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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje I. Tatuaje (40 page)

Los días pasaban sin aportar ningún cambio. En los pasillos exteriores se oían a menudo gritos y carreras que denotaban el estado de nerviosismo de los drakul después de la desaparición de su señor. Sin embargo, aquella agitación nunca traspasaba las puertas del dormitorio de Erik. Los ghuls que entraban a cambiar el suero del paciente o a llevarles la comida a sus enfermeros se limitaban a hacer su trabajo en silencio, y evitaban sistemáticamente contestar a las preguntas de los dos hermanos.

Jana, a veces, se quedaba absorta durante varios minutos observando el rostro aparentemente dormido del heredero drakul. Con los ojos cerrados y una sombra de sonrisa en los labios, resultaba más atractivo que nunca, a pesar de su evidente deterioro. Aquel rostro provocaba en Jana una extraña confusión de sentimientos, en la que se mezclaban el remordimiento y el rencor, la piedad y la admiración.

—Ojalá te hubieses enamorado de él —le dijo un día David, adivinando lo que pasaba por su mente—. Todo habría resultado mucho más sencillo.

Jana lo miró con asombro.

—¿Te habría gustado que me enamorara del hijo de nuestro enemigo? —preguntó, incrédula.

David se encogió de hombros.

—Al menos habría sido mejor que encapricharse del Último Guardián —repusó con sarcasmo—. Quién nos lo iba a decir aquella noche, cuando se presentó en casa…

Todavia me pregunto cómo pude hacerle el tatuaje, si de verdad es uno de ellos.

—Entonces todavía no lo era —murmuró Jana con un hilo de voz—. Yo le besé. Me habría convertido en un puñado de cenizas si hubiese besado a un guardián.

David rió entre dientes.

—Ya. Pues eso pasó a la historia… A estas alturas, ya ha debido de transformarse.

Para eso vinieron a buscarlo. La verdad es que el pobre tipo no tenía alternativa.

Juntos no teníais ningún futuro.

Jana contempló a su hermano con ojos llameantes.

—Si tú no le hubieses hecho el tatuaje, todo podría haber sido distinto —replicó, dando rienda suelta a toda su amargura—. Fue una chiquillada, solo lo hiciste para demostrarte a ti mismo lo bueno que eres… Y, por culpa tuya, ahora él está fuera de mi alcance, y además… Bueno, es muy posible que se esté preparando para destruirnos.

David sonrió sin dejarse impresionar.

—No seas idiota, Jana. ¿Crees que las cosas habrían sido muy distintas si él hubiese podido tocarte? Siguió estando igual de colado por ti después de lo del tatuaje Eso solo le añadió morbo a vuestra relación, admítelo… Y tú estabas encantada, porque en el fondo eso beneficiaba tus planes. ¿Crees que no sé lo que te proponías? Querías seducirlo para utilizarlo en tu lucha de poder con Óber. Querías tenerlo a tus pies para luego sacrificarlo cuando llegase el momento, como una pieza de ajedrez. Y eso fue lo que hiciste… Lo utilizaste como cebo para atraer a los guardianes.

Jana hizo un gesto de impaciencia.

—Sabía que a Óber le interesaba mucho, y quería averiguar por qué. Quería saber qué había visto en Álex para decidir que fuese su propio hijo quien lo vigilase.

Nunca, pensé en serio que fuese el Último, y menos después de lo del tatuaje. Pero cuando regresó del laberinto, comprendí que tenía que ser uno de ellos… Tuve que actuar con rapidez. Y ¿sabes una cosa? En ese momento solo pensé en salvarlo.

David chasqueó la lengua burlonamente.

—Al final te enamoraste de tu peón de ajedrez —concluyó, risueño—. Qué bonito…

Jana le dio la espalda y se quedó un momento mirando fijamente el cielo gris a través de la ventana, que los ghuls habían reparado al día siguiente de la muerte de Óber.

—Me enamoré de él desde el principio —murmuró con voz apagada—. No puedes imaginarte siquiera lo que sentía cuando estaba cerca de él. Tenía que contenerme para no lanzarme a sus brazas, para no acariciarle… Era como un fuego que me quemaba por dentro.

David había dejado de sonreír, y la miraba como si no la reconociera.

—¿Se lo llegaste a decir? —preguntó después de un breve silencio.

Jana se dejó caer sobre un viejo sillón y enterró el rostro entre las manos.

—No —murmuró, ahogando un sollozo—. Pensé que sería peor si se lo decía. Por encima de todo, yo tenía que pensar en mi clan: en nuestro clan… Y en lo que mamá habría deseado.

—Ya —David habló en tono pensativo, como si estuviese intentando explicarse a si mismo los sentimientos de su hermana—. Le querías, pero, de todas formas, decidiste utilizarlo. ¿Es eso?

Jana no contestó. David oía su respiración, entrecortada por el llanto, detrás de sus manos.

—Vamos, no te tortures —le dijo suavemente—. En el fondo, no tenías elección. Los medu no estamos hechos para el amor. Hiciste lo que debías.

Jana alzó el rostro empapado de lágrimas hacia su hermano. Sus ojos ya no reflejaban ira, sino una inmensa desesperación.

—Los medu no estamos hechos para el amor… ¡Qué bien! Y entonces, ¿para qué estamos hechos? Quizá los guardianes tengan razón, no somos más que sombras…

Nos empeñamos en sobrevivir al precio que sea, pero no creo que merezca la pena.

—No exageres, Jana. Los humanos no son mejores que nosotros. En realidad somos lo mismo, aunque tengamos un poco más de poder que ellos… Fue lo que decidieron nuestros antepasados.

Jana se pasó una mano por la frente y se levantó del sillón. Avanzó unos pasos hasta el lecho de Erik y se quedó mirando unos instantes el rostro impasible del enfermo.

Parecía extenuada.

—Acuéstate un ralo —le dijo David, compadeciéndose de ella—. Todo esto ha sido muy duro, pero tenemos que mirar hacia delante… Quien sabe; a lo mejor, después de todo, no es tan malo que Álex sea el Último. A lo mejor recuerda lo que siente por ti y eso nos salva… ¡Espero que no sea rencoroso!

—No es rencoroso —murmuró Jana con un hilo de voz—. Y Erik tampoco lo es. Los dos merecen algo mejor que esta guerra estúpida. Ojála yo pudiera impedirla.

Mientras David removía los leños que ardían en la chimenea para avivar el fuego, ella se quito el vestido, se introdujo en uno de los sacos de dormir que Harold había hecho traer para ellos y se revolvió sobre el blando colchón hasta encontrar la postura más cómoda. Luego, con los ojos cerrados, pensó en Álex. Recordó aquella primera noche en la que se habían besado, y le pareció sentir una vez más la calidez de su cuerpo, sus ojos claros acariciándole la piel con una suavidad que no podía compararse Por primera vez en su vida, deseó ser una chica normal y corriente. No tener que preocuparse de la magia, ni del poder, ni de sus deberes para con el can. Poder estar con el chico al que quería, poder acariciarlo y disfrutar de sus caricias…

Pero todo eso estaba fuera de su alcance. Había perdido a Álex, lo había perdido para siempre. Ahora él se había convertido en lo que más podia temer un medu. Si volvían a verse, él la destruiría…

En ese momento sintió que lo amaba y lo deseaba más que nunca. Ojalá su magia fuese más fuerte, ojala fuese lo bastante fuerte como para traspasar todas las barreras que se interponían entre ellos dos.

Sin embargo, no todas las barreras que se alzaban entre ellos eran mágicas. Quizá la más infranqueable de todas la hubiese levantado ella misma, con sus mentiras. Y también estaban los sentimientos de Erik, que había arriesgado su vida para salvarla.

Si Erik sobrevivía, tendría que compensarle de algún mudo por aquel sacrificio.

Así, poco a poco, pensando en los muros que se interponían entre Álex y ella y en lo mucho que, a pesar de todo, deseaba volver a estar con él, terminó quedándose dormida.

Se despertó con la frente cubierta de un sudor helado y un frío mortal en la espalda. Había soñado que estaba nadando en un rio y que se sentía arrastrada por un vertiginoso remolino de agua, un remolino que, en su pesadilla, de repente se había transformado en un caballo de espumas que la perseguía mientras ella nadaba hasta quedarse sin fuerzas. El caballo estaba a punto de alcanzarla cuando recobró la conciencia… Sin embargo, ya con los ojos abiertos, aún le parecía seguir oyendo el borboteo brutal del agua cabalgando tras ella.

Maquinalmente, abrió el saco de dormir y se puso en pie. Cruzó los brazos sobre el sujetador para protegerse del frió mientras se dirigía a la mochila donde guardaba su ropa. Tenía la piel de gallina… Rápidamente, rebuscó en el interior de la bolsa que David le había traído de casa hasta encontrar unos vaqueros y una camiseta. Se vistió a toda prisa, pero, aun así, seguía teniendo frío. Sus ojos vagaron hacia la chimenea, donde el alegre fuego que había visto avivar a David se había transformado en un débil rescoldo rojizo.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había alguien más en la habitación. Lo notó en la oscuridad de las lámparas, en la humedad helada del aire, quizá también en el débil olor a cera rancia que lo impregnaba todo.

Se quedo inmóvil. Desde donde se encontraba podía oír la respiración apacible de David, dormido a la cabecera del lecho de Erik. Distinguía perfectamente el aliento de su hermano de los estertores apagados que emitía el enfermo. Pero había algo más… Un jadeo animal que parecía resonar simultáneamente en todos los rincones, como si una Legión de pequeñas bestezuelas asustadas acechase desde las sombras.

Jana se obligó a caminar hacia la ventana, por donde la luz de las estrellas filtraba su tenue resplandor. Desde allí, escudriñó la negrura de las esquinas, pero no distinguió nada.

—Sé que estás ahí —dijo, con una serenidad que a ella misma le sorprendió—. Sal, quiero que hablemos.

Instantáneamente, las sombras de los rincones se aglutinaron hasta formar una única masa compacta. Dos ojos cristalinos como esmeraldas brillaron en el centro de aquel bulto irreconocible que se agazapaba a escasos metros de la cama de Erik, entre esta y la puerta.

—He venido a buscarle —dijeron muchas voces, que resonaron como un coro desafinado en la bóveda de la estancia.

Jana miró a su alrededor, pero no distinguió a ninguna otra criatura, aparte de la que la observaba desde el refugio de su propia sombra.

—¿Cuántos sois?

Una carcajada acuosa reverberó sobre los muros, quebrándose en miles de ecos vacíos.

—¿Cuántos somos? Muchos, muchísimos… Hemos perdido la cuenta —dijeron las voces a su alrededor—. Arawn nos condenó a vivir en un mismo cuerpo y a compartir un único destino. Nos llaman los Olvidados… Solo tenemos un par de ojos para todos, pero en otro tiempo podríamos haber poblado un país entero.

—Los Olvidados —repitió Jana, hipnotizada por la multiplicidad de timbres fundidos en aquella extraña voz—. Mi madre os mencionaba alguna vez. Vosotros erais… erais…

—Éramos lo que vosotros sois ahora —canturreó la voz, fragmentándose al final en varias notas discordantes—. Éramos los clanes más antiguos, los señores de la palabra. Nuestro poder decidía el destino de los hombres. Nada ocurría en su mundo sin nuestra intervención.

La voz terminó su explicación con una lúgubre retahíla en varias lenguas que se superponían en confusa armonía. Los ojos de esmeralda permanecían fijos, refulgiendo como dos inexpresivas piedras.

—Entonces, ¿no fue Ardrach quien forjó la espada de Drakul? ¿Fuisteis vosotros? —preguntó la muchacha, dominando con su voz humana el canto múltiple y sobrenatural del monstruo.

—Sí, fui yo —dijeron las voces. Yo forjé a Aranox para él, yo le ayudé con mi poder a evitar mi destino. A cambio, él se comprometió a alimentar mis deseos con las almas de todos sus descendientes. Es lo único que nos sostiene estos días de oscuridad, pequeña criatura viva… El deseo, los deseos de los otros. Los deseos no mueren con el cuerpo, permanecen vivos por toda la eternidad. Nosotros los devoramos mientras el resto del alma se consume. Es lo único que alivia nuestro sufrimiento.

Bruscamente, los ojos del Olvidado cambiaron de lugar. Ahora ardían en lo más alto de la habitación, observándolo todo desde arriba. Por un momento, Jana creyó vislumbrar la silueta de una enorme ave rapaz a su alrededor, una especie de águila descomunal y monstruosa.

—Pero no puedes llevarte a Erik —dijo Jana, mirando hacia aquellas dos luces verdosas—. El no está muerto todavía, no os sirve. El va a vivir. Ya vendrás a buscarlo cuando le llegue su hora.

Las risas del Olvidado rebotaron, innumerables y aterradoras, sobre todas las paredes a la vez, como una avalancha de cristales.

—Tú no sabes nada —dijo la voz colérica—. Nosotros olemos la muerte, la conocemos bien. Vivimos dentro de ella, como larvas aisladas del mundo. Y la muerte está aquí, en esta habitación. No sé cómo no te das cuenta.

Jana miró un instante hacia la silueta de su hermano, dormido sobre el sillón.

Inexplicablemente, experimentaba una calma que no había sentido en mucho tiempo.

Después de la tensión acumulada en los últimos días, suponía un alivio tener algo concreto a lo que enfrentarse, aunque ese algo fuese un ser tan amenazador como el Olvidado.

—No permitiré que te lleves a Erik —dijo serenamente—. Necesito que viva. El sabe algo de gran importancia para mi clan. En realidad, para todos los clanes. Deja que Erik viva para contármelo, y tendrás muchas generaciones futuras de drakul para alimentarte con sus deseos. Si lo matas, puede que él sea la última de tus victimas.

Los guardianes se están preparando, quieren terminar con todos nosotros. Solo Erik puede salvar a los medu… Tú decides.

Una mezcla de protestas, gruñidos y cuchicheos acogió la explicación de Jana. Los ojos del monstruo se quebraron en mil puntos de luz verdosa diminutos como luciérnagas, pero enseguida se recompusieron de nuevo.

—Eres estúpida —dijo el Olvidado con una sola voz—. Te miro y veo lo que le espera si el hijo de Óber vive. Tu no lo sabes, nosotros si… ¿Quieres contemplar tu futuro? Mírame bien. Míranos… Esto es lo que le ocurrirá si Erik no muere.

Jana fijó la vista en las pupilas de la horrible criatura. Lentamente, aquellos dos cristales de luz se agrandaron hasta fundirse en una enorme burbuja de apariencia gelatinosa. Dentro de la burbuja flotaba una imagen traslúcida que la muchacha tardó en comprender. Cuando por fin logro identificar a las dos personas que aparecían en la imagen, notó que las piernas le flaqueaban. Una de ellas, sentada en un trono, era la de Álex, aunque su aspecto resultaba casi irreconocible. Su pecho y sus brazos se encontraban desnudos, y cada centímetro de su piel aparecía cubierto de tatuajes, incluso en la cara. La otra figura era la de la propia Jana… Avanzaba muy despacio hacia el trono, sin detenerse ni un instante. Al final, abrazó el cuerpo inmóvil de Álex, que emitía un débil resplandor azul. En cuanto la piel de Jana y la de Álex se rozaron, la muchacha se deshizo en una fulgurante llamarada. Unos segundos después, no quedaba de ella más que un puñado de cenizas grises.

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