—¿Por qué?
—Porque me la jugaron el mes pasado allí.
—¿Y eso?
—Se montó en el taxi un hombre muy elegante, tenía pinta de ser muy decente y vestía muy bien. Se subió en Zamalek y me dijo que le llevara a Maadi. Le dije que adelante y, cuando estábamos de camino, me dijo: «Perdone, vamos a entrar un momento en Garden City, compro unas medicinas para mi hermana y después continuamos a Maadi»; le respondí que no había problema. Entramos en Garden City y nos detuvimos frente a una farmacia. Se bajó, al minuto volvió y me dijo: «Vamos a tener que volver a Zamalek o ir a Maadi y volver rápido porque me he dado cuenta de que no llevo la cartera». Le contesté: «No se preocupe, ¿no vive usted en Maadi?». Como respondió que sí, le dije: «Entonces no hay problema, le pago a usted las medicinas ahora y, cuando lleguemos a Maadi, me lo devuelve». Las medicinas costaban cuarenta y dos libras y le dejé cincuenta. Las compró, salió de la farmacia con una bolsa y a los dos metros me hizo parar frente a un edificio y me dijo: «Un segundo, ahora vuelvo». Estuve esperando a que volviera durante media hora y nada. Fui a buscarle y nada. ¡Incluso fui a la farmacia y les describí su aspecto! El farmacéutico me dijo: «Sí, compró aspirinas por media libra, ¡e insistió en coger una bolsa porque quería acordarse del nombre de la farmacia!». Y desde entonces odio pasar por esta calle, me recuerda lo idiota que soy.
Respecto a la segunda historia, se trata de un clásico que es probable que les haya ocurrido a un gran número de desafortunados taxistas. El que me contó esta historia era ducho en la conducción, pero no en la delincuencia, y practicaba el oficio desde el año 1966. A modo de resumen, lo que sucedió fue que un cliente le pidió alquilar sus servicios durante medio día a cambio de cien libras. El taxista aceptó «en vez de pasar todo el día dando vueltas». En efecto, le dio vueltas por todas las calles y barrios de El Cairo y al final se detuvo frente a un edificio. El cliente le pidió que lo esperara cinco minutos. Naturalmente, el taxista acabó descubriendo que el edificio tenía otra entrada.
Ese día el taxista lloró, por primera vez tras muchos años, a causa de su estupidez y del esfuerzo realizado en vano. Perdió el resto del día buscando a un pariente que le prestara cincuenta libras, el precio del alquiler del taxi por turno. «El dueño del taxi no tiene la culpa de que yo sea un estúpido».
El experimentado taxista me dijo: «Las personas se comportan como peces que se comen unos a otros. Tanto el pequeño como el grande arañan todo lo que pueden».
La situación de necesidad y pobreza ha hecho que en todas partes los seres humanos se conviertan en peces. El fétido olor que respiro allá por donde vaya en El Cairo me produce náuseas. Ahora ya veo peces que se han vuelto salvajes en los estanques, en los pantanos y en las alcantarillas que se extienden a ambos lados del camino, listos para saltar sobre mí en cualquier momento.
Estaba en Midan Safir, en Masr El Gedida. Dejé pasar un taxi, otro, y ya por fin paré al tercero. Nada más sentarme al lado del taxista, me asaltó con la pregunta de por qué no había echado el alto a los dos taxis que habían pasado justo antes que él. Le contesté que a mí no me gustaban mucho los coches nuevos como el Suzuki o el Hyundai, porque me resultaban pequeños para mi tamaño, y prefería los coches antiguos, como el Fiat 1.400, el Peugeot 504 y similares.
El taxista bendijo los tiempos pasados, tiempos en los que el taxi era apreciado; ahora tiene que dar decenas de vueltas para encontrar un solo cliente.
—Y todo esto empezó en el momento en que publicaron el decreto mediante el cual todos los coches antiguos podían convertirse en taxi. Todo
quisqui
que tenía coche lo transformó en taxi. Ser taxista se convirtió en una profesión para quien no la tenía. ¡Qué desastre!
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—Eso ocurrió a mediados de los noventa. De repente, abrieron las puertas de par en par. Conozco a gente que tenía coches que estaban para el desguace y los convirtieron en taxis. Justo al mismo tiempo, a mediados de los noventa, crearon el Ministerio de Medioambiente y empezaron a decir que los coches antiguos contaminan el aire, que emiten alquitrán y que éste entra en los pulmones. Sacaron a gente para que midieran las emisiones de los tubos de escape y nos las hicieron pasar canutas, pero al final no pudieron hacer nada con nosotros. Es decir, unos van en una dirección y otros en otra completamente distinta, pero al final todos trabajan para el mismo Gobierno. ¿Cómo es posible? No tiene explicación. Y desde entonces, en las calles hay taxis a patadas. ¿Sabe cuántos hay en El Cairo?
—No, ni idea —le confesé.
—Hoy hay más de ochenta mil taxis, muchísimos, desde luego. ¿Usted es capaz de decirme cómo podemos trabajar?, porque yo es que no me lo explico.
—Lo de ese decreto es muy raro, que cualquier coche antiguo pueda convertirse en taxi…
—La historia la conoce todo el mundo, no tiene nada de raro. Cuando sacaron el decreto, ¿qué cree que ocurrió?
—¿El qué?
—Como le he dicho, hubo mogollón de coches que se transformaron en taxis. Todo eso fue un negocio del gobierno y de mucha otra gente y significó dinero fácil para Tráfico. Cada coche, para poder convertirse en taxi tenía que pagar la licencia y otras muchas cosas más. Además los taxistas nuevos tenían que sacarse las licencias profesionales y eso también daba mucho dinero. Por si fuera poco, cada uno de esos taxis tuvo que comprar un taxímetro.
—Vale, ¿y? —pregunté.
—Un pez gordo importó una cantidad enorme de taxímetros y de repente monopolizó el mercado, de forma que todos los taxis nuevos se los compraron a él. El taxímetro, que se pagaba a plazos, costaba más de mil libras. Menudo negocio, ¡se forró! Un decreto escrito en papel, una firmita y un tío se hace millonario. Tan solo pasarán unos años para que digan que hay muchos taxis, ¡y que no saben por qué! Dejarán de dar licencias y prohibirán circular a los coches antiguos que estén en mal estado. Sacarán decretos nuevos que prohíban que los coches con más de veinte años circulen y otras cosas que llevamos oyendo desde hace más de diez años. Pero no son más que sueños; de un plumazo quieren mandar a casa a miles de personas porque la mayoría de los taxis de este país tienen más de diez años. ¿Dónde estaban cuando sacaron el decreto para convertir los coches en taxis? Son las mismas personas, todavía no han cambiado.
Y continuó diciendo:
—Lo peor de todo es que desde entonces no encontramos clientes. La gente no tiene dinero para montar en taxi. Ahora, los que montaban en taxi van en microbús, y nosotros vivimos gracias a los árabes que vienen de verano en verano, que encima se están pasando a los Taxis de la Capital, que los han puesto para ellos. Sinceramente, el Gobierno hace todo lo que está en sus manos para convertirnos en mendigos o en criminales, es que da la sensación de que se esfuerzan por acabar con nosotros. Y dese cuenta de que los taxistas en Egipto no somos una minoría, estamos en torno al cuarto de millón. Pero lo que no saben es que no van a poder porque Nuestro Señor está con nosotros y es el que nos provee. Él es el Proveedor y no hay más proveedor que Él.
En este punto de la conversación, el taxista había alcanzado un alto estado de exaltación, por lo que puso una cinta y empezamos a escuchar aleyas del Sagrado Corán.
Muy a menudo, monto con taxistas que desconocen tanto el camino como los nombres de las calles. Pero este taxista tenía el honor de no conocer en absoluto ninguna calle, salvo aquélla en la que vivía, claro. Su total desconocimiento de El Cairo me dejó asombrado, era como si un ciego anduviera por primera vez por un sublime palacio.
—¿Qué, hijo, no eres taxista o qué?
—Pues no, señor, no soy taxista.
—¿Y a qué te dedicas?
—Soy contrabandista.
—¡Contrabandista !
—¿Es que es algo malo? Fue la última voluntad de mi difunta madre. Me dijo: «Hijo mío, trapichear es lo que te dará de comer en este país». Además, no hago contrabando con nada raro ni perjudico a mi país, al contrario, lo saco adelante; son cosas que le hacen a uno sentirse orgulloso de sí mismo.
—¿Me estás tomando el pelo? —pregunté con cierta incredulidad.
—Le juro por lo más sagrado que soy contrabandista. Lo que pasó es que mi padre falleció y vine a enterrarlo. Trabajo con este taxi, que le pertenecía, hasta ver qué hago con mi vida.
—¿Y qué es lo que pasas de contrabando, si puede saberse?
—Todavía soy joven, pero llevo varios años trabajando con una que maneja el cotarro en Sallum. Con la ayuda de Dios pasamos tabaco de contrabando de Egipto a Libia. Lo compramos aquí, por lo que Dios buenamente permite, y lo vendemos en Libia, por lo que Dios buenamente permite también. ¿No le había dicho que sacamos adelante al país? Podría decirse que soy un patriota.
—Y con tabaco, ¿a qué te refieres? ¿Drogas?
—¿Cómo que drogas? ¿Realmente cree que alguien que fuera traficante de drogas estaría dejándose la piel con el taxi? ¿Y además se lo diría así, tal cual, que soy traficante? ¿Me ha visto cara de tonto o qué? Con tabaco me refiero a cigarros, cajetillas de cigarros importados.
—¿Y cómo lo hacéis?
—Es muy sencillo. En Sallum hay unas cuantas que manejan el cotarro y dirigen a unos cabecillas; nosotros a su vez somos sus aprendices. Nuestra tarea es comprar los pasaportes; siendo espabilados los sacamos por diez o doce libras, quince como mucho.
—¿Cómo que compráis los pasaportes?
—Cada uno tiene derecho a comprar seis cartones de tabaco en el Duty Free. Nos poníamos de acuerdo con alguno que fuera a Libia y comprábamos con su pasaporte los seis cartones, que vienen a costar unas ciento setenta y cinco libras, que sumadas a las diez libras para el dueño del pasaporte hacen un total de ciento ochenta y cinco libras. Comprábamos unos doscientos pasaportes al día, y pasábamos los cigarros de contrabando a Libia. Pasar la aduana de Musaid es fácil: al que va en coche lo inspeccionan, pero el que pasa a pie pasa sin problemas. Poníamos los cartones en bolsas de tela, nos los cargábamos a los hombros y después de meterlos en Libia los vendíamos por unos cuarenta y dos o cuarenta y cinco dinares; entonces el dinar estaba a cuatro con setenta y cinco libras, o sea, que por pasaporte ganábamos unas veinte libras de beneficio, que en total hacen cuatro mil libras al día. Un trabajo honrado.
—Pero, no lo entiendo: ¿es que esos cigarros no se encuentran en Libia?
— Son una clase concreta de cigarros importados del Duty Free y a los libios les encantan. ¿Qué le vamos a hacer, si les gustan? Todos sacamos provecho.
—¿Y sólo pasabais tabaco?
—No, en aquella época pasamos por avión algunos aparatos de vídeo y de casetes desde Libia a Egipto, pero la aduana de Sallum no es como la de Musaid, no dejaban pasar ni una. Si veían una bolsa sola, la requisaban. Pero aún así conseguíamos apañárnoslas. Es que ya llevo muchos años en esto. Mi padre, que en paz descanse, toda su vida fue taxista, y quería que yo lo fuera. Mi madre me decía: «Tu padre siempre nos hizo ir para atrás y trabajar como negros toda nuestra vida; ve, hijo mío, y trabaja en cosas de ahora, en algo que dé dinero. ¿No ves cómo les va a todos los que nos rodean? Viaja. Ve a Libia y quizá el Señor te abra las puertas». De camino a Libia me surgió este trabajo de contrabando de tabaco. Me pareció que era una solución y pude enviarle a mi madre todo lo que ahorraba. Gracias a Dios, pude hacerla feliz durante varios días antes de que el Señor se acordara de ella. Era una madre de verdad, que en paz descanse.
—¿Y tienes la intención de quedarte en El Cairo con el taxi de tu padre?
—Pues no, mire usted. Vi con mis propios ojos cómo vivió mi padre, y cómo el pobre moría sin tener el dinero suficiente ni para la mortaja. Y lo que está por venir es peor que lo que ya ha pasado. Yo, Dios mediante, trabajaré en algo respetable que dé dinero, incluso como jefe de una banda de ladrones.
Lugar: Feria Internacional del Libro de El Cairo, en Madinat Naser.
Fecha: 26 de enero de 2005.
Hora: dos y cuarto de la tarde.
Temperatura: moderada.
Evento: programa televisivo sobre la participación política, así como entrevistas grabadas con el público (seguramente no son en directo, pues el directo es peligroso para el clima democrático).
Método: el presentador, a lo largo de las entrevistas, ofrece al humilde público clases sobre la conducta loable para fomentar la participación en la vida política. Si es necesario, el presentador podrá gritar y vigilar para que nadie hable más de la cuenta.
Mientras estaba paseando junto a los puestos de El Azbakiyya, se me acercó una persona y se me presentó de la siguiente forma:
—Soy el director de producción de un programa televisivo y estamos grabando aquí.
Me pidió que le concediera una entrevista al presentador, y me aseguró que mi señora esposa me respetaría más después de verme en televisión y que mis hijos contarían orgullosos en el colegio lo que le pasó a su padre en la pantalla de plata o incluso en la de bronce.
Me ajustaron el micrófono en la camisa y colocaron la cámara frente a mí. Detrás del cámara se reunió un grupo de niñas
munaqqabas
junto al pabellón de Alemania y se reían al ver al equipo de grabación. El presentador se peinó los cuatros pelos que le quedaban en la cabeza y se preparó para grabar:
—Vamos, uno, dos tres, ¡acción!
El presentador me asaltó con una pregunta sobre el carné electoral, así que le conté la siguiente conversación que mantuve con un taxista:
—¿Tienes ya el carné electoral?
—Lo que faltaba, ¿quiere que me saque el carné electoral? Me vigilarían, y si no les diera mi voto, me detendrían e iría a Tokar
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—¿Cómo que te vigilarían? Te estás quedando conmigo, ¿no? —dije al taxista riéndome.
—Estoy hablando totalmente en serio. Seguro que si me sacara el carné electoral, me vigilarían, me tendrían en su lista y eso sería una catástrofe. Usted es un poco ingenuo y no entiende cómo son las cosas.
A continuación, le conté al presentador mis intentos de convencer al taxista de que lo que decía era una auténtica locura y de que sus sospechas del Estado, que están arraigadas en nuestro subconsciente, tenía que enterrarlas. Pero era como hablar con la pared, pues no se creyó nada de lo que le dije. De hecho, empezó a sospechar de mí y me parece que al final estaba convencido de que yo era de la policía secreta.