Se apagaron de nuevo las luces. Ludovico no se atrevió a preguntarle a Valerio Gamillo cómo manipulaba la iluminación del teatro, cómo proyectaba o montaba o levantaba desde la nada estas imágenes en movimiento sobre biombos y entre rejas, qué significaban las cuerdas que movía, los botones que apretaba. Pudo imaginar, eso sí, (jue el Dómine era capaz de repetir las palabras nunca dichas por Medea, Cicerón o Dante mediante el simple recurso de leer los labios: comprensible arte de un tartamudo. Valerio Gamillo sólo dijo:
—Revelaré mis secretos al príncipe que mejor me pague mi invención.
Pero Ludovico volvió a dudar que príncipe alguno desease mirar cara a cara lo que no fue y quisiera ser. La política era el arte de lo posible: ni la estatua de Gomorra, ni el vuelo de Ícaro.
Todas las noches regresaba el traductor a su pobre aposento en la larga espina de la Giudecca, semejante, en verdad, al esqueleto de un lenguado, y encontraba a sus hijos dedicados a sus personales ocupaciones. Uno ejercitaba una espada de madera contra su propia sombra en los viejos muros vespertinos de la iglesia de Santa Eufemia; otro aserraba, pulía y barnizaba estantes para los libros y papeles de Ludovico, mezclándose la viruta con la cabellera dorada; el tercero se sentaba acuclillado y desde la puerta contemplaba las baldosas desnudas del campo de San Gosma. Luego los cuatro cenaban frituras de marisco, judías y queso de hebras. Y una noche, les despertó un desesperado batir de manos contra la puerta. Uno de los muchachos abrió. Cayó en el umbral, sofocado, embarrado de ceniza el rostro, incendiadas las vestiduras, el Dómine Valerio Gamillo. Alargó la mano hacia Ludovico y tomó su puño con el estertor furioso del moribundo:
—Alguien me delató como hechicero, dijo el Donno, sin traza de tartamudez; alguien colocó una carta en la boca de piedra. Quisieron apresarme. Opuse resistencia. Temí por mis secretos. Pusieron fuego a mi casa. Me hirieron con leves estocadas, para someterme. Quisieron entrar al teatro. Trataron de romper los candados. Huí. Monseñor Ludovicus: protege mi invención. ¡Necio de mí! Debí contarte mis verdaderos secretos. Las luces del teatro. Un depósito de carbones magnéticos en la azotea de la casa. Atraen y conservan la energía del relámpago y los cielos sobrecargados de la laguna. La filtro por conductos impermeables, filamentos de cobre y bulbos del más fino cristal veneciano. Los botones. Ponen en movimiento unas cajas negras. Unas cintas de seda azogada con imágenes de todos los tiempos, miniaturas pintadas por mí, que se agigantan al ser proyectadas sobre las graderías con una luz detrás de las cintas. Una hipótesis, monseñor, sólo una hipótesis… termina tú de comprobarla… salva mi invención… y recuerda tu promesa.
Allí murió el Donno Valerio, sobre el piso de ladrillo. Ludovico cubrió el cadáver con una manta. Les pidió a los muchachos que lo guardasen en una barca y al día siguiente lo llevasen a la casa del Dómine. Ludovico llegó hasta el Campo Santa Margherita esa misma tarde. Encontró un negro cascarón. Incendiada la casa, quemados los documentos. Entró y llegó hasta la puerta encadenada. Allí, reunidos, ladraban los mastines, Biondino, Preziosa, Pocogarbato. Los llamó por sus nombres. Le conocían. Abrió los candados con las llaves del Maestro. Penetró por el pasillo de las ratas y las lagartijas. Llegó al aposento de mármol. Tocó la puerta invisible y ésta se abrió. Entró al estrecho espacio del escenario. Reinaba la oscuridad. Tiró de la cuerda. Una brillante luz iluminó la figura de las tres Gorgonas con su ojo único bajo el signo de Apolo. Apretó tres botones. Entre los biombos y las rejas se proyectaron tres figuras. Eran sus tres hijos. En la gradería de Venus y en el escaño del amor, el primero era una estatua de piedra. En la gradería de Saturno y en el escaño de la cueva, el segundo yacía recostado, muerto, con los brazos cruzados sobre el pecho. En la gradería de Marte y en el escaño de Prometeo, el tercero se retorcía, atado a una roca, picoteado por un halcón que no le devoraba el hígado, sino el brazo, hasta mutilarlo.
Al girar para salir de allí, Ludovico se encontró cara a cara con los tres muchachos. Volvió el rostro, violentamente, al auditorio del teatro; las sombras de sus hijos habían desaparecido. Miró sus cuerpos verdaderos. ¿Habían visto lo que él vio?
—Tuvimos que huir con el cadáver del Maestro, dijo el primero.
—Los Magistrados de la Blasfemia se presentaron en busca del fugitivo, dijo el segundo.
—Nos amenazaron; conocen tus relaciones con Valerio, padre, dijo el tercero.
Salieron de allí; recobraron los pasos perdidos. Ludovico volvió a cerrar con candado la puerta y la encadenó; arrojó, desde una ventana incendiada, las llaves al Río de San Barnabá. Entre los cuatro, sacaron el cadáver de Valerio Gamillo de la barca y lo llevaron hasta el jardín de la casa. Ludovico reunió a los mastines. Desvistió al cadáver. Lo tendió en el jardín. Más que nunca, el Dómine, en la muerte, parecía un joven cardenal entelerido, con filoso perfil y carne de cera. Soltó a los perros. Sonaron las horas del alto campanile de Santa María dei Carmine.
Valerio Camillo había encontrado su sepultura.
—Lo buscarán por toda la ciudad. Nos buscarán en nuestra casa. Mejor pasaremos la noche aquí mismo, les dijo Ludovico a los muchachos; nadie pensará en buscarnos en el lugar más obvio.
Como siempre, los tres jóvenes escucharon con atención a Ludovico y se recostaron a dormir junto a la puerta encadenada. El antiguo estudiante que un día desafió al teólogo agustino en la universidad y otro día escapó del castigo de la Inquisición aragonesa por los tejados de Teruel, volvió a maravillarse: iban a cumplir quince años y eran siempre idénticos entre sí. Es más: el tiempo, en vez de acentuar los rasgos individuales, subrayaba los parecidos. Ya no sabía cuál era cuál, uno hijo de padre y madre desconocidos, raptado una noche del alcázar del Señor llamado el Hermoso; otro, sí, hijo de Celestina e incierto padre: ¿el propio Señor que la tomó para sí la noche de la boda en la troje, mientras Felipe miraba la escena?, ¿los tres comerciantes premiosos que la violaron sucesivamente en el bosque?, ¿el príncipe Felipe, el propio Ludovico, que se alternaron el cuerpo de Celestina en la alcoba del alcázar sangriento y a veces la gozaron al mismo tiempo?; y el tercero, sí, éste seguro, por ser el más fantástico, hijo del Señor muerto y una loba: eso lo maridó decir Celestina en labios de Simón; pero la muchacha estaba medio loca y su palabra no era de liar.
Los miró dormir juntos, esa noche. Mejor que no supieran. El sí sabía (recordaba; imaginaba) : a los veinte años, uno de los niños, el que fue raptado del castillo señorial, tendría la cara del caballero muerto en rija callejera y velado en el templo del Cristo de la Luz. Se llamaba Don Juan. Mas siendo los tres idénticos hoy, ¿seguirían siéndolo mañana? De serlo, entonces los tres tendrían el rostro que Don Juan adquirió al morir.
Mejor que no supieran; y basta. Todos mis hijos; y basta. Todos hermanos; y basta.
Una corriente tumultuosa de amor hacia los tres seres que el azar abandonó a su cuidado le impulsó a despertarles y saberles vivos, alegres, amantes.
Buscó un pretexto para su inmenso amor. Una noticia que justificara despertarles de un sueño hondísimo —habló, les llamó, tocó la cabeza de uno, sacudió el hombro de otro—, esta noticia: el tiempo se acercaba, cinco años faltaban para la cita —encendió una vela, la acercó a los rostros dormidos—, regresarían a España, allí era la cita, allí se prepararían…
Sólo el tercero despertó. Los otros dos continuaron soñando. Y el que despertó le dijo a Ludovico:
—No, padre; déjalos; me están soñando…
—Les tengo una noticia…
—Sí, ya sabemos. Vamos a viajar. Otra vez.
—Sí, a España …
—Aún no.
—Es preciso.
—Lo sé. Iremos juntos, pero estaremos separados.
—No te entiendo, hijo. ¿Qué secreto es éste? Ustedes nunca han hecho nada a mis espaldas.
—Te hemos acompañado siempre. Ahora tú tendrás que acompañarnos.
—Iremos a España.
—Llegaremos a España, padre. Será un viaje largo. Vamos a dar muchas vueltas.
—Explícate ya. ¿Qué secreto es éste? Ustedes…
—No, padre, no nos hemos puesto de acuerdo. Te lo juro.
—¿Entonces…?
—Ellos me están soñando. Haré lo que ellos sueñan que yo hago.
—¿Te lo dijeron?
—Lo sé. Si despiertan, si dejan de soñarme, padre, yo me muero…
—¿Cuál eres tú, por Dios, cuál de los tres…?
—No te entiendo. Somos tres.
—¿Qué saben? ¿Han leído los papeles que vienen dentro de esas botellas?
El muchacho afirmó con la cabeza baja.
—¿No resistieron la tentación?
—Nosotros no. Tú sí que deberás resistirla. Las hemos vuelto a sellar. No son para ti…
—Esa maldita gitana, esa tentadora… Si no les hubiera vedado abrir las botellas, ustedes…
El muchacho volvió a afirmar con la cabeza; Ludovico sintió que no habían huido a tiempo de Venecia, que la ciudad los había apresado en su propio sueño espectral, que el destino común de Ludovico y los tres muchachos se separaba en cuatro caminos distintos. Por primera vez, alzó la voz:
—Óyeme: yo soy tu padre… Sin mí, los tres hubieran muerto, de hambre, o asesinados, o devorados por las bestias…
—No eres nuestro padre.
—Son hermanos.
—Eso es cierto. Y como padre te veneramos. Nos diste tu destino por un tiempo. Ahora nosotros te daremos el tuyo. Acompáñanos.
—¿Qué encantamiento es éste? ¿Cuánto tiempo durará?
—Cada uno será soñado treinta y tres días y medio por los otros dos.
—¿Qué cifra es ésa?
—La cifra de la dispersión, padre. El número sagrado de los años de Cristo en la tierra. El límite.
—Treinta y tres, veintidós, once… Lejos de la unidad, los números de Satanás, me lo dijo el doctor de la sinagoga del Tránsito…
—Entonces los días de Satanás son los días de Cristo, pues Jesús vino a dispersar: el poder de la tierra era de uno; él se lo entregó a todos, rebeldes, humillados, esclavos, miserables, pecadores y enfermos. Todos son César, luego César es nadie, padre…
Asombróse Ludovico de oír en boca de uno de sus hijos estas razones que negaban toda aspiración a recuperar la unidad perfecta. Con tristeza, se supo ante una rebelión incontenible; por primera vez, se sintió viejo.
—Treinta y tres días y medio… Es poco tiempo. Podemos esperar.
—No, padre, no me entiendes. Cada uno será soñado ese tiempo por los otros dos y así, será soñado durante sesenta y siete días. Pero el soñado vivirá por su parte un tiempo equivalente; y éstos son ya cien días y medio. Y corno al dejar de ser soñado uno de los otros dos, el soñado, a fin de no morir, deberá unirse a uno de los soñadores para soñar al otro, éstos son ya doscientos dos días. Y como al dejar de ser soñado éste deberá unirse al que ya fue soñado para soñar al que sólo ha soñado pero no ha sido aún soñado, entonces habrán pasado trescientos cuatro días.
—Tampoco es mucho; nos quedarían más de cuatro años, volvió a encoger los hombros Ludovico.
—Espera, padre. Te queremos. Te contaremos lo que hemos soñado, una vez que lo soñemos.
—Así lo espero.
—Mas contarte lo que hemos soñado nos tomará tanto tiempo como haberlo soñado.
—¿Novecientos doce días? Es ya la mitad del tiempo que yo quería. Cinco años tienen mil ochocientos veinticinco días.
—Más, mucho más, padre, pues cada uno contará lo que soñó de los otros dos, más lo que los otros dos soñaron de él, más lo que en realidad vivió soñando; y luego cada uno deberá contarle a los otros lo que soñó que soñaba al ser soñado; y cada uno lo que sonó al soñar lo que el otro soñado al ser soñado por él; y luego lo que cada uno soñó soñando que soñaba al ser soñado; y luego lo que los otros dos soñaron soñando que el tercero soñó soñando que soñaba al ser soñado; y luego…
—Basta, hijo.
—Perdón. No me burlo de ti, ni éste es un juego.
—Entonces, dime, ¿cuánto tiempo durarán todas estas combinaciones?
—Cada uno de nosotros tendrá derecho a treinta y tres meses y medio para agotarlas.
—Que son mil días y medio para cada uno…
—Sí: dos años, nueve meses y quince días para cada uno…
—Que serían ocho años y cuatro meses para los tres…
—Serán, padre, serán. Pues sólo si cumplimos exactamente los días de nuestros sueños podremos, luego, cumplir los de nuestros destinos.
Ludovico sonrió amargamente: —Menos mal que conocen los tiempos exactos. Por un momento pensé que las combinaciones serían infinitas.
El muchacho le devolvió la sonrisa, pero la suya era beatífica:
—Todas las combinaciones de nuestros sueños deberemos, por turno, contártelas a ti, pues ningún secreto te guardamos.
—Así lo espero, repitió Ludovico, pero ahora con un dejo entristecido.
—Y será eso, la narración, no el sueño, lo infinito.
Ordenó Ludovico que le construyeran los carpinteros del squero de San Trovaso dos féretros ligeros y bien ventilados, que no era su finalidad yacer bajo tierra, sino viajar con él y reposar largos días mientras cada uno de sus hijos vivía el sueño que en su nombre soñaban los otros dos.
Vio alejarse las doradas cúpulas y los rojos techados y los muros ocres de Venecia, desde la barca que los conducía a tierra firme. Los desafíos estaban lanzados. Uno era el destino infinito que los tres jóvenes habían escogido, violando la caución de la gitana de Spalato, olvidando el ejemplo aleccionador de Sísifo y su hijo Ulises, después de leer los manuscritos contenidos en las tres botellas; otro, el que él les había trazado, bien finito, pues tenía hora: la de la tarde, día: un catorce de julio, año: dentro de cinco, lugar: el Cabo de los Desastres, propósito: ver cara a cara a Felipe, saldar las cuentas de la juventud, cumplir los destinos en la historia y no en el sueño. No coincidían los tiempos previstos para los sueños de los muchachos y para que él, Ludovico, acudiera a su cita en la costa española. Debería, por fuerza, acortar los sueños de los muchachos, robarles tres años y cuatro meses, interrumpirles a tiempo… engañarles, impepedirle a éste que contara al otro lo que soñó que soñaba al ser soñado, desviar a aquél de la relación de lo que el otro soñaba al ser soñado por él, mutilar el sueño que el tercero soñó que soñaba al ser soñado… mutilar los sueños… Al decirse todo esto, Ludovico combatía contra el hondo y extraño amor que sentía hacia los tres jóvenes puestos bajo su amparo. Calló su decisión: tendría la entereza, la inteligencia y el amor suficientes para reunir ambos, el destino de Ludovico y el de los tres muchachos, con sacrificios parejos para los cuatro. Pero pensar esto, ¿no era admitir desde ahora que ninguno de los cuatro tendría el destino íntegro que un sueño soñó o una voluntad quiso? Calmó su agitación diciéndose: