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Authors: Neal Stephenson

Tags: #Ciencia-Ficción

Reamde (58 page)

Entonces la sonrisa fue sustituida por el asombro cuando el dedo de Csongor se puso en movimiento sobre el gatillo, ejecutando aquel largo tirón del que Jones acababa de advertirle.

Los botones que vieran a Sokolov entrar corriendo no lo habrían visto salir corriendo del hotel. En un lugar más pequeño, esto habría levantado sospechas. Pero este hotel tenía veinte pisos de altura, y Sokolov sabía que no pensarían nada raro mientras no actuara de manera que resultara sospechosa. Si trabajar como asesor de seguridad le había enseñado algo, era a entrar y salir de hoteles caros. Subió corriendo por la calle, giró hacia el camino de acceso en curva del hotel, redujo el ritmo, y entró a la sombra de su marquesina, que era lo bastante grande para dar cabida a veinte coches. Una vez allí caminó rápido, comprobó su reloj de pulsera, y fingió pulsar uno de sus botoncitos. Sacó la toalla del bolsillo externo de la CamelBak, la desplegó, se secó la cara, y luego se la envolvió en la cabeza como un jugador de la NBA al que acaban de enviar al banquillo. Se llevó a la boca el tubo para beber de la CamelBak y fingió sorberlo mientras caminaba de un lado a otro durante medio minuto a lo largo de una fila de macetones con arbustos plantados al borde de la acera. Los macetones eran grandes cajas rectangulares de hormigón, recubiertos de guijarros y rellenos de tierra. Intercalados entre ellos había papeleras construidas con el mismo material, con lechos de arena donde los taxistas a la espera podían apagar sus cigarrillos, y ranuras abiertas donde podían echar la basura.

A estas alturas no tenía ningún plan concreto, aparte de entrar en el hotel e intentar pensar algo. Pero ahora, al mirar una de las papeleras, advirtió algo que parecía una tarjeta de crédito, aunque marcada con el logotipo del hotel. Era una llave de tarjeta que algún huésped había tirado al marcharse; o quizás algún taxista la había encontrado en el asiento trasero de su coche y la había arrojado allí. Con el pretexto de tirar un poco de desperdicio, Sokolov la recogió y la ocultó en la palma de la mano. Luego, usando la otra mano para secarse la frente con la toalla (esperaba que esto complicara cualquier análisis futuro en los vídeos de vigilancia), se acercó a la entrada del hotel. Se agachó, dejando que la toalla colgara sobre su rostro, y fingió sacar la tarjeta del calcetín. Un botones le abrió la puerta y le dirigió un alegre saludo. Sokolov asintió y entró en el vestíbulo.

¿Cuál era la ridícula palabra que tenían para
gymnasticheskii zaal
? Escrutó los carteles indicativos, tratando de no ser demasiado obvio al respecto.

Centro de fitness. Naturalmente.

Estaba en la segunda planta, un lugar bonito, con ventanas que daban al muelle. Acceso solo con tarjeta. Pasó la tarjeta que había robado y se encendió una luz roja. Golpeó la ventana con la tarjeta y recibió la atención de una auxiliar, una mujer joven, quien sonrió y corrió a la puerta para dejarlo entrar.

Tenían botellitas de agua y plátanos. Gracias a Dios. Pero tenía que hacer ejercicio o parecería muy extraño. Un casillero, junto a la entrada, servía para que los huéspedes dejaran sus pertenencias mientras hacía ejercicio. Sokolov metió su CamelBak en una de las casillas. Llena de dinero no se combaba y ondulaba como tendría que haber hecho si estuviera llena de agua, así que la sacó y la puso en la fila de arriba, donde no sería tan sospechosa. Media docena de casillas más estaban ocupadas, dos con bolsos de mujer, el resto con solo unos cuantos artículos pequeños como llaves de tarjeta y teléfonos móviles. Sokolov entró en el cuarto de baño, se aseguró de que estaba solo, abrió un grifo, se inclinó, y bebió durante un rato. El polvo de las actividades de esta mañana estaba pegado en el vello de sus brazos. Se los lavó y se echó agua en la cara. Al salir del cuarto de baño, cogió dos botellas de agua y un plátano del mostrador y se los llevó a un banco de cintas andadoras emplazadas delante de tres grandes televisores de pantalla plana, dos con imágenes de la CNN y el tercero con un canal de noticias chino. Sokolov se situó en la cinta más cercana a la pantalla de la CNN pero a la vista de la china, y caminó durante un rato, bebiendo agua, comiendo el plátano, y siguiendo la cobertura de noticias locales. La mayoría parecía tratar de la conferencia diplomática. Hubo un breve reportaje sobre un incendio en Xiamen. Pero solo fue una suposición, basándose en las gráficas y unas cuantas fotos veloces de camiones de bomberos y ambulancias en una calle abarrotada, la gente cubierta de polvo, cojeando y tropezando, auxiliada por los atónitos transeúntes.

Naturalmente, dirían que fue una explosión de gas. Todo era siempre una explosión de gas. Pero Sokolov sabía que los investigadores de la OSP que trabajaban ahora en el caso no se dejaban engañar.

Pasó cuarenta y cinco minutos en la cinta andadora y media hora levantando pesas. Los huéspedes iban y venían. Mientras lo hacían, Sokolov los etiquetaba: sexo, nacionalidad, tamaño, forma, edad. En qué casilla dejaban sus cosas.

Entró un hombre asiático; Sokolov supuso que japonés o coreano. Era delgado, en buena forma. Dejó la cartera y el teléfono en una de las casillas. Sokolov, moviéndose de una máquina a otra, pasó junto a él y juzgó que era de su misma altura. La talla de zapatos era más difícil de juzgar de un vistazo. Después de deambular por el centro de fitness y hacer inventario de sus máquinas e instalaciones, el hombre se subió a una escaladora elíptica y la programó para media hora, y luego dedicó su atención a una revista.

Sokolov se dirigió a la entrada y dejó una botella de agua medio vacía en el mostrador, sacó su CamelBak, pasó un hombro por la correa, y dejó que el brazo colgara libre mientras metía el otro. Derribó la botella del mostrador. Maldijo y corrió a recogerla, pero ya había derramado la mayor parte de su contenido en el suelo. La encargada, encantada de tener algo que hacer, se acercó corriendo, evaluó la situación, y fue a coger unas toallas, asegurándole a Sokolov que no había ningún problema y que ella se encargaría.

Mientras estaba vuelta de espaldas, Sokolov se volvió hacia las casillas. Sacó la cartera del asiático y la abrió. Su llave de tarjeta estaba en el bolsillo más fácil. La sacó y la sustituyó por la que había robado de la papelera. Luego, devolvió la cartera a su sitio.

Se metió en la sauna, que estaba libre, y se guardó la tarjeta robada en el calcetín. Permaneció en la sauna durante veinte minutos.

Cuando el japonés o el coreano terminó su rutina de ejercicios, recuperó sus pertenencias del casillero y salió del centro de fitness seguido por Sokolov a unos pocos pasos de distancia. Acabaron juntos esperando el ascensor. Sokolov, fingiendo estar distraído con una llamada telefónica, fue lento en subir al ascensor. El hombre le sujetó amablemente la puerta. Sokolov escrutó el panel de botones, extendió la mano para pulsar el botón 21, y luego vaciló, sorprendido al descubrir que ya habían seleccionado su planta. Pulsó de nuevo el botón. Durante la subida, fingió perder la cobertura y, después de murmurar un par de maldiciones suaves, empezó a juguetear con los botones, intentando hacer una nueva llamada. Todavía lo estaba haciendo cuando las puertas se abrieron y el otro hombre salió. Siguiéndolo a distancia, Sokolov enfiló el pasillo. El hombre se detuvo ante la puerta de la habitación 2139 y pasó la tarjeta, solo para obtener una luz roja. Sokolov siguió caminando y desapareció en la siguiente esquina.

Unos momentos después se asomó para ver cómo el otro hombre se retiraba. Iba hacia los ascensores, para pedir en recepción que le dieran una nueva tarjeta.

Sokolov entró en la habitación 2139, abrió la puerta, e hizo un rápido inventario del armario y el vestidor. El nombre del huésped era Jeremy Jeong y era ciudadano norteamericano (había dejado el pasaporte en un cajón del escritorio). Sokolov estableció que el mejor lugar para esconderse era debajo de la cama. En la mayoría de los hoteles no habría sido posible, porque no había «debajo», pero este era un hotel de lujo con camas de verdad, y le colcha se extendía lo bastante para ocultarlo. Una vez que estuvo situado allí, abrió la CamelBak, rebuscó entre los fajos de dinero y sacó las piezas de la Makarov, que montó rápidamente y preparó para disparar. Esperaba por Dios no tener que hacerlo, pero dejarla desmontada habría sido una estupidez.

Estaba volviendo a guardar el dinero en la CamelBak cuando oyó la puerta abrirse y entrar a Jeremy Jeong.

Abdalá Jones apretó el gatillo de su propia arma, haciendo que el percutor volara hacia delante y se cerrara dolorosamente sobre el dedo meñique de la mano derecha de Zula, que había insertado en la abertura entre el percutor y el cuerpo del arma. Esto impidió que disparara. No sucedió nada.

Jones no tuvo tiempo de asumir y comprender el fallo de su arma. La vista del dedo del gatillo de Csongor en movimiento lo hizo lanzarse a un movimiento involuntario. Giró la cabeza a la izquierda, empujando la boca de la Makarov. Zula la vio y oyó disparar y vio la cabeza de Jones apartarse.

Un minuto antes Jones agarraba su brazo izquierdo y enroscaba su cuerpo contra el suyo para convertirla en escudo humano. Ahora se desenroscaron. Jones se apartó girando, arrancando la pistola de su dedo y dejando una sensación helada en la yema que Zula supo era una herida seria. Su brazo izquierdo, todavía empuñando el arma, se agitó mientras rotaba apartándose de ella. Su mano derecha le soltó el brazo y se alejó hasta que la cadena de las esposas la detuvo en seco como si fuera un perro que se ha quedado sin correa, y entonces ella sintió unas cuantas capas más de piel magullada por el brazalete de acero, y se desplomó hacia delante. Jones medía casi un metro ochenta, y se desplomaba hacia la superficie del embarcadero. Acabó tendido de espaldas, arrastrando a Zula con la mano derecha (ella no tuvo ahora más remedio que caerle encima) y con la izquierda extendida sobre el suelo, todavía empuñando la pistola.

Zula cayó. Pero al hacerlo se lanzó lo mejor que pudo en dirección al brazo del arma. Su hombro derecho se estampó contra el esternón de Jones, dejándolo sin aire en los pulmones, y mientras rebotaba extendió la mano derecha y la plantó en el antebrazo de Jones, clavando la mano armada contra el suelo.

Solo después de haberlo reforzado con una rodilla sobre el codo se atrevió a mirar la cabeza de Jones. Vio rojo, pero era el rojo de quemaduras y abrasiones, no de sangre borboteando. La pistola había disparado junto a su cabeza, pero la bala no había penetrado el cráneo.

Csongor no lo sabía. Todavía estaba allí de pie mirando a Jones y Zula, incapaz de disparar de nuevo por no alcanzarla por accidente, y probablemente con la impresión de que no era necesario. Ya le había disparado a Jones una vez a la cabeza, y le pareció que estaba un poco aturdido por su propia conducta.

Cerca empezaron a sonar fuertes estampidos, y Csongor alzó alarmado la cabeza. Zula siguió su mirada por encima del hombro y vio a uno de los camaradas de Jones, quizás a diez metros de distancia, disparar una pistola a lo loco, sujetándola con una mano de forma que se agitaba con cada retroceso, y sin molestarse en apuntar.

El taxista escogió ese momento para intentar escapar, y el tirador, siguiendo algún tipo de estúpido reflejo de atacar a todo lo que se movía, se volvió y disparó un par de tiros que tumbaron al hombre boca abajo.

Los ojos de Csongor se dirigieron a Zula; ella había tomado el imprudente paso de retirar la mano libre del brazo armado de Jones y la usaba para agitarla arriba y abajo. Él retrocedió un par de pasos, alzando la pistola.

Advirtiendo un movimiento violento por el rabillo del ojo, Zula volvió su atención hacia los otros yihadistas supervivientes, quienes se lanzaban hacia la pistola que había caído del bolsillo del hombre que había caído antes del taxi.

—¡Lárgate, viene la policía! —gritó Zula.

Csongor retrocedió dos pasos hacia el borde del embarcadero, y entonces, justo cuando los otros yihadistas abrían fuego, se dio media vuelta y saltó. Al contrario que el taxi, sí salpicó.

Zula oyó un paso tras ella y entonces sintió algo duro presionando su nuca. Retiró la rodilla del codo de Jones.

—Gracias —dijo Jones, un poco aturdido, pero recuperándose rápido. Dobló el brazo, alzando el arma, y entonces la usó para señalar al taxista caído, y luego en dirección al lugar por donde había saltado Csongor. Gritó una orden en árabe. El primer pistolero que había abierto fuego obedeció al instante, se acercó al taxista y le disparó indiferente en la nuca. Entonces se dirigió al borde del embarcadero y se asomó al agua.

Una serie de detonaciones sonaron desde abajo, y el hombre cayó silenciosamente por el borde y desapareció.

—Osos polares y focas —observó Jones. Extendió la mano esposada, doblando el brazo de Zula, y la agarró por el pelo, que era rizado y eminentemente agarrable. La obligó a girar la cabeza con un violento movimiento del brazo y le estampó la cara contra el suelo, luego le saltó encima y aplastó su cuerpo contra el suyo.

—No te estoy protegiendo, por cierto —explicó—, tú me proteges a mí. ¿Sabes cómo caza un oso polar?

—¿Desde abajo?

—Muy bien. Es tan agradable tener a una persona educada cerca. Tu amigo Csongor puede ver desde abajo, a través de las grietas entre las tablas. Sabía exactamente dónde estaba mi hombre.

El otro pistolero parecía haber llegado a la misma deducción y se movía ahora nervioso, acercándose al borde del embarcadero, donde el barco estaba esperando y el agua era más profunda.

Las sirenas se acercaban. Jones se apoyó en los codos, retirando parte de su considerable peso de encima de Zula, y miró con curiosidad embarcadero abajo. Entonces, por algún motivo, comprobó su reloj. La sangre manaba por la herida de su sien y manchaba un lado de su cara. Ella se apartó y dejó que le corriera por el lado del cuello. Su dedo meñique empezaba a dolerle. Lo miró y vio la uña arrancada por la base, colgando solo por unos fragmentos de cutícula, sangrando.

El embarcadero se sacudió bajo ellos. Unos momentos después, un golpe seco sonó en alguna parte. No fue especialmente fuerte, pero daba la impresión de que llegaba desde algún lugar lejano donde había sido muy estrepitoso.

Zula no podía ver lo que estaban haciendo los coches de policía, pero sabía que estaban cerca, a no más de sesenta metros de distancia. Eran dos. Uno, luego el otro, apagaron las sirenas.

Entonces no sucedió nada durante medio minuto. Jones tan solo se quedó mirando, fascinado, y comprobó de nuevo su reloj.

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