Read Taxi Online

Authors: Khaled Al Khamissi

Tags: #Humor

Taxi (15 page)

—¿Pero cómo que no la conoce? Pues eso, canadiense. Hosni Mubarak nos ha elegido a un jefe de Gobierno canadiense. Después de las elecciones, que las ganará Hosni Mubarak si Dios quiere, nos traerá a un americano en vez del canadiense y se llamará Johnnie Walker.

54

Le pedí al taxista que me llevara al edificio de la Televisión, en Maspiro. Se le iluminó el rostro mientras me preguntaba si trabajaba en la televisión, y cuando le respondí negativamente, no perdió la esperanza.

—Pero seguro que conoce a alguien allí.

—Sí, conozco.

—Es que necesito ver como sea al señor Mufid Fawzi, es muy urgente.

—¿Y cómo es que es algo tan urgente?

—No es para mí, es para el país. Es que quiero decirle que todos los días por la mañana, la mitad de los que se montan conmigo van al Instituto del Cáncer, algo muy extraño. En cuanto los dejo y doy una o dos vueltas, encuentro a otro cliente que se dirige al Instituto. Es evidente que todo el país tiene cáncer. No sé si por la suciedad que respiramos en la calle, o si por la comida con la que nos envenenamos. Seguro que es por los pesticidas con los que fumigamos. Bueno, lo que quiero decirle al señor Mufid es que todos los días la mitad de pueblo egipcio va al Instituto del Cáncer. Estoy convencido de que él sabrá qué hacer; seguro que conoce al Presidente, le hablará sobre este asunto tan peligroso y, sin lugar a dudas, el Presidente encontrará una solución para esta catástrofe.

55

—Veo que todo el que tiene un coche particular es un sinvergüenza, un ladrón. Le juro que no exagero. Miro en sus ojos y veo que son unos ladrones. ¿Ve esa pobre chica que está ahí de pie? Fíjese en lo que va a hacer el coche que tenemos delante. ¿Lo ha visto? Se ha acercado a la chica y el chaval está intentando hacérsela. Mire cómo se marcha con el rabo entre las piernas. Si ya le digo, que todo el que tiene coche en este país es un ladrón que corre detrás de lo que no es suyo. ¿Ve a esos niños que están ahí de pie? Salen del instituto de secretariado que está a la derecha. ¿Ve ese coche? Joder, vale más de un millón de libras. Ahí está, de pie, como un sucio ladrón, mirándose en el espejo esperando a que alguien se le acerque. Qué asco da, es repugnante. Siempre que voy con el taxi y veo coches, veo ladrones. Una vez, uno que era asquerosamente rico me dijo: «Los ricos se pasan la vida jodiendo a los pobres». A alguien que vaya a trabajar para un rico lo putean durante tres semanas y después lo echan diciéndole que no vale y llevan a otro para hacerle lo mismo: putearlo. Lo peor de todo es que intentan robar a chicas de unos dieciséis o diecisiete años, o a chicas que están en el instituto, como las que acabamos de ver. Qué pena, son unas pobres niñas guapas que intentan estudiar y tener una vida respetable. Ellos son como buitres que quieren pillar cacho. Y las pobres niñas son todavía unas inocentes y no entienden a esos cabrones que van con los coches. Mire ese coche también, ¡puf!, con matrícula de la aduana de Suez. Mire qué tamaño, parece un autobús.

Está ahí parado, perdiendo el tiempo, esperando a echar su mierda en nuestras calles.

El taxista continuó durante todo el camino dirigiéndome la mirada hacia los ladrones de la carretera, tal y como dijo él. De la misma forma, prosiguió analizando incansablemente por qué cada uno de los coches estaba parado a un lado de la carretera. Lo extraño es que yo no pronuncié una sola palabra en todo el camino, desde que subí al taxi hasta que me bajé de él. Fue un largo monólogo sobre los ladrones ricos y tuve miedo de decirle que yo tengo coche.

56

El dolor de cabeza me estaba matando. Rara vez me ocurre; de hecho, hasta los treinta, me jactaba y repetía a todo el que estaba a mi alrededor que nunca había tenido jaquecas. Esos días ya han pasado y ahí estaba, parado en la calle Muhammad Farid, en West El Balad, muriéndome del dolor de cabeza.

Se me acercó un taxi y frenó, pero sin llegar a detenerse, así que me vi obligado a gritar.

—¡Aguza, Aguza!

Se detuvo a unos treinta metros de distancia; corrí para alcanzarlo antes de que cambiara de idea y me dejara, algo que ocurre muy a menudo por razones divinas que se nos escapan a los mortales como yo. Debido a ello, tropecé con una alcantarilla que no había visto y que estaba debajo de un coche aparcado en la acera.

En fin, me monté en el taxi como quien salta de la sartén y da en las brasas. El taxista era un joven que no llegaba a los veinticinco; subió el volumen del casete hasta un punto insoportable para el dolor de cabeza, que estaba acabando conmigo.

Le pedí, con gran educación, que bajara el volumen, y de repente me gritó de tal forma que parecía que llevásemos cinco minutos discutiendo:

—¡¿Y si fuera El Corán, me pedirías que bajara el volumen?!

Al principio no entendí la relación entre mi petición y su respuesta, pero luego caí en la cuenta de que estaba escuchando un sermón, y justo entonces me percaté de la cantidad de fotografías del Papa Carlos y del Papa Shenuda que me rodeaban por todas partes, para anunciar a todo el mundo que él era cristiano. No niego que me sorprendiera la actitud del taxista, ya que por lo general los cristianos de Egipto no entran en discusiones de este tipo. Es más, de todos mis amigos cristianos, ninguno presume mucho de cumplir con sus obligaciones religiosas; nunca me he encontrado a nadie que me haya dicho: «Hoy voy a la iglesia». Por el contrario, mis amigos musulmanes no se cansan de anunciar lo mucho que rezan o ayunan: «Acabo de rezar el
asr
[47]
porque antes no me había dado tiempo»; o también: «¡Qué cansado estoy! Es que hoy lunes estoy ayunando» (o puede que fuera jueves).

Nunca he sabido dónde está la causa de esto. ¿Se remontará a la naturaleza de cada religión, o se deberá a que los cristianos son minoría en Egipto? Quizá no lo supiera debido a que el dolor de cabeza me tenía cogido como un ladrón a su víctima.

Pensé en retirarme de la discusión, pero al final me decidí por contestar:

—Sí, te diría que bajaras el volumen. Para que lo sepas, siempre que monto en un taxi y veo que el taxista está escuchando El Corán y quiere charlar conmigo le digo: «Y, cuando se recite El Corán, ¡escuchadlo en silencio! Quizás, así, se os tenga piedad». (Los Lugares Elevados: 204)
[48]
. Y le pido que apague el casete.

—No voy a bajar el volumen, y si no te gusta, te bajas —dijo el taxista todavía más nervioso, y como si no hubiera escuchado lo que le había dicho.

—¿Y quién te ha dicho a ti que soy musulmán? —le dije empezando a ponerme nervioso—. ¿Lo llevo escrito en la frente? ¿Es que no puedo ser cristiano, creyente y dolerme la cabeza? ¿Tengo que colgarme una cruz en el pecho o tiene que brillarme la
zabiba
[49]
para que su majestad pueda distinguir quién se monta?

—Mire usted, este taxi es mío y no voy a bajar el volumen, quiero escucharlo. ¿Se baja o lo llevo?

Me quedé callado mientras él continuaba conduciendo. Pensé en hablarle sobre el principio de la no imposición de los derechos, y decirle que los suyos acaban donde empiezan los de los demás. Pero me acordé de que aquello en lo que estaba pensando no eran más que fábulas carentes de significado en las calles de Egipto, donde no hay más que gritos de todas clases, micrófonos que nos asedian y donde nadie puede abrir la boca.

Se acabó la cara de la cinta y en seguida le dio la vuelta. El silencio nos cubrió unos momentos, mientras estábamos parados junto a un semáforo frente al Tribunal Superior de Justicia. Noté que los contraídos músculos de su cara empezaban a relajarse un poco. Estaba sentado detrás y empecé a observarlo: era más joven de lo que había calculado, quizá tuviera veinte años y parecía que su pelo no hubiera visto un peine ni de lejos. Por su forma de hablar, parecía que no hubiera recibido educación, probablemente hubiese dejado los estudios después de primaria.

Saqué una chocolatina y se la ofrecí, con la esperanza de que se suavizara un poco la tensión. Como la rechazó, le dije:

—Esto es mejor que los cigarrillos; ¡venga, hombre, prueba!.

La cogió con desgana.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan tenso?

—No me pongas nervioso.

—Sólo dime qué te pasa.

Nos acercamos a la subida del puente de Sitta October, donde se apostan muchos para gritar adónde van, con la esperanza de que se pare alguien. Detuvo la cinta para oír lo que gritaban: Embaba, Al Warraq, Bulaq El Dacror… no se detuvo, sino que subió por el puente, que estaba atestado de coches. Tras un largo silencio, suspiró profundamente mientras decía:

—Mi hermano acaba de llamarme, es el único de la familia que ha tenido éxito; es un genio, ¿sabe? Es profesor ayudante en la Facultad de Letras.

—Que Dios le ayude.

—Hoy, el doctor que le dirige la tesis ha vuelto a posponer su defensa. No sabe la de años que lleva machacándolo el muy hijo de puta. Lo que ocurre es que se la tiene jurada por ser cristiano. En la Facultad de Letras se han unido para fastidiar a todos los cristianos.

Si le hubiese rebatido, habría hecho estallar toda la rabia latente en su interior. Además, lo que estaba contando podría ser cierto. Ya había escuchado y oído casos similares con anterioridad, pero no sabía con certeza qué debía decir. Opté por callarme tal y como hace el resto de la sociedad que me rodea.

57

Llevo cuatro meses pensando en ese día. Cada día que pasaba decía: «Faltan cincuenta días», «Faltan cuarenta y cinco días». Una auténtica pesadilla que me perseguía. Era como una maldición de la que no podía escapar. Es que hay que renovar el carné de conducir cada tres años y cada vez uno borra todo lo que pasa durante esos días. Pasan los tres años volando y te encuentras con que no sabes qué hacer.

A lo que iba, le voy a contar lo tormentoso que fue. Para cuando lleguemos a Shobra habré acabado la historia y así matamos el tiempo.

Fui a la jefatura de Tráfico de El Cairo, que está en Madinat El Salam. Yo vivo en Dar El Salam. Dos Salam en total, pero para llegar desde mi casa a Tráfico tengo que coger tres medios de transporte, lo que me supone pelearme tres veces y tardar al menos dos horas. Llegué a Tráfico y me enteré de lo que hacía falta: los antecedentes penales, la seguridad social, un certificado del sindicato, el resguardo de haber pagado las tasas y un certificado médico.

Claro que, para llegar desde Tráfico hasta la oficina de seguros, que está en Basatin, en Maadi, hacen falta tres horas porque el primero está en el extremo norte de la ciudad, y la oficina en el extremo sur, así que llegaría cuando hubieran cerrado.

Al día siguiente, fui a la oficina de seguros. Me dirigí al empleado para hacer el seguro y me dijo: «Paga y vuelve luego». Fui a la caja y no se imagina qué cola había. Pagué unas cuatrocientas veinticuatro libras por los tres años y volví a donde estaba. Me dio el recibo y me dijo: «Sube para que te lo firmen y lo sellen, y vuelve a bajar». Cuando subí y entré en el despacho de la encargada, le dije: «Por favor, necesito la firma y el sello». Me contestó: «Vete a ver a Fulanita». Fulanita me mandó a donde Menganita. Menuda vuelta di. El caso es que me lo firmó y me dijo que fuera a ver a la directora, al otro despacho, para que me lo sellara. Entré y la directora estaba en el baño; dije: «Sal ya, que no te voy a comer», pero no había forma. «¿Estará dando a luz?», pensé. A la hora, apareció, me selló y listo. Bajé a donde el primero y después de estar esperando una media hora miró el papel y dijo: «Así está bien. Hala, vete». Vamos, que podía haberme marchado desde el comienzo. Bueno, lo importante es que salí.

Está claro que no podía hacer en el mismo día lo del sindicato, porque están en direcciones opuestas. El sindicato está en Abdo Basha, en Abbasiyya, e ir desde Maadi a Abbasiyya es una historia.

Al día siguiente, fui al sindicato, que está en Abdo Basha. «Buenos días, buenos días». Le di los carnés antiguos y me pidió ciento cinco libras. Le pregunté: «¿Y por qué ciento cinco libras, si puede saberse?». Me respondió: «Es que ha subido, ¿no lo sabías?». Le dije: «Pues no, nadie me lo ha dicho. Me ocultan estas cosas porque padezco del corazón, ojalá no te ocurra a ti». «En cualquier caso, está colgado allí en la pared; ve y míralo», me respondió. «Vale», le contesté. Fui para ver el cartel en la pared, calculé el dinero y me salieron ochenta y tres libras. Volví a donde él y le dije: «Pero tío, si son ochenta y tres libras, ¿cómo me dices que son ciento cinco?». Me contestó: «Se aplica con carácter retroactivo y tienes que pagar el incremento de los tres años anteriores». «¿Los tres años que pagué hace tres años?», le pregunté. Afirmó con la cabeza. Le pregunté: «¿Es que hay algo que se llama 'con carácter retroactivo'? Se supone que si hacéis una ley la aplicáis en su momento». Hizo un gesto con la mano y dijo: «Esto es lo que hay. ¿Vas a pagar o no?».

«¿Y qué le voy a hacer, si no tengo más remedio? Pues pagar». Pagué, pero tenía una pregunta que me reconcomía: «¿Te puedo hacer una pregunta para que me respondas con sinceridad?». «Claro», me contestó. Y disparé: «¿Qué provecho sacamos del dinero que pagamos?». «Nada», me contestó con aplomo. «Y me lo dices así en la cara, tranquilamente. Que Dios te bendiga», le dije.

Bueno, lo que me llamó la atención es que había otro que estaba pagando las tasas del sindicato y preguntando: «¿Y esto por qué sí y esto por qué no?». Le contestaron que era para el fondo común. Y él replicó: «Yo sólo quiero pagar las tasas, no quiero que nadie venga a mi funeral cuando me muera. Soy libre de hacer lo que quiera. No quiero pagar el fondo común». Cuando me fui de la caja había una buena bronca y no sé qué pasaría al final con el hombre.

Espero que no se esté durmiendo. ¡Ah, no, parece despierto!. Le voy a seguir contando. Al día siguiente, fui a por los antecedentes penales a la comisaría de la zona donde yo vivo, en Basatin. Menudos viajecitos y menuda tortura me hicieron pasar. ¿Que por qué? Se lo voy a contar.

Después de esperar una larga cola, el policía me dijo: «Tráeme sellos de la policía». Entré para comprar los sellos de la policía y me dijeron: «No, ve a la comisaría de Maadi o a la de Al Jafifa». «¿Por qué? ¿Es que allí los sellos son más bonitos?», le interpelé. «Qué cachondo. No, allí hay sellos y aquí no», me explicó. Entonces, insistí en que me dieran una explicación más lógica: «¿Pero, esto no es una comisaría de policía también? ¿Cómo es que no hay? ¿Pretende que me vaya ahora hasta Maadi?». Y me despacharon con la siguiente respuesta: «Por favor, no nos haga perder el tiempo. Apártese. El siguiente».

Other books

Firebird by Helaine Mario
A Fine Passion by Stephanie Laurens
What The Heart Knows by Gadziala, Jessica
Whipped by York, Sabrina
Don't Die Under the Apple Tree by Amy Patricia Meade
A Tale of Two Castles by Gail Carson Levine
The Cactus Eaters by Dan White


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024