón.

—Tu coreo no es ahora tu coreo —replicó Pedro—. Tu coreo es coreo de Baco.

A lo que el alemán, tras el lapso de tiempo necesario para la comprensión, replicó estallando por primera vez —aunque no por ultima— en tina walhálica carcajada cuyos ecos golpearon los árboles, las casas y el Ministerio, alarmando a un sereno sentado en una esquina.

—Es muy bono esa, muy bono —admitió amistosamente—. ;Queréis estar al estudio? —preguntó luego con una duda que brotaba repentinamente de un estrato de su ser encubierto por el alcohol y por La risa.

—Bono. Vamos allá —imitó Matías.

Y envueltos en las carcajadas ya sin motivo, del pintor, caminaron inciertamente en la noche hacia una buhardilla de la calle Infantas donde esperaban los secos hijos de su espíritu.

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Tras subir los oscuros escalones agarrados unos a otros para no tropezar, el pintar abrió la puerta después de diversas maniobras improductivas en que sucesivas llaves fueron desechadas. Dentro finalmente, la oscuridad oliente a pintura fresca se ofreció en el marco. Nuevos tanteos condujeron a que la luz fuera hecha y, ante sus ojos, aparecieron casi innumerables lienzos que tapizaban las paredes del amplio estudio, todos los cuales estaban constituidos por desnudos sonrosados de mujeres gorditas.

—¡No, no, no! —gritó el pintor neoexpresionista—. No mío. Nada mío. Es de otro —mientras Matías se inclinaba con atención reverente ante uno de los lienzos tomado al azar, como calculando el valor de aquella carne al peso.

—Notable —afirmó Matías—. Tiene magma.

—Per favor —insistía el alemán—. La mía es otro —y señalaba hacia una puerta oculta tras los grandes caballetes.

El propietario del estudio y compañero artista-pintor de Bono parecía tener ideas claras sobre su ideal estético y reiteraba la exposición de las mismas sin un átomo de vergüenza, carente de todo falso pudor. Las sonrosadas damas sonreían estereotipadamente mediante sus rostros de pan tostado y colocaban sus miembros en las más variadas posturas siguiendo las vulgares recetas del arte combinatorio. Sin duda, la presencia de dos cuerpos en lugar de uno en cada lienzo hubiera permitido multiplicar las combinaciones y permutaciones en grado ilimitado, pero incluso sin esta ayuda —que hubiera sido algo semejante a un truco— el artista había conseguido con sus elementales medios dar una idea aproximada del infinito.

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